Rivera
y Valenzuela esperaban en el lugar que les habían indicado fumando un cigarro.
Estaban nerviosos, asustados.
−¿Seguro que este es el sitio?
–preguntó Valenzuela oteando el paisaje, un terreno eriazo con unas cuantos escombros
(planes pretéritos de propiedades privadas) frente al famoso mirador que le
daba el nombre con el que era conocido.
−Sí, Valenzuela −replicó Rivera, tirando
la colilla de su cigarro al suelo−. Deben haber tenido un retraso, eso es t… ¡Mira,
ahí vienen!
Un pequeño camión militar se acercaba
a ellos por el único y sinuoso camino de tierra transitable. Se estacionó a
unos cuantos metros de los hombres.
−¿Está aquí? −le preguntó Valenzuela al conductor a modo de saludo,
mientras Rivera se acercaba a la parte trasera del vehículo. El conductor se
apeó del camión con esfuerzo y asintió con un leve gesto de la cabeza. Por su
rostro pálido, Valenzuela concluyó que con toda seguridad los rumores eran
ciertos; sin embargo cuando iba a preguntarle cómo se sentía al respecto, una
exclamación ahogada lo desconcentró totalmente. Era Rivera.
−¿Qué suced…? ¡Oh, mierda! −Valenzuela,
apostado al lado de su compañero para ver el interior de la carga, no pudo
evitar sentirse invadido por una fuerte sensación de asco. ¡Dios, era horrible!
¡Era mucho más horrible que todas las otras cosas que había visto en vida hasta
ese momento…!−. No puede ser…
−Mierda…, si es sólo… una niña −balbuceó
Rivera, sin poder creerlo−. Cómo se les ocurre hacer esto.
−Es verdaderamente horrible
−farfulló Valenzuela, impactado−. ¿Están seguros que debemos…, ya saben…?
−Sí, hay que hacerlo, no nos queda
otra. Órdenes son órdenes.
−¡Pero cómo vamos a hacer una cosa
así! –exclamó Valenzuela, salpicando saliva−. ¡Piense en su hija! ¡Usted tiene
una hija de la misma edad, ¿cierto?! ¡Dígame, ¿tiene…? −Mas Valenzuela no logró
terminar su frase: un implacable derechazo de Rivera lo mandó directamente al
suelo, levantando un montón de polvo.
Los
dos, luego, se miraron como si no pudieran explicar lo ocurrido.
Valenzuela se llevó la mano a la boca,
comprobando que estaba rota y llena de sangre.
−Mira, disculpa, no fue mi intención
–se disculpó Rivera con su compañero−. Escuché que hablabas de mi hija y… no
sé… −Le extendió su mano derecha a Valenzuela−. Perdóname. No… no fue mi
intención.
Su compañero continuó mirándolo por
un rato, examinándolo. Al cabo de unos segundos, aceptó su mano para
incorporarse.
Acto seguido, y como si nada hubiera
sucedido, le preguntaron al chofer dónde estaban los explosivos.
−Están ahí, en la carga, con el… ya
saben, la niña.
Rivera y Valenzuela suspiraron al
unísono, y no pudieron evitar sonreír trémulamente por el hecho de haber
coincidido en aquella pequeña y natural muestra de desaliento. Se dedicaron un
gesto afirmativo con la cabeza y Rivera se subió al compartimiento trasero del
camión, ahogando una súbita náusea. Pisaba con meticuloso cuidado, abriendo un
buen trecho entre zancada y zancada. Valenzuela escuchó cómo removía unas cajas
al fondo, viéndolo retroceder luego con ellas a cuestas.
−Por favor –le dijo Rivera a este
último, extendiéndoselas−. Tómalas con cuidado.
Pero Rivera no tenía por qué
decirlo: Valenzuela sabía que cualquier acción en falso con aquellas cajas
haría que no quedaran ni restos para los ataúdes en sus funerales. Un acceso de
vertiginosa culpa le recorrió por el cuerpo al pensar nuevamente en la niña ahí
dentro…
−¡No te vayas a caer! –le espetó
Rivera, saltando de la parte trasera del camión para agarrarlo por el cuello de
su uniforme.
−¡Ya, ya, estoy bien, estoy bien!
–dijo el aludido, posicionándose firme. Apretaba las cajas contra su pecho de
manera tan afanosa, que sentía que los rebordes de éstas le hacían daño en la
carne−. Sólo que pensé en la…
−Está bien, está bien –barbotó
Rivera, cansadamente−. Deja esas cajas ahí, junto a esa piedra. Creo que
tendremos que conversar.
