Cuento #8: Ha llegado la hora




Miro por la ventana de mi habitación para cerciorarme que no hay nadie en la calle abajo apeándose de algún auto o una camioneta de aspecto misterioso. 
Por fortuna, aún está vacía.
            Me seco la traspiración del rostro con mi mano libre, mientras que con la otra ciño con más fuerza la pistola a mi cuerpo, preparado para actuar en cualquier momento.
Respiro hondo, y suelto una bocanada de aire como si fuera la última vez que disfrutara de aquella sensación tan tranquilizante. 
Sinceramente, nunca pensé que tras investigar aquella importante red internacional de narcotráfico, todas las pistas me llevarían ante el escritorio de aquel importante Secretario de Gobierno, el que sonreía siempre ante las cámaras con la mejor de sus caras, como si nada malo fuera a ocurrir jamás. Juro que nunca, nunca, se me había llegado a pasar una idea de tal calibre por la cabeza. ¿Cómo podía ser posible que el mismo tipo que salía en la tele, hablando sobre el bienestar social y nacional, castigando a jóvenes revolucionarios a punta de juicios magnánimos, fuera el mismo que se encargaba de ingresar destacamentos de cocaína y pasta base al país? Suponía que esas cosas sólo sucedían en Europa, o en Estados Unidos, pero jamás en Chile. ¿Cómo podía ser todo esto verdad?
Supe que algo iba mal con la investigación cuando las cosas comenzaron a ponerse complicadas, con problemas que provenían de nuestro alto mando y no de los mismos delincuentes que buscábamos: nos pusieron trabas, nos advirtieron que dejáramos las cosas tal como estaban, que era mejor no entrometerse en cosas tan delicadas.
Pero seguimos adelante.
Con Cáceres no dejamos detalle afuera, unimos cabos sueltos y le pagamos a uno de esos hackers amigos nuestros para dar con conversaciones guardadas en los computadores requisados de viejos narcotraficantes capturados. En un principio no pudimos creer que los enlaces nos llevaran a equipos utilizados dentro del mismo edificio donde se supone la nación se ordena para el bien común, el mismo que alguna vez fue destruido para levantar de nuevo a un pueblo sumido en las tinieblas del populismo barato y sucio; pero fue así.
Hablamos con nuestro jefe dejando sobre su mesa absolutamente todo lo que sabíamos, con todas aquellas pruebas capaces de derrumbar todos los cimientos de la gran farsa instalada por los mismos que decían combatirla con fuego y pasión desde sus asientos. Él nos miró y nos prometió ayudarnos. Su sonrisa fue franca, casi como la de un padre orgulloso de los actos de su hijo. Pero debimos sospechar que algo malo ocurría en todo eso.
Lo comprobé cuando Cáceres dejó de contestar mis llamadas.
Para cuando me dirigía a su casa para saber qué diantres sucedía con él, supe con lo que me iba a encontrar mucho antes de atravesar su puerta siquiera.
La entrada estaba entornada adrede, las cosas adentro revueltas, y Cáceres sentado a la mesa con un gran disparo en la sien izquierda, con su pistola de servicio encerrada en su mano del mismo lado…, como si él hubiera sido zurdo toda su vida. Supe entonces que aquello era un mensaje: era imposible que alguien efectuara un disparo tan devastador con su mano menos experimentada, menos para darse a sí mismo cuando las cosas parecían marchar (casi) a la perfección: no habían problemas psicológicos de por medio, ni familiares, ni de ninguna clase más profunda que yo supiera. 
No fui lo bastante obtuso para comprenderlo todo y saber que yo era el próximo en la lista: nos habían vendido como la basura condenada que éramos.
No tuve tiempo para preparar nada, sólo dirigirme a mi departamento y guarecerme hasta que las cosas se mostraran tal como eran. Podría haber dejado una carta firmada con mi nombre, detallando todo lo que sabía y así arrastrar conmigo al mayor número de culpables posibles al profundo abismo al que me encaminaban, pero supe de inmediato que no serviría de nada: ya tenía visualizados todos los tópicos de la noticia que iban a aparecer en cada una de las pantallas de televisión y diarios sensacionalistas del país: suicidio, problemas de salud mental, inestabilidad emocional, etcétera. Ha pasado antes y sucederá conmigo también. Así es como funciona. Debí haberlo previsto.
Pienso en Angélica, mi sobrina, de sólo tres años, y lo divertidas que se ven sus pecas dispersas por sus tiernas mejillas; en Andrea, mi hermana, que estaba a punto de recibirse por fin como enfermera; en Roberto, su esposo, quien se convirtió, sin querer, en el hermano que nunca tuve; en mi madre, postrada en cama, llena de costras, llorando por la noticia que le darán las autoridades apenas se efectúe mi deceso…
Pienso en el sistema podrido y su gran mandíbula capaz de engullirlo todo.
Pienso en cómo sería darle un tiro al jodido hijo de puta allá, en su flamante escritorio guarecido por quienes creen estar protegiendo la ley y la ética de la nación. Pienso en una bala arrancándole todos los sesos, manchando las lujosas paredes de su oficina…
Pienso en…, pero me detengo: oigo un auto detenerse afuera: lo puedo ver a la perfección desde la altura en la que me encuentro: se bajan tres tipos; uno se queda al volante, con el motor encendido. Se escucha el abrir de una puerta abajo, el ascensor cumpliendo su bendita misión unos cuantos metros más allá, el eco de silenciosas pisadas del otro lado, una puerta chirriar lo más sigilosa posible…
Ha llegado la hora y está decidido: al Infierno no me iré solo.

