Historia #192: Un sueño con un sueño con un sueño



aún estoy temblando y mis dedos no responden como desearía. para comenzar, les diré que esto no es una historia ni un cuento como los otros: se trata de un sueño que acabo de tener, pero que quiero, necesito ponerlo sobre el blanco y así releerlo a la postre. todavía tengo las imágenes vívidas como el sudor impregnado en mi piyama, y siento escalofríos al volver a ellos –porque ahora que lo pienso, fueron dos en total−. estábamos saliendo de una fiesta cualquiera, con mis amigos, y muchas personas que parecían tan borrachas como nosotros. se me antoja ahora como uno de esos éxodos masivos que realizan los parroquianos cuando cierran un local al finalizar la madrugada, muertos de la risa y hablando incoherencias. el asunto es que caminábamos la mayoría para un lado, por una calle iluminada por la luna –a juzgar por los tonos azulados que presentaban algunas partes húmedas del suelo−, con un par de edificios largos como dedos al frente nuestro. alguien, creo que yo, llevaba una botella de vino medio vacía −¿o estaba llena?− y vimos pasar –no, primero los escuchamos−, giramos nuestras cabezas, y los vimos pasar, aviones de guerra rumbo al otro extremo de la ciudad, un puñado de casas y edificios alzados en una de las caras del puerto. no tardaron en abrir fuego –puntos rojos recortados en el oscuro cielo de la noche− contra ellas. las primeras explosiones nos alertaron que no éstos no eran de nuestro bando −básicamente supimos que no eran nuestros amigos− y así fue que empezó el griterío, los empujones, a cundir la desesperación entre nosotros; yo igual la sentí al ver las explosiones y notar el calor de éstas en mi piel. mis amigos giraron hacia cualquier sitio y salieron corriendo sin que pudiera decidirme a seguir a alguno de ellos. de todas formas no había mucha diferencia entre una cosa y otra: de la ciudad al fondo se veía solo fuego y explosiones, y mirando el cielo, alelado, frío y congelado por el miedo como me encontraba, noté que los aviones ahora circulaban por sobre la calle en que transitábamos. alcancé a apreciar un punto acercándose desde uno de ellos, luego otro, y otro, y desperté asustado en el sillón de mi casa. o lo que en un principio pensé era mi casa: ésta, a diferencia de la en que me encuentro escribiendo esto, contaba con muy poca luz, a pesar de sentir, saber, que era eso del mediodía. cosa curiosa recordar que me encontraba sudado en ese momento al abrir los ojos, digo, mi yo de ese sueño ya se encontraba sudado cuando abrió los ojos y pensó, supo, que esa no era su casa a la vez que sí lo era. el asunto es que me desperecé, sintiendo mi camisa –o mi polera, ya no me acuerdo− pegada a la piel, pensando, recordando, las imágenes de la ciudad destruida, y el fuego, y los aviones. escuché gente afuera, como si conversaran pasando por la calle y me incorporé hallándome en una situación bastante peculiar: el living de mi casa, amplio y penumbroso, era en realidad toda mi casa: sobre mí había solo techo raso, una enorme placa de cemento, y al fondo, donde debería ubicarse la cocina y las demás habitaciones, sólo había una especie de densa oscuridad que no dejaba ver del otro lado; era tanto así, que incluso la mesa donde supongo mi yo de ese sueño comía, parecía partida en dos al hallarse afectada por la negrura espesa, casi materializada. entonces vi aparecer a M. a través de ella, con paso lento casi robótico. tenía los ojos como velados, sombríos e inexpresivos, y así, sin decirme nada, me apuntó con una pistola que sostenía en la mano. estoy seguro que de haber sido la realidad, ésta, nuestra, realidad, M. me habría matado ahí mismo sin muchos problemas, pero le lancé un manotazo y le quité el arma; acto seguido, y sin pensarlo siquiera, abrí fuego contra él. extrañamente los disparos no resonaron en la estancia, y