Reflexión #11: El lenguaje es un virus

 

El autor estadounidense William S. Burroughs señalaba que el lenguaje humano es un virus alienígena caído del espacio exterior, capaz de nutrir y separar a la misma raza que la utiliza como instrumento, de su propia e intrínseca naturaleza. Hablaba también de un desapego de la esencia natural apenas el virus ingresaba en el cuerpo de una persona, dándole la capacidad para nombrar cosas a la vez que se olvidaba del verdadero objetivo de ellas. En palabras más simples, si un ser vivo tiene sed, instintivamente buscará alguna fuente de “agua” para poder beber y satisfacer su necesidad: el ser bebe “agua”, la sed se calma. Sin embargo, siguiendo la misma línea del ejemplo, el humano, al emplear el lenguaje (o este virus alienígena), no solo buscará una fuente de “agua” para sobrevivir, sino que buscará una fuente de “agua potable”, porque tiene consciencia de que hay líquidos que le hacen bien, así como hay líquidos que le hacen mal. Y bueno, llevando el caso más allá, el humano al referirse al “agua potable” para saciar su sed, puede estar pensando, quizá, en una botella de “agua mineralizada sin gas” (porque el “agua mineralizada con gas” le provoca problemas estomacales), o tal vez en una botella de “agua isotónica”, o simplemente en un vaso de “agua con hielo”, pero ya no piensa en la misma fuente de “agua” que el zorro sediento, el pájaro cansado o la abeja trabajólica. De cierta manera, y como el mismo Burroughs dice, el lenguaje nos quitó las raíces naturales de nuestra esencia para nombrar y dividirlo todo.

            Menciono todo esto porque ahora, a casi treinta años de la muerte de Burroughs, sus palabras me hacen un sentido enorme. Y cómo no, si hoy en día todo conlleva un rótulo incluso muchas veces innecesario, palabras que, en vez de unir, dividen y generan inestabilidad a donde quiera que veamos.

            Podríamos empezar con un ejercicio simple, viejo y a la vez actual: la política. Es de conocimiento histórico que la gente se ha dividido siempre en bandos diferentes según sus ideas, ideales, metas y objetivos (no todos altruistas, por supuesto), así como también es de conocimiento popular que los actores políticos más altos son quienes aprovecharon esto para generar una brecha que, desde la civilización griega hasta el día de hoy, sólo crece más y más a medida que avanza el tiempo. Así fue como, a grandes rasgos y en términos políticos, nació la “izquierda” y la “derecha” para representar a quienes: creían en algo en particular, y a sus opositores.

Obviamente tanto la “izquierda” como la “derecha”, ambas referencias a extremidades opuestas de un sinnúmero de especies pluricelulares con las que compartimos nuestro mundo, acuñan ideas y perspectivas del mundo distintas: mientras la gente de “izquierda” cree a grandes rasgos en el poder popular, los de “derecha” piensan que el totalitarismo es la vía correcta para el desarrollo de la humanidad. No obstante, a medida que avanzan los años, el verdadero fin de ambas palabras (en términos políticos) se ha ido perdiendo en un mar de significados erróneos hasta dar con nuevos rótulos que aún siguen separando más a la gente según sus creencias y pensamientos. Así tenemos ahora la “centro izquierda”, la “ultra derecha”, la “derecha cristiana”, la “izquierda comunista”, etcétera, etcétera, entre otras tantas, a partir de dos simples posiciones.

Muchos podrán decir que esto es importante, porque así cada persona gana una relevancia más ajustada a lo que piensa, vive y visiona. Y en cierta manera está bien, porque a cada día que pasa, más necesitamos ser reconocidos y considerados a partir de nuestras creencias y perspectivas, ser de una sola línea, como quien dice coloquialmente.

Sin embargo, y sin que nos hayamos dado cuenta, el virus del lenguaje ya ha hecho lo suyo: está completamente dentro de nuestro ADN, dividiéndonos lentamente los unos de los otros. Ya no pensamos a partir de nuestros instintos ni actuamos en base a lo que necesitamos, sino que todo lo contrario: pensamos y actuamos en base a rótulos y etiquetas no sólo para complacernos, sino que para complacer a los demás que también esperan algo de nuestro rótulo o etiqueta autoimpuesta.

Claro, muchos dirán que ser de “izquierda” inminentemente te hace creer en el comunismo, o que por ser de “derecha” de inmediato querrás que los pobres mueran bajo la bota militar del dictador de turno, pero no necesariamente es así. La etiqueta autoimpuesta (o puesta por los demás o por alguien en específico) será querida por algunos −que comparten o buscan la misma etiqueta−, o será odiada por quienes piensan de modo contrario a ella, pero siempre te llevará a otro grupo cuyos integrantes se parezcan a ti.

