La idea era probar el set de campamento que
le habían regalado a su padre en la planta donde trabajaba antes que sucediera
lo del paseo familiar presupuestado para el fin de semana siguiente. Porque la
verdad era que David nunca había acampado al aire libre, lo que le hacía sentir
bastante excitado al respecto…, además de temeroso ante la idea de hacer el
ridículo frente a sus primos quienes, contrastando con su propia y
desafortunada experiencia, ya habían dormido bajo las estrellas un montón de
otras veces como si fuera lo más normal del mundo. Por lo mismo, David no
quería quedar como el idiota de la familia que nunca había pasado más de una
noche al aire libre en su vida: le bastaba con que sus compañeros se lo
refregaran por el rostro cada vuelta a clases, con sus comparaciones molestas y
sus comentarios primitivos y superficiales los primeros días de volver a verse
las caras por el resto del año escolar, para saber que no podría ser capaz de
perder uno de los últimos fines de semana del verano aguantando a sus
hostigosos familiares y sus comentarios mordaces típicos de ellos. Fue por esa
razón, principalmente, que el muchacho decidió aprovechar el sábado previo al
paseo familiar como una oportunidad para marcar un hito en su propia historia,
un determinante antes y después en su corta existencia. Y para eso, se dijo
David, no importaba que el escenario fuera el amplio patio de su propia casa,
ahí entre todas las flores y árboles de su madre, una miserable emulación de la
lejanía de la ciudad y la rutina de la cual todos querían escapar.
Pero lo cierto
era que David ni siquiera tenía noción de cómo armar una simple tienda, por
mucho que había visto a sus tíos y a sus primos levantar las suyas en ocasiones
anteriores. Para cuando el muchacho abrió el estuche plástico que contenía
todas las partes del set de campamento de su padre, la tarde del sábado previo
a la acampada, supo de inmediato que tendría grandes problemas la semana
siguiente si no sabía siquiera para qué servía cada fierro que tenía frente a
sus ojos. Porque los había de todos los tamaños, de distintos aspectos y
formas, con unos que parecían incluso de esos bastones guías que ocupan los no
videntes para transitar por la calle.
Por
lo mismo, ante cualquier duda, y sintiendo la suave presencia de la
desesperación anidar en su pecho, David no dudó en pedirle un poco de ayuda al
dueño de toda esa parafernalia que tenía desparramada por el patio.
Su padre, como
era lógico, sostuvo no saber nada sobre el procedimiento correcto –u oficial,
como él mismo dijo− para alzar una carpa como dicta toda regla, pero de tanto
hacerlo cuando joven, aprendió a llegar al mismo resultado con su propia
variante. Entonces le explicó que algunos fierros eran en realidad estacas que
evitaban que la tienda volara lejos, que esas cosas que parecían bastones guías
para ciegos eran el soporte para que ésta misma no les cayera encima, mientras
dormían, y que la lona plástica que él había encontrado en primera instancia
inútil, tenía la misión de aislarlos del frío por las noches e impedir que
bichos ingresaran al interior de ésta.
David,
sintiéndose un tanto estúpido por recibir una lección tan básica y aprueba de
tontos sobre algo que había observado un puñado de veces −aunque sin prestarle
verdadera atención como para llegar a aprender de ella−, pero también un poco
más tranquilo ahora que estaba al tanto del uso de cada cosa que pasaba por sus
manos, pensó que al final de cuentas levantar tiendas y acampar en ellas era
una actividad sistemática y poco variable muy parecida a andar en una
bicicleta, naturalmente, sin sus ruedas de apoyo. No obstante, por desgracia en
la práctica, el asunto resultaba mucho más engorroso que simplemente
imaginarlo.
−No
desesperes, hijo –le dijo su papá a modo de aliento−. A mí también me complicó
un montón la primera vez que armé una.
Pero por la
cara que tenía luego de transcurridos unos veinticinco minutos desde que
iniciara con su ayuda, David supo que su padre deseaba estar en cualquier lugar
menos ahí, perdiendo el tiempo con el torpe de su hijo, quien ni siquiera
conseguía unir unas cuantas piezas y armar una simple tienda de acampar como
cualquier otro niño de su edad.