por lo mismo pude escuchar –o sentir, mejor dicho− a dos personas caminando hacia la entrada de mi casa. miré hacia atrás, hacia el sillón donde desperté y la ventana abierta de cortinas blancas ondeantes que la colindaba, y me percaté que la casa donde me encontraba estaba bajo tierra; lo supe porque el antejardín era una pequeña porción de terreno umbrosa, con una escalera de piedra al fondo, coronada por una reja maltrecha y abierta y la luz del día esplendorosa del otro lado. qué raro pensar ahora en esa casa bajo tierra, sin nada de luminosidad y vida; de hecho, recuerdo haber tenido la idea de vivir justamente bajo una calle, a vista y paciencia de todos los que transitaban por ahí cerca. la cosa es que escuché, vi a dos personas bajar por las escaleras, de terno y corbata, con el mismo caminar que M.; me demoré un poco en reconocerlos: las dos personas eran nada más y nada menos que J. y S., quienes en vez de llamar a la puerta con golpes suaves, rompieron la ventana aledaña a ésta con el claro fin de meter la mano y abrirla de mi lado. tenían los ojos velados como los de M. y no dudé en abrir fuego contra ellos al tener noción de sus intenciones. éstos, sin embargo, eran mucho más duros que el primero. lograron abrir la puerta y entrar, dar unos cuantos pasos dentro de mi casa, antes de desplomarse con los cuerpos llenos de balas –gracioso que las balas no se acabaran nunca. me acerqué a ellos para confirmar sus decesos y pensé que qué cosa horrible podía haberles ocurrido para que terminaran así, actuando como poseídos. entonces salí de la casa, casi corriendo, sintiéndome perseguido por alguien, la justicia quizá, y quise que todo terminara en ese momento. temía que me juzgaran injustamente por lo que había hecho, sin saber las verdaderas razones de mis actos. pensaba en huir lejos, perderme en un bosque –que sabía estaba cerca−, cuando sin ninguna clase de aviso, se puso a llover torrencialmente; me encontraba solo en la calle, empapado; motivado por mi instinto miré hacia atrás, hacia mi casa, y vi que ésta se estaba repletando de agua, ingresando por la escalera de piedra y la puerta que había dejado abierta. ahí fue que me di cuenta que algo, tres figuras entre las sombras, comenzaban a alzarse con lentitud. el pulso se me aceleró, me acerqué a la reja –sin bajar por las escaleras− y volví a dispararles aprovechando la distancia. naturalmente no recuerdo cuantos tiros realicé, pero fueron muchos, suficiente como para matarlos unas tres veces a cada uno. las sombras volvieron a ser sombras consumidas por el agua que no le daba tregua a mi hogar y yo volví a sentirme observado, perseguido, sucio. volteé para escapar lejos sólo para encontrarme con un niño de unos cinco años observándome atentamente; parecía concentrado en la pistola que sostenía en mi mano; estaba claro que me había visto utilizándola. y yo, sin saber muy bien qué hacer al respecto, le apunté y… entonces desperté sudado, con el piyama adherido a mi piel, tembloroso, con la necesidad de dejar todo esto sobre el blanco. ahora está oscuro, mi hermana menor duerme en su cuarto –la escucho respirar profundamente−, en el segundo piso, y no se siente más vida que la de aquellos perros que no dejan de enviarse mensajes codificados de casa a casa. releo esto, arreglo algunas cosas –recordando otras− y me percato, al leer las últimas palabras, que mi hermana está ahora durmiendo en casa de una amiga, que esta noche estoy solo en casa y que esas respiraciones profundas no deberían… entonces escucho a alguien bajándose de la cama allá arriba, alguien que deja de dormir y decide comenzar a caminar hacia las escaleras, hacia el primer piso, hacia mi cuarto, y yo no puedo hacer otra cosa más que esperar aquí sentado, temblando, con el piyama sudado, pegado a mi cuerpo, y los dedos que escriben estas palabras temblando.

