Lucho, Colorado y Pali se encontraban bebiendo unos cuantos tragos
mientras rememoraban historias y anécdotas en el departamento de esta última,
cuando a eso de las una con treinta y seis minutos de la madrugada se escuchó un
fuerte llamado a la puerta. Extrañados y todo (porque no tenían puesta música a
volumen alto ni conversaban a grito pelado como sus vecinos un par de pisos más
arriba), decidieron que por cómo la golpeaban, probablemente se trataba de
alguna urgencia. Pali, como buena anfitriona, se incorporó no sin cierto
desánimo y se encontró con que del otro lado del umbral se encontraba un
oficial de Carabineros de contextura delgada, casi huesuda, y con cara de muy
pocos amigos.
−Buenas noches –dijo el hombre con tono formal y frío−. Me
gustaría ver la identificación de cada uno de los presentes, por favor.
Pali lo miró extrañada; sus otros dos amigos escuchaban
expectantes desde el vestíbulo.
−¿Pasa algo malo? –le preguntó ésta.
−Nada; sólo quiero ver sus identificaciones, por favor.
La joven tenía la noción que procedimientos como esos no podían realizarse así como así; pero qué va, la justicia nunca era justa,
después de todo.
“Quien nada hace, nada teme”, pensó Pali antes de volver
con sus amigos y pedirles sus identificaciones con la intención de hacer aquél
trámite lo menos engorroso y rápido posible.
Milagrosamente sus amigos no dijeron nada insultante mientras
rebuscaban sus identificaciones en sus billeteras como acostumbraban hacerlo
cuando la policía se los pedía; sin embargo Pali se percató que si mantenían
silencio, no era por otra cosa más que por la súbita presencia del oficial en
la misma sala que ellos sin haber avisado ni pedido permiso para hacerlo.
−Tome, aquí están –le dijo la joven pasándole las tres
cédulas de identidad.
El hombre las revisó una por una, como si se tratara de
cartas coleccionables, terminando por detenerse en la última. Al principio
abrió los ojos como platos, luego la expresión agria de su cara fue demudando
hasta convertirse en una llena de felicidad y alegría. Entonces comenzó a reír
como si le pagaran por ello. Los tres amigos se miraron sin entender nada.
−¿Le pasa algo, señor? –le preguntó Pali−. ¿Está bien?
Pero el hombre, al posar sus ojos sobre ella, volvió a
desternillarse de la risa, esta vez mucho más fuerte que la primera.
−¡Hey, Álvarez! –gritó el oficial hacia la puerta abierta
del departamento−. ¡Ven aquí!
Al cabo de unos segundos apareció otro oficial de Carabineros
(más ancho y joven que el primero).
−Mira esto –le dijo el que lo había llamado, enseñándole
la última identificación que había revisado. El otro oficial no tardó en
desternillarse de la risa y darse unos cuantos puñetazos en las piernas como si
no fuera capaz de resistir tanta alegría en su interior.
Pali, por supuesto, entendió qué le hacía tanta gracia al
par de oficiales.
Los dos hombres la observaron mordiéndose los labios.
−¿Es verdad que tu nombre es Ricarda Palomita? –preguntó
el más delgado de los dos.
La aludida sintió que sus mejillas se teñían rojas de
rabia y vergüenza. Sus amigos contemplaban la escena sin saber qué decir.
−Así es –dijo ella, antes que ambos oficiales se
partieran de la risa nuevamente.
−Esto hay que contárselo a los demás –le cuchicheó uno de
ellos al otro.
−Eso está más que claro.
Pali se aclaró la voz, y con aire envalentonado, les
preguntó:
−¿Me podrían decir qué hacen ustedes aquí, dentro de mi
departamento, sin ninguna clase de permiso?
−Señorita Ri… −iba a decir el primer oficial, pero tuvo
que detenerse para enmudecer otro acceso de risa−. Perdón. Señorita Ricarda
Palomita: le informo que estamos haciendo un control de identificación. En el
edificio del departamento vecino ha ocurrido un asesinato hace una hora y nos
dijeron que el homicida debía estar por aquí todavía.
−¡¿Un homicida?! –repitió Pali alarmada, al igual que
Lucho y Colorado−. ¿Están hablando en
serio?
−¿Por qué tendríamos que hablar en broma? –replicó el más
gordo de los dos oficiales.
−¡Porque están aquí −dijo Pali−, riéndose como idiotas mientras hay
un asesino suelto allá afuera!
−¡A ver, a ver, un momentito! –dijo el primero de los
oficiales−. En primer lugar, no puedes insultarnos. En segundo lugar, somos
nosotros quienes tenemos el poder, no ustedes. Y por último, nadie puede
llamarse Ricarda Palomita como tú. ¿Acaso tus papás estaban drogados mientras
te hacían?
Su colega rompió a reír por el comentario.