−Si no pones
bien esas estacas, probablemente te vueles con carpa y todo por la noche
–comentó su papá, encendiendo un quinto cigarro en lo que iba de tarde con
cierta irritación−. Dale duro con esa piedra, hasta que sólo asome su punta.
Sí, así, eso es. Ahora tienes que cruzar esos dos palos sobre la punta, como si
quisieras formar un iglú… Eso, muy bien, muy bien.
David creyó
por un momento que su papá le estaba tomando el pelo dictándole cada orden como
si lidiara con un niño verdaderamente estúpido, pero una vez que acabó de
levantar la tienda luego de mucho esfuerzo y sudor, presenciándola alzada al
medio del patio como un sombrero puntiagudo de un mago de cuento, supo que de
todas formas su manera de expresarse había valido la pena.
−¿Ves que no
era tan difícil? –comentó su padre, luciendo una expresión mucho más relajada
mientras palmeaba el logotipo de la planta donde trabajaba estampada en un
costado de la tienda. David hizo una mueca, consciente de que en el día del
verdadero paseo familiar no podía cometer las mismas tontas equivocaciones que
había realizado aquella tarde. Probablemente, pensó con ese mismo picor de la
desesperación en su pecho de un principio, tendría que practicar una vez más
antes del otro fin de semana si es que no quería ser el hazmerreír de sus
primos.
Porque David
aún recordaba lo imbécil que le hicieron sentir estos cuando aceptó el verano
pasado que, prácticamente, las únicas experiencias que tenía al aire libre
había sido solo con ellos, una única vez durante el año entero.
El hecho de
que sus primos lo minimizaran por una cosa tan tonta como no acampar
asiduamente o no saber cómo levantar una estúpida tienda le hacía sentir mal,
como si estuviera enfermo. Pero claro: él no podía andar por ahí anunciando
que, a sus diez años, sabía más de sesenta nombres de capitales de países de
todo el mundo, con sus respectivas banderas y todo eso, mientras que ellos ni
siquiera tenían plena consciencia de la tierra que pisaban aun cuando le
superaban incluso en un par de años. Al parecer sucedía que a la gente le
importaba más lo que podías hacer con tus manos, como un simple animal sin
cerebro, que lo que podías albergar y producir con tu mente.
Al avanzar la
tarde, con los tintes deslustrados propios del crepúsculo abarcándolo todo, David
prefirió llevar los huevos revueltos de las onces al patio y comerlos al aire
libre, junto a la carpa, observando cómo las nubes se teñían de negro al
declinar el sol a lo lejos. De seguro era una buena forma para comenzar a
imaginar que se encontraba en otro sitio, muy lejos de la ciudad y todo eso que
la gente como sus familiares detestaba de ella. Como la temperatura bajó unos
cuantos grados perceptibles, David sacó la chaqueta de entre sus cosas ya
guardadas y dispuesta al interior de la tienda, y se quedó sentado afuera,
preguntándose cuál era la verdadera finalidad de pasar una tarde en las afueras
de la civilización, donde todo parecía ser mucho más aburrido y silencioso que
en cualquier otro sitio.
Para eso de
las nueve de la noche, cuando ya empezaban los tediosos y abúlicos noticieros
por la tele, el papá de David salió al patio para preguntarle cómo se
encontraba.
−Sí, todo bien,
papá –le contestó su hijo, levantando la mirada hacia él.
−¿No vas a
querer ir al baño?
−Se supone que
donde iremos no habrá baños, ¿cierto?
−Claro
–respondió su papá, haciendo una ligera mueca−. Pero eso no significa que no
vayas al baño de tu casa si tienes ganas de hacerlo. Te puede hacer mal el
aguantarlo tanto tiempo.
−No te
preocupes. Ya tengo visto cuál será mi baño durante la noche.
El muchacho,
como quien no quiere la cosa, apuntó con la cabeza a un pequeño trozo de pared
del fondo del patio en el que no había rastro alguno de vegetación. Si orinaba
ahí, su madre no tendría razón para castigarlo por arruinar sus plantas.