Cuento #7: Un mensaje de Dios



La mujer estaba sobre el estrado, pronunciando su estudiado discurso con media hora de retraso, cosa que, al parecer, a nadie le importaba. El público la miraba embelesada, casi como si no pudieran creer que tenían frente a sus ojos a alguien tan importante como ella. Sus manos se movían con gracia, sus gestos irradiaban una alegría inexistente. A veces la gente aplaudía, a veces mantenían el silencio por no conseguir comprender lo que querían decirles. La mujer los llenó de esperanza, y la gente le creyó como si nada.
Hasta que apareció un hombre de aspecto enfermizo de entre el público. El discurso se detuvo y la mujer lo miró con su ensayada mirada maternal. Le pidió que se acercara. El hombre así lo hizo.
Pero en vez de pronunciar cualquier palabra, el tipo levantó su cabeza con rabia, dejando a la vista una pálida cara de ojos negros y una boca con dos corridas de afilados dientes parecidos a oxidados clavos. Nadie supo qué hacer. Algunos espectadores llegaron a soltar un estúpido: ohhhh, pero nada más. La mujer se quedó quieta, consciente de lo que sucedería a continuación. Los guardaespaldas, como siempre, no reaccionaron a tiempo para hacer nada.
            El hombre tomó a la mujer por los hombros, como si quisiera abrazarla, y acercó su rostro a su oreja.
Este es un mensaje de Dios –le dijo, y entonces hincó sus dientes como clavos en su cuello, arrancando arterías, venas, tejidos, carne y piel. La mujer chilló de un dolor enfermo y electrizante. Nadie dijo ni hizo nada. Todos veían la escena sin poder creerlo. Tanto el público como los televidentes en sus casas se hallaban paralizados, como un conejo que ve su muerte frente a los focos de un auto. 
            El tipo dejó caer el cuerpo moribundo de la mujer, se alzó y gritó.
            –¡ESTE ES UN MENSAJE DE DIOS!
Fue entonces que uno de los guardaespaldas salió de su trance y disparó rápidamente contra el tipo.
            Se necesitaron de nueve disparos para derrumbarlo y dejarlo sin vida.
Cuando se acercaron a él para verlo mejor, pudieron darse cuenta que su boca formaba una ancha sonrisa.