Por supuesto, una etiqueta o rótulo te llevará a un grupo específico de personas, y si te sientes inconforme con ese grupo, ya sea por diferentes razones o visiones de mundo, probablemente tendrás que buscar a otro grupo, quizá un tanto más reducido en número comparado con el anterior, que verdaderamente se ajuste a lo que piensas.

Pero a la larga, entre más divisiones tras divisiones que se hagan, en vez de fortalecer una idea, sólo se desintegra más y más hasta perder la fuerza esperada.

Pondré un caso todavía más cercano a la gente: los movimientos sociales.

Últimamente se ha visto alrededor de todo el mundo cómo la gente se levanta en conjunto para hacerle frente a un sistema que debiera eliminarse. Todos coinciden en lo mismo, y habría que ser un ciego para no percatarse de que una gran mayoría está cansada de los abusos de los tiempos modernos. Sin embargo, y a medida que los meses y años avanzan, los estallidos sociales ocurridos por la rabia, la ira, la pena y la desesperación, todos sentimientos primitivos en el ser humano, se han visto mermados por nada más y nada menos que rótulos o etiquetas.

Hoy en día ya no es una persona quien se manifiesta en contra del sistema en sí, sino que es una persona que se manifiesta por un problema en particular. Si antes todos los manifestantes querían un cambio estructural y profundo en la vida que vivimos como seres de un mismo mundo, ahora se puede hacer una clara diferenciación entre las personas que buscan empezar el sistema desde cero, de aquellos que sólo quieren subir sus sueldos, los que quieren una educación mejor y gratuita, los que desean derechos para los animales, los que desean mejores derechos para los niños, etcétera.

En la práctica, la división no me parece maligna ni demoniaca, porque muchas veces es necesario desmarcarse del todo para poder conocer lo singular; no obstante, al ponernos un rótulo, una etiqueta o llamarnos encarecidamente de una manera, no hacemos más que restarnos y separarnos de los demás. Quizá un carnívoro y un vegano piensen de la misma forma y acudan a las mismas manifestaciones organizadas; quizá piensen que la policía es una mierda o que los gobernantes son unos ineptos que merecen la muerte. Pero a la hora de presentarse con sus etiquetas frente a la sociedad, quizá ya no quieran verse metidos en el mismo grupo. ¿Un carnívoro marchando con un vegano? ¡No, ni hablar, eso va contra todas nuestras reglas personales! Y así, suma y sigue.

Los escritores de ficción no son muy amigos de los autores de obras dramáticas, los músicos de heavy metal no soportan a los que tocan jazz, y los hinchas del Colo Colo darían lo que fuera por ver humillados a los seguidores de la U. de Chile. Tal vez todos quieran ver arder el sistema capitalista que los retiene y los sume en la miseria, pero a la hora de ver manchados sus rótulos, sus etiquetas, la imagen que le dan al mundo, decidan desligarse de cualquier movimiento que los pueda ver hombro con hombro.

Casos en que la regla ha sido omitida existen muchos; es cosa de recordar que en Chile muchas hinchadas de equipos rivales marcharon juntas en las manifestaciones posteriores al 18 de octubre pasado, grupos de gente que no dudaban en violentarse los unos con los otros a la más mínima provocación ahora unidas para hacerle frente a la policía prepotente y represora. Pero desde eso, no he vuelto a presenciar una unión significativa hasta la fecha. (No menciono las campañas sociales de ayuda, puesto que la gente, en su gran mayoría, sólo colabora con éstas para ganar una etiqueta social especial muy distinta de la que suelen mostrarle a los demás en su día a día. Como bien dijo Kant: el hombre arribista, tacaño y de malos modales no ganará el rótulo de “bondadoso” o “caritativo” sólo por una acción en su vida, así como Hitler no podría tener el título de “buena persona” sólo por ser “vegetariano” pasando por alto todos sus crímenes).

Los romanos señalaban que dividir era conquistar, y hoy en día, con este virus del lenguaje en nuestro interior, el mismo que nos impide ver lo esencial, lo importante, nuestra naturaleza misma, parece estar más que nunca en lo correcto.

Quizá el lenguaje no sea un virus alienígena como sostenía William S. Burroughs; quizá sea un virus terrestre creado por unos pocos, unos visionarios que previeron que el pueblo jamás podría hacerles nada si éste perdía fuerza al separarse. Y a casi treinta años de estas palabras, creo más que nunca en que señalaban lo correcto.

Poema #44 La pena

Hay tanta pena en el mundo
¿Cómo no la pueden ver?
Se acumula en las calles
Cae como el sudor en la cara de un anciano
Se retiene en las manos nudosas de una mujer que no da más de cansancio
Se puede oler en la distancia de dos enamorados separados
Se siente en los colores del crepúsculo
En la sensación vacía después de hacer el amor con un desconocido
Es tan grande
que abarca días y noches
Calendarios marcados
Nos hace débiles
Abrumados y desolados
¿Cómo es que no la pueden ver?