Su papá rió al
respecto.
−No hay nada
que las plantas necesiten más que una buena rociada de meados.
David sintió
que las mejillas comenzaban a arderle.
−¡No le digas
a mamá, por favor!
−¡Me tratas
como si fuera un traidor! –exclamó su papá, divertido−. ¿Trajiste cosas para
comer por la noche?
−Sí –dijo
David−. Están dentro de la carpa.
−Me temo que
entonces estás listo para tener una aventura de aquellas como un profesional de
las acampadas.
David pensó en
explicarle a su padre (como si necesitara expulsar algo con suma urgencia de su
interior) por qué quería estar completamente preparado para el paseo del fin de
semana siguiente, pero optó por dejarlo pasar y quedarse atragantado con las
palabras que deseaba pronunciar. Lo que menos quería era que su papá pensara
que él no era más que un niño avergonzado de sí mismo, un tonto, egocéntrico,
temeroso y ansioso niño avergonzado de sí mismo…, aunque lo cierto es que por
todo lo que estaba llevando a cabo ese día, éste ya debía de pensar que algo
andaba mal con él.
Su papá se
acercó a su lado.
−Bueno, mañana
tengo un día de aquellos, así que me acostaré temprano. Ya sabes, sólo el Señor
descansa los domingos –El hombre pasó su mano por la cabeza de David, alborotando
su pelo−. Cualquier cosa, ya sabes: sólo debes gritar y probablemente
pensaremos que hay un ladrón en la casa y vendremos inmediatamente a ver cómo
estás.
−No te
preocupes –se despidió su hijo−. Buenas noches.
Luego de unos quince
minutos, cuando su padre ya estaba dentro de la ducha en el piso superior de la
casa, la mamá de David se acercó a su hijo mientras se secaba las manos con un
paño de cocina. Nunca lavaba los utensilios ni platos sucios ocupados
durante las onces hasta que comenzaban las noticias, lo cual le hacía pensar
que su inconsciente, tal vez, las aborreciera muy en el fondo después de todo.
−¿Cómo vas? ¿Tienes
frío? –quiso saber ella.
−No, mamá,
estoy bien.
−¿No tienes
ganas de ir al baño?
−No por ahora.
−¿Tienes
comida?
−Sí, dentro de
la tienda –El muchacho contestó con tono cansado.
−Muy bien
–resopló su mamá−. ¿De seguro no quieres nada?
−No, mamá,
gracias.
−Si necesitas
cualquier cosa, no dudes en llamarnos, ¿ya?
−Está bien.
La mujer se acercó
a su hijo para revolverle el pelo. David pensó que sus padres, sin que al
parecer se dieran cuenta de aquello, ocupaban el mismo y primitivo patrón para
demostrar el afecto que sentían por él.
−Buenas noches
–se despidió ella, antes de dar media vuelta y volver al interior de la casa
haciendo resonar sus pasos en la breve escalinata de la cocina.
David volvió a
la lectura de su cómic iluminado por su linterna de mano con una vaga sensación
de abandono, escuchando cómo su mamá le ponía pestillo a la puerta de la cocina
de seguro de manera instintiva; bueno, sopesó David encogiéndose de hombros, de
todas formas le traía sin cuidado. Es más, y sintiéndose un tanto más decidido
al respecto, él en persona le habría dicho a su padre que hiciera lo mismo para
evitar así la tentación de entrar al ambiente cálido y apacible del baño de la
primera planta cuando le entraran ganas de mear en plena madrugada. Si jugaba a
acampar en su propio patio, entonces que corrieran las mismas leyes que debían
regir en todo lo que se basaba una noche de campamento como tal; y en los
lugares para acampar como tal, obviamente, no habían baños con los mismos lujos
que los de su casa.
Para cuando
sus padres apagaron las luces de su dormitorio, un par de horas después, David
creyó que era el momento de meterse dentro de su saco y vivir otra vez su
reducida experiencia de pernoctar al aire libre como sus primos llevaban
haciéndolo desde hacía quién sabía cuánto.
