Miro por la ventana de mi
habitación para cerciorarme que no hay nadie en la calle abajo apeándose de
algún auto o una camioneta de aspecto misterioso.
Por fortuna, aún está vacía.
Me seco la traspiración del rostro con mi mano libre, mientras que con la otra
ciño con más fuerza la pistola a mi cuerpo, preparado para actuar en cualquier
momento.
Respiro hondo, y suelto una
bocanada de aire como si fuera la última vez que disfrutara de aquella
sensación tan tranquilizante.
Sinceramente, nunca pensé que
tras investigar aquella importante red internacional de narcotráfico, todas las
pistas me llevarían ante el escritorio de aquel importante Secretario de
Gobierno, el que sonreía siempre ante las cámaras con la mejor de sus caras,
como si nada malo fuera a ocurrir jamás. Juro que nunca, nunca, se me había
llegado a pasar una idea de tal calibre por la cabeza. ¿Cómo podía ser posible
que el mismo tipo que salía en la tele, hablando sobre el bienestar social y
nacional, castigando a jóvenes revolucionarios a punta de juicios magnánimos,
fuera el mismo que se encargaba de ingresar destacamentos de cocaína y pasta base al país? Suponía que esas
cosas sólo sucedían en Europa, o en Estados Unidos, pero jamás en Chile. ¿Cómo
podía ser todo esto verdad?
Supe que algo iba mal con la
investigación cuando las cosas comenzaron a ponerse complicadas, con problemas
que provenían de nuestro alto mando y no de los mismos delincuentes que
buscábamos: nos pusieron trabas, nos advirtieron que dejáramos las cosas tal
como estaban, que era mejor no entrometerse en cosas tan delicadas.
Pero seguimos adelante.
Con Cáceres no dejamos detalle
afuera, unimos cabos sueltos y le pagamos a uno de esos hackers amigos
nuestros para dar con conversaciones guardadas en los computadores requisados
de viejos narcotraficantes capturados. En un principio no pudimos creer que los
enlaces nos llevaran a equipos utilizados dentro del mismo edificio donde se
supone la nación se ordena para el bien común, el mismo que alguna vez fue
destruido para levantar de nuevo a un pueblo sumido en las tinieblas del
populismo barato y sucio; pero fue así.
Hablamos con nuestro jefe dejando
sobre su mesa absolutamente todo lo que sabíamos, con todas aquellas pruebas
capaces de derrumbar todos los cimientos de la gran farsa instalada por los
mismos que decían combatirla con fuego y pasión desde sus asientos. Él nos miró
y nos prometió ayudarnos. Su sonrisa fue franca, casi como la de un padre
orgulloso de los actos de su hijo. Pero debimos sospechar que algo malo ocurría en todo eso.
Lo comprobé cuando Cáceres dejó
de contestar mis llamadas.
Para cuando me dirigía a su casa
para saber qué diantres sucedía con él, supe con lo que me iba a encontrar
mucho antes de atravesar su puerta siquiera.
La entrada estaba entornada
adrede, las cosas adentro revueltas, y Cáceres sentado a la mesa con un gran disparo
en la sien izquierda, con su pistola de servicio encerrada en su mano del mismo
lado…, como si él hubiera sido zurdo toda su vida. Supe entonces que aquello
era un mensaje: era imposible que alguien efectuara un disparo tan devastador
con su mano menos experimentada, menos para darse a sí mismo cuando las cosas
parecían marchar (casi) a la perfección: no habían problemas psicológicos de
por medio, ni familiares, ni de ninguna clase más profunda que yo supiera.
No fui lo bastante obtuso para
comprenderlo todo y saber que yo era el próximo en la lista: nos habían vendido
como la basura condenada que éramos.
No tuve tiempo para preparar
nada, sólo dirigirme a mi departamento y guarecerme hasta que las cosas se
mostraran tal como eran. Podría haber dejado una carta firmada con mi nombre,
detallando todo lo que sabía y así arrastrar conmigo al mayor número de
culpables posibles al profundo abismo al que me encaminaban, pero supe de
inmediato que no serviría de nada: ya tenía visualizados todos los tópicos de
la noticia que iban a aparecer en cada una de las pantallas de televisión y
diarios sensacionalistas del país: suicidio, problemas de salud mental,
inestabilidad emocional, etcétera. Ha pasado antes y sucederá conmigo también.
Así es como funciona. Debí haberlo previsto.
Pienso en Angélica, mi sobrina,
de sólo tres años, y lo divertidas que se ven sus pecas dispersas por sus
tiernas mejillas; en Andrea, mi hermana, que estaba a punto de recibirse por
fin como enfermera; en Roberto, su esposo, quien se convirtió, sin querer, en
el hermano que nunca tuve; en mi madre, postrada en cama, llena de costras,
llorando por la noticia que le darán las autoridades apenas se efectúe mi
deceso…
Pienso en el sistema podrido y su
gran mandíbula capaz de engullirlo todo.
Pienso en cómo sería darle un
tiro al jodido hijo de puta allá, en su flamante escritorio guarecido por
quienes creen estar protegiendo la ley y la ética de la nación. Pienso en una
bala arrancándole todos los sesos, manchando las lujosas paredes de su oficina…
Pienso en…, pero me detengo: oigo
un auto detenerse afuera: lo puedo ver a la perfección desde la altura en la
que me encuentro: se bajan tres tipos; uno se queda al volante, con el motor
encendido. Se escucha el abrir de una puerta abajo, el ascensor cumpliendo su
bendita misión unos cuantos metros más allá, el eco de silenciosas pisadas del
otro lado, una puerta chirriar lo más sigilosa posible…
Ha llegado la hora y está
decidido: al Infierno no me iré solo.