Cuento #55: La gloria



Tratan de ocultar tus arrugas y cicatrices bajo las espesas capas de maquillaje que arrojan sobre ti los chulos que te venden como la puta más barata. Has sido pisoteada, eyaculada en la cara, en las tetas y el culo, y nadie tiene el valor suficiente como para protegerte de los demás que no dejan de denigrarte. Se llenan la boca hablando de lo hermosa que eras cuando joven, de lo bien que bailabas el vals con los caballeros de antaño, pero te regalan en las orgías más indescriptibles aun estando vieja y ajada; porque te han desgastado, te han hecho trizas, te corrompieron con sus sueños de grandeza, de vestirte de plata y lentejuelas, cuando empezaron a cambiar tu austeridad por un pensamiento digno de tu hermana mayor, la ahora sepultada bajo concreto, sueños muertos y un montón de desperdicios. Es por eso que espero tu muerte pronta, sin más sufrimientos. Porque no eres la única, la mujer diosa, sino la puta, la anciana, sin los vestigios de las almas de quienes dieron la vida por ti, los que murieron olvidados por algo que ahora todos sueñan añorar. Lo lamento, en serio. Pero así es la vida: ya ha pasado tu momento. Tu gloria se fue lejos.
            De la joven y serena, ya no queda nada.

Cuento #54: La primera palabra de Isabella



Me estaba vistiendo a eso de las diez de la mañana cuando escuché a mi sobrina de siete meses decir su primera palabra; ¡oh, fue como si me hubieran tocado el corazón!: di un grito de felicidad y me dirigí inmediatamente al patio donde estaban mis padres (mi papá con ella en brazos) celebrándosela.
            Hola –decía con claridad mi sobrina Isabella, moviendo su mano de arriba abajo a modo de saludo; como todos los que la rodeábamos nos reíamos y la felicitábamos, más seguido decía la palabra y hacía el ademán respectivo−. Hola. Hola. Hola.
            Mi papá le dijo a mi mamá:
            −Esto hay que grabarlo –pasándole a mi sobrina para poder sacar el celular de su bolsillo; estaba en eso de activarlo con sus dedos cuando mi sobrina miró al cielo y apuntó a un lejano avión que iba cruzándolo.
            Dijo claramente:
            Avión –y ninguno de nosotros lo pudo creer: ¡además de aprender a saludar, estaba pronunciando ahora una palabra muy difícil para su edad!
            Entonces sentimos (sí, sentimos) cómo algo sobre nosotros estalló de la nada, haciendo vibrar los vidrios y todas las superficies cercanas. 
Mi papá ahogó un insulto y mi mamá, presa del miedo, gritó como una loca cubriendo a mi sobrina por instinto; yo, por mi parte, no necesité mirar hacia arriba para darme cuenta que el avión al que acababa de apuntar la pequeña se había transformado en una espantosa bola de fuego entre las nubes, incinerando a todos sus tripulantes adentro: en vez de eso, no le quité la vista a Isabella en ningún momento; no le quité la vista ni a ella ni a la maléfica sonrisa que tenía clavada en el rostro.