Mirando el
amplio techo de la tienda, acostado, arrebujado en su saco, con el suave
cosquilleo del frío rodeando su cuerpo, David pensó en lo aburridos que eran
sus padres al presentarle una situación parecida con tan poca frecuencia antes.
Claro, sus tíos y otros familiares les invitaban todos los veranos a ir con
ellos por unos cuantos días a las afueras de la ciudad, donde arrendaban un
terreno capaz de albergarlos a todos sin problemas, pero sus papás siempre
terminaban por mostrarse indispuestos ante la idea argumentando con mentiras
diversos viajes inesperados, vacaciones fuera de la región, o enfermedades
repentinas que atacaban fulminantemente por turnos a uno de ellos.
Hasta que
David, un par de semanas después que terminaran sus clases, durante un almuerzo
del fin de semana, tuvo las agallas suficientes para preguntarles por qué
siempre terminaban por hacer lo mismo.
−¿A qué te
refieres, David? –quiso saber su mamá.
−A que siempre
que mis tíos nos invitan a acampar –respondió éste−, ustedes terminan diciendo
una mentira para quedarnos, con suerte, un solo día con ellos de los muchos que
podemos pasar ahí, o simplemente para no hacerlo. ¡Ni siquiera salimos de
vacaciones!
Sus padres se
miraron mutuamente.
−Pensamos que
no te gustaba dormir al aire libre –respondió su papá−. Como siempre pasas
conectado al celular…
−Siempre que
vuelvo a clases de vacaciones, tengo que escuchar cómo mis demás compañeros
salen por ahí a acampar con sus familias, contando cosas geniales que les
suceden durante la noche. Soy uno de los pocos que se tiene que quedar callado
porque en realidad pasó la mayoría del verano encerrado aquí, en su casa.
−Oh… −susurró
su mamá, con dejo afectado−. No creímos que te importara tanto.
Pero le
importaba…, al menos en un principio. Porque ahora que estaba acostado ahí,
solo con sus pensamientos, el aire estival nocturno soplando del otro lado de
la tela de la tienda, el ruido de los autos a lo lejos (como si de verdad
estuviera lejos de la ciudad), el acto de acampar sin tener acceso a Internet
ni a otra de sus entretenciones rutinarias le parecía insufrible. Quizá tenía
sentido para algunos, pensó removiéndose a su derecha, sintiendo cómo una
piedra en el suelo se hundía levemente en una de sus costillas. Quizá tenía
sentido para aquéllos que estaban hartos del Internet, los automóviles, los
celulares y los computadores, pero para él, que sentía cierto cariño por todo
lo anterior, desafortunadamente, no.
Mientras
manoseaba la idea de llevar su Nintendo DS para el paseo familiar del próximo
fin de semana, y sin ninguna clase de aviso previo, David sintió una suave
vibración agitar la superficie de la tienda, como si el viento soplara sobre
ella para luego desatarse en un abrupto remezón, asustándolo de muerte. David no
pudo evitar permanecer con la sensación de tener el corazón atascado en su
garganta: de alguna manera, el sentir que ocurrían cosas sin poder llegar a
verlas, le ponía los nervios de punta, sobre todo si este fenómeno sucedía
principalmente a causa del viento. Nunca había logrado saber por qué, pero
David odiaba cuando el viento se ponía a soplar fuerte y hacía que los
elementos adquirieran un aspecto y cualidades distintas de las que tenían sin
su tormentoso efecto.
Sin embargo, y
para colmo suyo, el viento continuó remeciendo la tienda por todos sus flancos,
como si estuviera empecinado en derrumbarla a toda costa. David pensó –o
esperó, mejor dicho− que pronto pasaría, como pasaba con todo en la naturaleza.
Pero a medida que avanzaban los segundos, el azote de la potente brisa también
hacía suyo.
Abrumado por
el probable desarme de la tienda y la posterior caída sobre su persona, David
salió a gatas de ésta lo más rápido que pudo para llamar a sus padres y
pedirles que le abrieran la puerta para entrar con sus pertenencias y ponerse a
resguardo.