−Mi abuela se llamaba así –farfulló Pali, furibunda.
−¡Ves, Álvarez –dijo el mismo oficial−, ahí tienes cuando
se mantienen tradiciones familiares: no dejan de arruinar a las futuras
generaciones!
−¡Tienes razón! –dijo el otro−. ¡Tienes razón!
Por la cabeza de Pali pasó la idea de tomar la botella de
vodka que reposaba sobre la mesa tras ella para estrellársela a uno de los
oficiales en la cabeza y sacarlos de ahí cuanto antes. Mas por el contrario
volvió a aclararse la garganta para preguntarles, calmada:
−¿Necesitan algo más, caballeros?
Los oficiales se miraron y Pali pudo ver cómo un extraño
brillo se reflejaba en sus ojos.
−Podrían darnos… −comenzó el más delgado de los dos− un
poco de ese vodka que tienen ahí.
−¿En serio? –espetó Colorado, como si no pudiera creerlo.
−Ah, por lo visto también puedes hablar –le respondió
Álvarez−. Por cierto, quiero mi vodka sin nada más que hielo.
−Como los hombres, ¿eh? –comentó el otro oficial−. Yo
quiero uno igual que mi amigo.
Pali supuso que aquello debía ser una broma. No podía
tratarse de otra cosa.
−Ustedes deberían estar buscando a un asesino –les dijo
Lucho desde su asiento−, no tomándose el vodka de gente como nosotros.
−¿Y qué clase de gente crees que somos nosotros entonces?
–inquirió el primero de los oficiales.
−Unos que viven a cuestas de los demás, los que de verdad
se esfuerzan y hacen las cosas como deberían.
El oficial lo quedó mirando fijo unos tres segundos antes
de acercarse a él y darle un revés con el dorso de su mano; el impacto quedó
resonando como un fuerte estallido dentro del vestíbulo.
−Eso es para que nunca más vuelvas a decir que somos unos
parásitos –dijo el hombre, acariciándose la mano. Acto seguido tomó el vaso
vacío de Colorado y vertió en él una
buena dosis de vodka puro y hielos de una bolsa plástica cercana, para luego
echárselo de un trago al cuerpo. Emitió un leve temblor seguido de un carraspeo
y volvió a servir otra dosis de vodka en el vaso−. Toma, Álvarez, te toca.
Álvarez, ni tonto ni perezoso, se acercó a él bajo la
atenta y encolerizada mirada de los tres amigos para vaciar el vaso en menos de
cuatro segundos.
−¡Lo que necesitaba! –exclamó éste al finalizar.
Lucho se acariciaba la mejilla golpeada con aire ausente,
mientras Colorado y Pali miraban la
escena consternados.
−¿Ya acabaron? –les dijo ésta apretando los labios.
El oficial más flaco la observó a los ojos.
−Yo creo –dijo− que queda suficiente vodka en esta
botella como para otros dos tra… −mas su oración se vio interrumpida por un
mensaje entrante de su radio.
“A todas las unidades, por favor volver a la escena del
crimen. Repito: a todas las unidades, por favor volver a la escena del crimen.
Han visto al presunto homicida cuatro calles más abajo. Repito…”.
Los oficiales se quedaron mirando por un rato, hasta que
Álvarez asintió y el primero que había ingresado al departamento dejó las
identificaciones de los amigos sobre la mesa con un sonoro golpe.
−Bueno, ahora saben que no corren peligro –dijo éste
sombríamente−. El asesino se ha ido lejos.
Pali retrocedió un par de centímetros, temerosa; tenía la
vaga idea que los Carabineros se aprovecharían de ellos como sabía lo habían
hecho tantas otras veces con jóvenes de su edad. Seguramente Colorado y Lucho pensaban lo mismo.
−Desafortunadamente nos necesitan con urgencia –continuó
el oficial−. No queda otra que irnos.
El par de oficiales inspeccionó por última vez el
vestíbulo y se prepararon para marcharse.
−Espero no tengamos que vernos nuevamente –anunció el
oficial más delgado antes de cerrar la puerta con fuerza.
Los tres amigos no sabían qué decir al respecto. Ninguno
entendía nada.
Hasta que escucharon algo arañar la parte posterior de la
entrada; Lucho, que tenía un perro en su casa, asoció inmediatamente ese sonido
al de su mascota cuando quería entrar a la calidez de su hogar.
Pali, Lucho y Colorado,
expectantes, se dirigieron rápidos hasta la puerta en cuestión para ver un
papel reposando en el suelo. La primera de ellos lo tomó con cuidado, como si
pudiera contagiarle alguna enfermedad peligrosa, y apretó los dientes de
profunda rabia al leerlo. Los mismos oficiales que se habían reído de su
nombre, golpeado a su amigo y bebido una buena parte de su vodka, acababan ahora
de multarles por agresión verbal a dos funcionarios de Carabineros.