La mujer estaba sobre el estrado,
pronunciando su estudiado discurso con media hora de retraso, cosa que, al
parecer, a nadie le importaba. El público la miraba embelesada, casi como si no
pudieran creer que tenían frente a sus ojos a alguien tan importante como ella. Sus manos
se movían con gracia, sus gestos irradiaban una alegría inexistente. A veces la
gente aplaudía, a veces mantenían el silencio por no conseguir comprender lo
que querían decirles. La mujer los llenó de esperanza, y la gente le creyó como
si nada.
Hasta que apareció un hombre de
aspecto enfermizo de entre el público. El discurso se detuvo y la mujer lo miró
con su ensayada mirada maternal. Le pidió que se acercara. El hombre así lo
hizo.
Pero en vez de pronunciar
cualquier palabra, el tipo levantó su cabeza con rabia, dejando a la vista una
pálida cara de ojos negros y una boca con dos corridas de afilados dientes
parecidos a oxidados clavos. Nadie supo qué hacer. Algunos espectadores
llegaron a soltar un estúpido: ohhhh, pero nada
más. La mujer se quedó quieta, consciente de lo que sucedería a continuación.
Los guardaespaldas, como siempre, no reaccionaron a tiempo para hacer nada.
El hombre tomó a la mujer por los hombros, como si quisiera abrazarla, y acercó
su rostro a su oreja.
–Este es un mensaje de
Dios –le dijo, y entonces hincó sus dientes como clavos en su cuello,
arrancando arterías, venas, tejidos, carne y piel. La mujer chilló de un dolor
enfermo y electrizante. Nadie dijo ni hizo nada. Todos veían la escena sin
poder creerlo. Tanto el público como los televidentes en sus casas se hallaban
paralizados, como un conejo que ve su muerte frente a los focos de un auto.
El tipo dejó caer el cuerpo moribundo de la mujer, se alzó y gritó.
–¡ESTE
ES UN MENSAJE DE DIOS!
Fue entonces que uno de los
guardaespaldas salió de su trance y disparó rápidamente contra el tipo.
Se necesitaron de nueve disparos para derrumbarlo y dejarlo sin vida.
Cuando se acercaron a él para
verlo mejor, pudieron darse cuenta que su boca formaba una ancha sonrisa.