Su sorpresa
fue mayúscula, no obstante, al darse cuenta que afuera la noche era fresca y
tranquila, ni luces de una ventisca capaz de derribar su carpa. David,
confundido y paralizado, no entendía qué diablos acababa de suceder.
El muchacho
intentó dar con una respuesta clara para el suceso, mas no había lógica alguna
en ello. Quizá el viento amainó justo en el momento en que salía de la tienda,
como cuando ibas de compras con tus padres todo abrigado, después de presenciar
un día nublado por la ventana, para luego encontrarse, minutos más tarde, con
un sol horroroso golpeándole desde lo más alto del cielo. Pero bueno, si se
trataba de algo de ese estilo, probablemente volvería a ocurrir dentro de poco.
Por lo mismo,
David se dirigió al espacio sin vegetación del patio que le había indicado
antes a su padre, se desabrochó el pantalón de su piyama con manos temblorosas
y, procurando no mear sus pies descalsos, orinó contra la pared que tenía al
frente, despejando tanto su vejiga como su mente del susto que acababa de
recibir.
Sin embargo,
mientras meaba, por un breve momento, David se sintió observado, acechado, como
si las sombras hubieran cobrado vida en cada rincón oscuro del patio.
Calma, tonto,
se dijo el muchacho, sintiendo un leve estremecimiento correr por su espalda,
es sólo el viento. Acto seguido, tratando de mantener la compostura –sabedor
que no podría andar con un ánimo tan alterado para cuando acampara con sus
demás familiares–, David abrochó el único botón de su piyama y optó por esperar
un rato a que sucediera el mismo fenómeno que le había dado aquel susto de
muerte. Mas el viento permaneció igual de apacible que hasta ese momento.
Alzándose
inconscientemente de hombros, David se secó las manos en los pantalones de su piyama
y volvió al interior de la tienda, donde demoró unos cuantos segundos en
acostumbrarse a la oscuridad y encontrar la cabecera de su saco de dormir.
Cuando volvió
a adentrarse en ella, no obstante, para mal de males, el viento regresó de la
misma manera que se había ido, aunque ahora con una fuerza mucho más violenta
que antes, recordándole a David aquella lluvia de dos días de duración que
azotó la región hacía unos cinco o seis meses, unas semanas antes que acabara
el invierno recién pasado. Aquella vez la lluvia estuvo acompañada de vientos
fuertes e impetuosos que arrancaron unos cuantos árboles de cuajo e hicieron
que los techos de unos cuantos vecinos volaran lejos, produciendo daño incluso
en otras casas.
David se
sentía igual que en aquella ocasión, a diferencia que ahora se hallaba
completamente solo en una tienda levantada en medio del patio de su hogar, y no
en su cálido interior, viendo cómo afuera el tormentoso viento parecía querer
arrasar con todo a su paso.
Entonces, y
sin poder controlar un escalofrío sacudir su cuerpo entero, David se dio cuenta
que en realidad no era aire el que
golpeaba su tienda, sino lo que parecían ser manos de muchos niños –a juzgar
por la estatura−, molestosos y furibundos; sin conseguir explicarse cómo podía
ser posible lo que estaba viendo, David presenciaba palmas y puños marcándose furiosamente
contra la tela de ésta, como si sus dueños estuvieran rodeándola.
El muchacho no
sabía qué hacer, no sabía qué decir para que los niños afuera de la tienda le
dejaran en paz de una vez por todas. David intentó gritar una vez, dos, tres
veces, pero la voz no le salía a pesar de todos sus esfuerzos; era como si sus
cuerdas vocales se hubieran inmovilizado por completo.
No fue hasta
que las paredes de la tienda volvieron a la normalidad –así, como si nada–, que
David pudo hallar la fuerza suficiente para imponerse ante su propia mudez y
llamar a sus padres a gritos, como si la fuerza extraña que impedía que
pronunciara cualquier palabra se hubiera esfumado con su mal y todo en menos de
un segundo.
–¡PAPÁ, MAMÁ!
Encerrado en
la tienda, todo nervios y a oscuras como se encontraba, al muchacho le asaltaba
la sensación de estar totalmente solo en el mundo, como si en realidad no
hubiera más vida afuera de ella; pero era tonto pensar algo así: porque
entonces ¿quién (o quiénes) alborotaban tanto la paz de su noche de sábado?
