Cuento #88: Control de identidad



Lucho, Colorado y Pali se encontraban bebiendo unos cuantos tragos mientras rememoraban historias y anécdotas en el departamento de esta última, cuando a eso de las una con treinta y seis minutos de la madrugada se escuchó un fuerte llamado a la puerta. Extrañados y todo (porque no tenían puesta música a volumen alto ni conversaban a grito pelado como sus vecinos un par de pisos más arriba), decidieron que por cómo la golpeaban, probablemente se trataba de alguna urgencia. Pali, como buena anfitriona, se incorporó no sin cierto desánimo y se encontró con que del otro lado del umbral se encontraba un oficial de Carabineros de contextura delgada, casi huesuda, y con cara de muy pocos amigos.
            −Buenas noches –dijo el hombre con tono formal y frío−. Me gustaría ver la identificación de cada uno de los presentes, por favor.
            Pali lo miró extrañada; sus otros dos amigos escuchaban expectantes desde el vestíbulo.
            −¿Pasa algo malo? –le preguntó ésta.
            −Nada; sólo quiero ver sus identificaciones, por favor.
            La joven tenía la noción que procedimientos como esos no podían realizarse así como así; pero qué va, la justicia nunca era justa, después de todo.
            “Quien nada hace, nada teme”, pensó Pali antes de volver con sus amigos y pedirles sus identificaciones con la intención de hacer aquél trámite lo menos engorroso y rápido posible.
            Milagrosamente sus amigos no dijeron nada insultante mientras rebuscaban sus identificaciones en sus billeteras como acostumbraban hacerlo cuando la policía se los pedía; sin embargo Pali se percató que si mantenían silencio, no era por otra cosa más que por la súbita presencia del oficial en la misma sala que ellos sin haber avisado ni pedido permiso para hacerlo.
            −Tome, aquí están –le dijo la joven pasándole las tres cédulas de identidad.
            El hombre las revisó una por una, como si se tratara de cartas coleccionables, terminando por detenerse en la última. Al principio abrió los ojos como platos, luego la expresión agria de su cara fue demudando hasta convertirse en una llena de felicidad y alegría. Entonces comenzó a reír como si le pagaran por ello. Los tres amigos se miraron sin entender nada.
            −¿Le pasa algo, señor? –le preguntó Pali−. ¿Está bien?
            Pero el hombre, al posar sus ojos sobre ella, volvió a desternillarse de la risa, esta vez mucho más fuerte que la primera.
            −¡Hey, Álvarez! –gritó el oficial hacia la puerta abierta del departamento−. ¡Ven aquí!
            Al cabo de unos segundos apareció otro oficial de Carabineros (más ancho y joven que el primero).
            −Mira esto –le dijo el que lo había llamado, enseñándole la última identificación que había revisado. El otro oficial no tardó en desternillarse de la risa y darse unos cuantos puñetazos en las piernas como si no fuera capaz de resistir tanta alegría en su interior.
            Pali, por supuesto, entendió qué le hacía tanta gracia al par de oficiales.
            Los dos hombres la observaron mordiéndose los labios.
            −¿Es verdad que tu nombre es Ricarda Palomita? –preguntó el más delgado de los dos.
            La aludida sintió que sus mejillas se teñían rojas de rabia y vergüenza. Sus amigos contemplaban la escena sin saber qué decir.
            −Así es –dijo ella, antes que ambos oficiales se partieran de la risa nuevamente.
            −Esto hay que contárselo a los demás –le cuchicheó uno de ellos al otro.
            −Eso está más que claro.
            Pali se aclaró la voz, y con aire envalentonado, les preguntó:
            −¿Me podrían decir qué hacen ustedes aquí, dentro de mi departamento, sin ninguna clase de permiso?
            −Señorita Ri… −iba a decir el primer oficial, pero tuvo que detenerse para enmudecer otro acceso de risa−. Perdón. Señorita Ricarda Palomita: le informo que estamos haciendo un control de identificación. En el edificio del departamento vecino ha ocurrido un asesinato hace una hora y nos dijeron que el homicida debía estar por aquí todavía.
            −¡¿Un homicida?! –repitió Pali alarmada, al igual que Lucho y Colorado−. ¿Están hablando en serio?
            −¿Por qué tendríamos que hablar en broma? –replicó el más gordo de los dos oficiales.
            −¡Porque están aquí −dijo Pali, riéndose como idiotas mientras hay un asesino suelto allá afuera!
            −¡A ver, a ver, un momentito! –dijo el primero de los oficiales−. En primer lugar, no puedes insultarnos. En segundo lugar, somos nosotros quienes tenemos el poder, no ustedes. Y por último, nadie puede llamarse Ricarda Palomita como tú. ¿Acaso tus papás estaban drogados mientras te hacían?
            Su colega rompió a reír por el comentario.
            −Mi abuela se llamaba así –farfulló Pali, furibunda.
            −¡Ves, Álvarez –dijo el mismo oficial−, ahí tienes cuando se mantienen tradiciones familiares: no dejan de arruinar a las futuras generaciones!