Valenzuela y el conductor lo
observaron sin comprender muy bien a qué se refería éste. Lo vieron sacar un
maltrecho cigarro de su cajetilla y encenderlo como si su vida dependiera de
ello.
−¿Qué quieres decir, Rivera?
−Que no podemos hacerle esto a esta
pobre niña –El aludido aspiró su cigarro con nerviosismo−. Piensen en sus papás,
en lo preocupados que deben estar ahora al no saber nada de su hija, en lo
desdichados que se sentirán cuando por las noches que se aproximan piensen en
ella, preguntándose dónde estará, si tiene frío, hambre allá donde la han
llevado tan lejos de sus brazos… −Rivera hizo una ligera pausa para darle otra
calada a su cigarro. Sus ojos se humedecían lentamente−. No sé, me pongo en el
lugar de sus papás y… bueno, también son humanos; sienten como nosotros, lloran
como nosotros, ríen cuando algo les parece gracioso y aman hacerle el amor a
sus mujeres, tal y como lo hacemos nosotros. Creo que esta guerra nos está
haciendo mal, muy mal.
Valenzuela y el chófer no podían
quitarle la vista a su interlocutor. Sentían una agria sensación de falta
correr por sus extremidades, despiadada. No pudieron evitar recordar a sus
hijos y sobrinos con nudos en la garganta. Rivera tenía razón: la guerra les
estaba nublando la razón, estaba marchitando lo esencial.
−Pero qué haremos –quiso saber el
conductor, demostrando así que coincidía con este último−. Hay que deshacerse
de estos explosivos de alguna manera.
−Quizá sólo deberíamos dejarlos
aquí, desactivados, olvidados –Rivera le dio la última chupada a su cigarro y
lo lanzó lejos−. Nadie viene nunca acá. Si los encuentran, será dentro de mucho
tiempo.
−¿Y la niña? –inquirió Valenzuela.
Rivera dio un par de vueltas sobre
sus pasos, pensativo.
−Se me ocurre que podríamos llevarla
a ese erial de la ciudad, donde todos arrojan sus escombros –dijo.
−¡Pero ahí la descubrirán! –le
refutó el chófer−. La gente no tardará en dar la alarma que encontraron su
cuerpo.
−Eso es justamente lo que quiero
–Rivera miró a sus interlocutores−. ¿Están de acuerdo con esto?
Valenzuela y el conductor asintieron
con parsimonia, mas con decisión.
El chófer les indicó que habían un
par de palas y picotas cerca de donde estaban las cajas de explosivos que les
serían de mucha ayuda. Rivera se ofreció para buscarlas y comenzar con el
trabajo.
El mediodía nublado dio paso a una
tarde despejada totalmente contraria al cariz de los hechos. Para cuando terminaron
de excavar, los hombres se encontraron completamente sudados y exhaustos.
Valenzuela pensó que aquello era mucho mejor que sentir culpa.
−Sólo esperemos que nadie los
encuentre –dijo Rivera, depositando las cajas de explosivos en el hoyo abierto
en la tierra a sus pies.
−O que ellos encuentren a alguien –añadió
Valenzuela.
−Sólo esperemos que queden olvidados
hasta el fin de estos malditos tiempos.
Luego de cubrir el espacio con
tierra, los hombres se sentaron en el suelo a descansar y mirar la puesta de
sol mientras fumaban los últimos cigarros de la cajetilla de Rivera.
−No hay cómo sentir el viento en la
cara –comentó el chófer cerrando sus ojos−. En este lugar me siento rodeado por
él.
−No por nada le dicen La Punta
del Viento –dijo Valenzuela con el amague de una sonrisa, cubriendo su
cigarro con su uniforme.
−La gente y sus nombres tan
originales –dijo Rivera, y todos estallaron en una risa llena de nerviosismo.
Pero una risa era una risa, al final de cuentas, y te hacía sentir entre amigos
o como en casa, no importaba donde estuvieras.
Entonces Rivera pensó en su hija,
con su pelo ondulado oscuro heredado de su madre y los mismos ojos claros suyos
devolviéndole la mirada de esa manera tan inocente y dulce como lo hacía cuando
no sabía algo y se lo preguntaba con su voz aflautada. Pensó en el peso de su
cuerpo cuando era bebé y se arrullaba entre sus brazos, retorciéndose entre los
sueños confusos de sus primeros días. Pensó en eso observando cómo el sol se
perdía en el horizonte para darle paso a la noche, y entonces recordó que su
hija le temía a la oscuridad; Rivera quiso tenerla ahí para abrazarla y darle
toda su protección, decirle que nada malo iba a ocurrir mientras él estuviera
con ella.
Pero antes de llegar a casa, debía
cumplir con una misión muy importante para expiar todos los errores que había
cometido.