Mis primos,
pensó el muchacho de repente, sintiendo cómo su temor se trocaba sin muchos
artificios en rabia pura. ¡Claro, debían de ser ellos!: de alguna manera se
habían enterado de su plan estúpido para no hacer el ridículo frente a ellos la
semana que venía y se le habían adelantado con un paso agigantado, buscando
humillarlo a como diera lugar, incluso en su propia casa. Tal vez su padre sí
fuera un traidor después de todo, y si bien no había advertido a su esposa que
su hijo le mearía las plantas como tanto temía y detestaba, quizá sí hubiera
hecho un tanto similar con sus sobrinos. David no pudo evitar imaginarlo
llamándolos uno a uno por teléfono, mientras miraba la carpa alzada afuera, en
el patio, por la ventana de su habitación con una sonrisa estampada en la cara.
David apretó
los dientes y sus manos, algo furibundo. Claro, de seguro todo eso no era más
que obra de sus primos que querían asustarlo de muerte como habían planeado
hacerlo el fin de semana siguiente, cuando sus padres estuvieran dormidos y sin
ánimos de auxiliar a ningún niño tonto.
–¡Los tengo,
idiotas! –exclamó David al salir de la tienda, triunfal. El muchacho imaginó a
sus primos correr en distintas direcciones por el patio para no ser
descubiertos, riendo entre dientes, totalmente divertidos.
Pero tal como ocurrió
en la primera oportunidad, afuera de la tienda no había absolutamente nadie, ni
siquiera la sombra de un muchacho de su edad corriendo por ahí para ponerse a
resguardo de su vista, ni siquiera un atisbo de que el viento soplara con la
misma fuerza que había sentido cuando estaba adentro de ella.
David no
conseguía explicárselo: en un comienzo, no supo hacer otra cosa más que
simplemente quedarse ahí, mirando la tienda al medio del patio sin entender qué
pasaba. Dadas las condiciones, David sabía que toda aquella actividad contra su
carpa no podía ser obra del viento por nada del mundo: de sólo recordar las
manos que había visto marcarse contra ella, le quedaba claro que eso era algo
absolutamente imposible.
Así fue que pensó
en volver a llamar a sus padres, decirles que afuera hacía mucho frío y que no
quería resfriarse, o que simplemente tenía que hacer del dos en el baño, cosa
que no podía permitirse entre las plantas y flores de su madre. Pero cuando
estuvo a punto de gritar en dirección al cuarto de sus padres, la tienda volvió
a moverse, vibrar por todos sus contornos, como si alguien la golpeara ahora
desde adentro.
David se dijo
que eso era absurdo, completamente irracional, mientras sus ojos le informaban
de todo lo contrario. Alguien, sí, alguien estaba atrapado dentro, y al parecer
deseaba salir de ahí a toda costa a juzgar por sus movimientos frenéticos.
Sin pensarlo
dos veces, y sintiendo que su corazón latía desbocado contra su pecho, David se
acercó a la puerta de la cocina sin quitarle la vista a la carpa, observando
cómo los movimientos del interior se detenían de sopetón para dar lugar a un
suceso aún más extraño: de la entrada de la tienda, rompiendo toda lógica de la
materia tangible, aparecía lentamente un figura oscura y pequeña, caminando a
cuatro patas como un animal; tenía la cabeza gacha, y a juzgar por el sonido
que producía el pasto debajo suyo, parecía estar chorreando pesados trozos de
materia negra y fangosa. La cosa, o lo que fuera que tenía frente a sus ojos,
parecía estar derritiéndose.
Entonces la
figura se levantó y empezó a caminar en dirección a David, como si supiera
inmediatamente su ubicación, extendiendo ambas manos en su dirección. La cosa emitía
unos gorjeos duros y asquerosos, como los de alguien ahogándose en el agua, o
en un pantano, considerando la apariencia asquerosa que ofrecía.