Historia #191: Subiendo por Colo Colo



Demá’ que no me creen, pero estaba subiendo a pata por Colo Colo (una subida empiná’ que une la zona este de La Serena con su centro) terrible cansa’o, así pal hoyo, cuando vi que en el otro la’o de la calle había un grupo de amigos haciendo de’o pa’ no subir la güeá. Eran dos minas y un loquito; y güeón, una de las minas estaba mostrando las piernas a los autos que pasaban y la güeá; y puta, la loca era terrible bonita, pa’ qué vamos a estar con güeás; estaba muy güena. El asunto es que justo cuando estoy pasando, les para un auto vacío y la loquita que estaba mostrando las piernas me grita: “oye, vente con nosotros”, y ahí caché que estaba terrible curá’, pal hoyo. Y puta, yo ni güeón subir esa güeá de subí’a si me dan la mano pa’ subir en auto, ni güeón. Así que me subo en el auto, el loquito del grupo en el copiloto, la otra mina en la puerta izquierda, la loquita de las piernas al medio y yo pa’ la derecha; el chofer nos saludó y se puso a hablar con el loco senta’o al la’o. Ahí caché al toque que lo’ amigos iban más cura’os que la chucha. ¡La güeá estaba pasá a copete! Pero qué me iba a importar esa güeá, si la loquita que estaba senta’a al la’o mío empezó a tocarme el pico mientras me decía güeás terrible calientes al oído… Y yo, güeón…, pucha, yo estaba en otra, loco, no me di ni cuenta que íbamos en la güeá de auto... Y bueno po’, la loquita viene y me dice: oye, quiero que te corrai dentro mío. Y yo: ya, la media volá’. La mina empieza a meterme la mano por el pantalón y empieza a pajearme, y güeón, la dura, yo pal pico, con los cocos terrible suda’o y güeá, y yo me decía: güeón, tení’ la media suerte, conchetumare. Y cuando pensaba esa güeá, güeón, te lo juro: la loca se pone a chuparme el pico ahí mismo, loco, con la amiga suya güitreando al la’o y el chofer con el amigo de éstas dos agarrando, güeón, y yo: ¡güeón, quién chucha está manejando! El chofer se da cuenta y frena de una, y conchetumare: todo’ no’ hicimo’ recagar adentro; pero pico: el chofer preguntó, pa’l hoyo: ¿están bien?, y todo’ dijimo’: ¡sí!, menos la otra mina que seguía güitreando y que por pura cue’a no le pasó na’. Así que el culia’o vino, pescó el auto y nos llevó detrá’ de una bencinera cerca de mi casa; shh, culiao’, ahí todo’ poniéndole güeno, ¡la locura misma, güeón! No sé cómo no llegaron lo’ pacos y nos metieron preso’: ¡teníamos la media zorra! Hasta que la amiga borracha de estos güeones viene y se pone a gritar que dónde estaba su casa y su mamá, güeás así, y todos tuvimos que parar porque ya era mucho; todos nos desconcentramos con cuática. Así que calabaza calabaza: los cabros se fueron a cuidar a su amiga sin poder carretiar y yo me fui a la mía a terminar unos cuentos y esas güeás maracas mías. El chofer intentó besarme y entrar a mi casa diciéndome que me lo chupaba gratis y güeá, que lo iba a pasar la zorra igual que con la loquita de las piernas, pero yo na’, qué onda, no soy tan fácil como pa’ hacer esas güeás, menos con desconocidos.

Historia #190: Declaración del asesino de la calle Las Petunias



Me dieron ganas de mear y le dije al Mauro: “oye, Mauro, voy a mear”; el culiao’ tosió y me hizo seña pa’ que fuera nomá’. Ya po’, fui al baño y la güeá y estaba esa cortina con el delfín culiao’, con el fondo mora’o y la güeá, ahí, y el delfín como que se movió, así, se lo juro; era como medio loco, como que se movía y no se movía, así y la güeá y me dijo: “ya, culiao’, vo’ tení’ que puro pitiarte a todo’ lo’ culiao’”, chispeando los dedos; se lo juro, papito, esto es verda’. Y ahí, de la na’, apareció una metralleta, así, en el lavamano’ y yo dije: “chá, conchetumare, la media volá’”; papito, se lo juro, todo esto es cierto; pero no sé cómo pesqué la metralleta con la voz del delfín como en la cabeza, así, y sin que pudiera hacer na’, salí a la calle y empecé a…, ya sabe, mi cabo. Lo de la ‘ñora Marta fue un error, ni la vi siquiera, pero lo demás traté de frenarlo; pero el delfín seguía diciéndome en la cabeza: “dispara callao’ nomá’, culiao’”. No entendí na’ hasta ahora; no sé, en realida’ no sé qué me pasó. ¡Pero mi cabo, se lo juro por Diosito lindo y mi mamita que está en el cielo: yo no quise hacer nada, de verdad! ¡Ni siquiera sé de ‘ónde salió la metralleta, si nadie tenía una! ¡No sé, mi cabo, el delfín… todo e’ culpa de ese maldito delfín!

(declaración del asesino de la calle Las Petunias).