Me estaba vistiendo a eso de
las diez de la mañana cuando escuché a mi sobrina de siete meses decir su
primera palabra; ¡oh, fue como si me hubieran tocado el corazón!: di un grito
de felicidad y me dirigí inmediatamente al patio donde estaban mis padres (mi
papá con ella en brazos) celebrándosela.
−Hola –decía
con claridad mi sobrina Isabella, moviendo su mano de arriba abajo a modo de
saludo; como todos los que la rodeábamos nos reíamos y la felicitábamos, más
seguido decía la palabra y hacía el ademán respectivo−. Hola. Hola. Hola.
Mi papá le dijo a mi mamá:
−Esto hay que grabarlo –pasándole a mi sobrina para poder
sacar el celular de su bolsillo; estaba en eso de activarlo con sus dedos
cuando mi sobrina miró al cielo y apuntó a un lejano avión que iba cruzándolo.
Dijo claramente:
−Avión –y
ninguno de nosotros lo pudo creer: ¡además de aprender a saludar, estaba
pronunciando ahora una palabra muy difícil para su edad!
Entonces sentimos (sí, sentimos) cómo algo sobre nosotros
estalló de la nada, haciendo vibrar los vidrios y todas las superficies cercanas.
Mi papá ahogó
un insulto y mi mamá, presa del miedo, gritó como una loca cubriendo a mi
sobrina por instinto; yo, por mi parte, no necesité mirar hacia arriba para
darme cuenta que el avión al que acababa de apuntar la pequeña se había
transformado en una espantosa bola de fuego entre las nubes, incinerando a todos
sus tripulantes adentro: en vez de eso, no le quité la vista a Isabella en
ningún momento; no le quité la vista ni a ella ni a la maléfica sonrisa que
tenía clavada en el rostro.