La espalda de
David dio con la puerta de la cocina, haciendo que éste diera un brusco respingo;
no recordaba en qué instante había subido los escasos escalones hasta ella sin
tropezar ni caer de espaldas, lo cual era todo un milagro. Y así, sin quitarle
la vista de encima a la cosa viscosa aparecida de su tienda caminando hacia él,
David tanteó en busca del pomo de la puerta de la cocina con su mano izquierda;
su cuerpo temblaba frenético, mientras que su voz parecía haber vuelto a la
misma mudez que hacía unos minutos atrás.
Fue una
verdadera suerte que la puerta se abriera tras su espalda sin mayores
problemas, y a pesar de que recordaba vagamente haber escuchado a su mamá
ponerle seguro a ésta, no dudó ni un instante en girar sobre sus talones y
correr por la cocina de la casa apenas con el cuidado suficiente para no
resbalar por culpa de sus pies descalzos.
El interior de
la casa se hallaba sumido en una negrura profunda que alteró aún más los
nervios del muchacho, haciéndole imaginar que la figura humana y viscosa que
acababa de presenciar en el patio podía aparecerle desde cualquier ámbito de
ésta, tomarlo por los hombros y terminar por fundirse en uno con su cuerpo. Por
la misma razón no dudó en subir rápidamente la escalera en dirección a la
habitación de sus padres para remecerlos, despertarlos y contarles la pesadilla
que había vivido allá afuera.
Por fortuna,
David sintió que la suerte no le había abandonado del todo al ver la típica luz
acuosa del televisor encendido en una habitación a oscuras salir por el
resquicio posterior de la puerta de sus padres, como si le invitara a ingresar
al único lugar seguro de toda la casa.
David se
encontraba al borde del llanto cuando abrió la puerta de un golpe llamando a
sus padres con voz cascada.
–¡Papá, mamá! –gritó
perdiendo toda la compostura que había mantenido durante toda esa tarde de
sábado. Sabía que su papá se levantaría de la cama a regañadientes, rumiando
comentarios pésimos contra él y el hecho de que no lo dejaran descansar cuando
al día siguiente debía trabajar temprano, aun tratándose de un día domingo,
pero verlo caminar por ahí, impertérrito, para terminar diciendo que en el
patio nunca hubo nada raro, que todo se debía a su imaginación y a los
estímulos que recibía por el uso excesivo de su celular, le sentaría como un
verdadero bálsamo. En realidad, eso era lo único que necesitaba.
Pero sus
padres no estaban sobre su cama como él hubiera deseado o llegado a imaginar:
en primer lugar, no se hallaban acostados, sino que parecían encontrarse
arrodillados sobre ella, como si estuvieran rezando juntos, tomados de la mano
a la usanza religiosa; y en segundo lugar, sobre sus cuerpos incorporados había
una sábana blanca cubriéndolos que no dejaba de reflejar las interminables
imágenes que salían del televisor encendido en completo silencio.
David pensó en
preguntarles qué les ocurría, por qué se encontraban en aquella extraña
posición cuando oyó los pasos subir ruidosamente por la escalera detrás suyo,
como si alguien en no muy buen estado intentara no caerse por ellas.
Entonces los
cuerpos bajo la sábana blanca se removieron en su sitio, frente a sus ojos,
como si hubieran sufrido un breve espasmo o hubieran estornudado sin meter
ruido; sin embargo, y acto seguido, no tardaron en comenzar a gorjear como si estuvieran
ahogándose con alguna porquería atascada horriblemente en sus gargantas,
llenando la estancia con sus ruidos.
El muchacho,
totalmente paralizado y mudo por el terror, vio cómo un par de manos oscuras y
viscosas, como la brea recién preparada, se arrastraban por debajo del borde de
la sábana blanca que los cubría –de repente ennegrecida por la súbita
transformación de los cuerpos en su interior–, lentas, seguras de que no
fallarían, en su dirección, totalmente dispuestas a apresarlo y callarlo para
siempre.
Su último pensamiento
cuerdo fue que de haber permanecido en el interior de la tienda levantada allá
afuera, en el patio, tal vez el final de ese sábado de verano fuera uno
completamente muy distinto del que estaba a punto de llegar a su término.