            −¡Tienes razón! –dijo el otro−. ¡Tienes razón!
            Por la cabeza de Pali pasó la idea de tomar la botella de vodka que reposaba sobre la mesa tras ella para estrellársela a uno de los oficiales en la cabeza y sacarlos de ahí cuanto antes. Mas por el contrario volvió a aclararse la garganta para preguntarles, calmada:
            −¿Necesitan algo más, caballeros?
            Los oficiales se miraron y Pali pudo ver cómo un extraño brillo se reflejaba en sus ojos.
            −Podrían darnos… −comenzó el más delgado de los dos− un poco de ese vodka que tienen ahí.
            −¿En serio? –espetó Colorado, como si no pudiera creerlo.
            −Ah, por lo visto también puedes hablar –le respondió Álvarez−. Por cierto, quiero mi vodka sin nada más que hielo.
            −Como los hombres, ¿eh? –comentó el otro oficial−. Yo quiero uno igual que mi amigo.
            Pali supuso que aquello debía ser una broma. No podía tratarse de otra cosa.
            −Ustedes deberían estar buscando a un asesino –les dijo Lucho desde su asiento−, no tomándose el vodka de gente como nosotros.
            −¿Y qué clase de gente crees que somos nosotros entonces? –inquirió el primero de los oficiales.
            −Unos que viven a cuestas de los demás, los que de verdad se esfuerzan y hacen las cosas como deberían.
            El oficial lo quedó mirando fijo unos tres segundos antes de acercarse a él y darle un revés con el dorso de su mano; el impacto quedó resonando como un fuerte estallido dentro del vestíbulo.
            −Eso es para que nunca más vuelvas a decir que somos unos parásitos –dijo el hombre, acariciándose la mano. Acto seguido tomó el vaso vacío de Colorado y vertió en él una buena dosis de vodka puro y hielos de una bolsa plástica cercana, para luego echárselo de un trago al cuerpo. Emitió un leve temblor seguido de un carraspeo y volvió a servir otra dosis de vodka en el vaso−. Toma, Álvarez, te toca.
            Álvarez, ni tonto ni perezoso, se acercó a él bajo la atenta y encolerizada mirada de los tres amigos para vaciar el vaso en menos de cuatro segundos.
            −¡Lo que necesitaba! –exclamó éste al finalizar.
            Lucho se acariciaba la mejilla golpeada con aire ausente, mientras Colorado y Pali miraban la escena consternados.
            −¿Ya acabaron? –les dijo ésta apretando los labios.
            El oficial más flaco la observó a los ojos.
            −Yo creo –dijo− que queda suficiente vodka en esta botella como para otros dos tra… −mas su oración se vio interrumpida por un mensaje entrante de su radio.
            “A todas las unidades, por favor volver a la escena del crimen. Repito: a todas las unidades, por favor volver a la escena del crimen. Han visto al presunto homicida cuatro calles más abajo. Repito…”.
            Los oficiales se quedaron mirando por un rato, hasta que Álvarez asintió y el primero que había ingresado al departamento dejó las identificaciones de los amigos sobre la mesa con un sonoro golpe.
            −Bueno, ahora saben que no corren peligro –dijo éste sombríamente−. El asesino se ha ido lejos.
            Pali retrocedió un par de centímetros, temerosa; tenía la vaga idea que los Carabineros se aprovecharían de ellos como sabía lo habían hecho tantas otras veces con jóvenes de su edad. Seguramente Colorado y Lucho pensaban lo mismo.
            −Desafortunadamente nos necesitan con urgencia –continuó el oficial−. No queda otra que irnos.
            El par de oficiales inspeccionó por última vez el vestíbulo y se prepararon para marcharse.
            −Espero no tengamos que vernos nuevamente –anunció el oficial más delgado antes de cerrar la puerta con fuerza.
            Los tres amigos no sabían qué decir al respecto. Ninguno entendía nada.
            Hasta que escucharon algo arañar la parte posterior de la entrada; Lucho, que tenía un perro en su casa, asoció inmediatamente ese sonido al de su mascota cuando quería entrar a la calidez de su hogar.
            Pali, Lucho y Colorado, expectantes, se dirigieron rápidos hasta la puerta en cuestión para ver un papel reposando en el suelo. La primera de ellos lo tomó con cuidado, como si pudiera contagiarle alguna enfermedad peligrosa, y apretó los dientes de profunda rabia al leerlo. Los mismos oficiales que se habían reído de su nombre, golpeado a su amigo y bebido una buena parte de su vodka, acababan ahora de multarles por agresión verbal a dos funcionarios de Carabineros.

¿Qué hacer en caso de...? #8: Arruinar la cuenta de Facebook de tu amigo



Un consejo para arruinar la cuenta abierta de Facebook de tu amigo:
           
        Verificar si tiene amigos no aceptados en su lista de amigos no aceptados.
        Aceptarlos todos y marcharse silbando como si nunca nada hubiera ocurrido.

Microcuento #29: Me gustaría que jamás te fueras



−Eres como el olor de mis peos por la mañana: me gustaría que jamás te fueras de mi lado.
            −Ay, Sofía, ¡eres tan dulce!