Cuento #71: Adentro. Afuera

La idea era probar el set de campamento que le habían regalado a su padre en la planta donde trabajaba antes que sucediera lo del paseo familiar presupuestado para el fin de semana siguiente. Porque la verdad era que David nunca había acampado al aire libre, lo que le hacía sentir bastante excitado al respecto…, además de temeroso ante la idea de hacer el ridículo frente a sus primos quienes, contrastando con su propia y desafortunada experiencia, ya habían dormido bajo las estrellas un montón de otras veces como si fuera lo más normal del mundo. Por lo mismo, David no quería quedar como el idiota de la familia que nunca había pasado más de una noche al aire libre en su vida: le bastaba con que sus compañeros se lo refregaran por el rostro cada vuelta a clases, con sus comparaciones molestas y sus comentarios primitivos y superficiales los primeros días de volver a verse las caras por el resto del año escolar, para saber que no podría ser capaz de perder uno de los últimos fines de semana del verano aguantando a sus hostigosos familiares y sus comentarios mordaces típicos de ellos. Fue por esa razón, principalmente, que el muchacho decidió aprovechar el sábado previo al paseo familiar como una oportunidad para marcar un hito en su propia historia, un determinante antes y después en su corta existencia. Y para eso, se dijo David, no importaba que el escenario fuera el amplio patio de su propia casa, ahí entre todas las flores y árboles de su madre, una miserable emulación de la lejanía de la ciudad y la rutina de la cual todos querían escapar.
Pero lo cierto era que David ni siquiera tenía noción de cómo armar una simple tienda, por mucho que había visto a sus tíos y a sus primos levantar las suyas en ocasiones anteriores. Para cuando el muchacho abrió el estuche plástico que contenía todas las partes del set de campamento de su padre, la tarde del sábado previo a la acampada, supo de inmediato que tendría grandes problemas la semana siguiente si no sabía siquiera para qué servía cada fierro que tenía frente a sus ojos. Porque los había de todos los tamaños, de distintos aspectos y formas, con unos que parecían incluso de esos bastones guías que ocupan los no videntes para transitar por la calle.
            Por lo mismo, ante cualquier duda, y sintiendo la suave presencia de la desesperación anidar en su pecho, David no dudó en pedirle un poco de ayuda al dueño de toda esa parafernalia que tenía desparramada por el patio.
Su padre, como era lógico, sostuvo no saber nada sobre el procedimiento correcto –u oficial, como él mismo dijo− para alzar una carpa como dicta toda regla, pero de tanto hacerlo cuando joven, aprendió a llegar al mismo resultado con su propia variante. Entonces le explicó que algunos fierros eran en realidad estacas que evitaban que la tienda volara lejos, que esas cosas que parecían bastones guías para ciegos eran el soporte para que ésta misma no les cayera encima, mientras dormían, y que la lona plástica que él había encontrado en primera instancia inútil, tenía la misión de aislarlos del frío por las noches e impedir que bichos ingresaran al interior de ésta.
David, sintiéndose un tanto estúpido por recibir una lección tan básica y aprueba de tontos sobre algo que había observado un puñado de veces −aunque sin prestarle verdadera atención como para llegar a aprender de ella−, pero también un poco más tranquilo ahora que estaba al tanto del uso de cada cosa que pasaba por sus manos, pensó que al final de cuentas levantar tiendas y acampar en ellas era una actividad sistemática y poco variable muy parecida a andar en una bicicleta, naturalmente, sin sus ruedas de apoyo. No obstante, por desgracia en la práctica, el asunto resultaba mucho más engorroso que simplemente imaginarlo.
−No desesperes, hijo –le dijo su papá a modo de aliento−. A mí también me complicó un montón la primera vez que armé una.
Pero por la cara que tenía luego de transcurridos unos veinticinco minutos desde que iniciara con su ayuda, David supo que su padre deseaba estar en cualquier lugar menos ahí, perdiendo el tiempo con el torpe de su hijo, quien ni siquiera conseguía unir unas cuantas piezas y armar una simple tienda de acampar como cualquier otro niño de su edad.
−Si no pones bien esas estacas, probablemente te vueles con carpa y todo por la noche –comentó su papá, encendiendo un quinto cigarro en lo que iba de tarde con cierta irritación−. Dale duro con esa piedra, hasta que sólo asome su punta. Sí, así, eso es. Ahora tienes que cruzar esos dos palos sobre la punta, como si quisieras formar un iglú… Eso, muy bien, muy bien.
David creyó por un momento que su papá le estaba tomando el pelo dictándole cada orden como si lidiara con un niño verdaderamente estúpido, pero una vez que acabó de levantar la tienda luego de mucho esfuerzo y sudor, presenciándola alzada al medio del patio como un sombrero puntiagudo de un mago de cuento, supo que de todas formas su manera de expresarse había valido la pena.
−¿Ves que no era tan difícil? –comentó su padre, luciendo una expresión mucho más relajada mientras palmeaba el logotipo de la planta donde trabajaba estampada en un costado de la tienda. David hizo una mueca, consciente de que en el día del verdadero paseo familiar no podía cometer las mismas tontas equivocaciones que había realizado aquella tarde. Probablemente, pensó con ese mismo picor de la desesperación en su pecho de un principio, tendría que practicar una vez más antes del otro fin de semana si es que no quería ser el hazmerreír de sus primos.
Porque David aún recordaba lo imbécil que le hicieron sentir estos cuando aceptó el verano pasado que, prácticamente, las únicas experiencias que tenía al aire libre había sido solo con ellos, una única vez durante el año entero.
El hecho de que sus primos lo minimizaran por una cosa tan tonta como no acampar asiduamente o no saber cómo levantar una estúpida tienda le hacía sentir mal, como si estuviera enfermo. Pero claro: él no podía andar por ahí anunciando que, a sus diez años, sabía más de sesenta nombres de capitales de países de todo el mundo, con sus respectivas banderas y todo eso, mientras que ellos ni siquiera tenían plena consciencia de la tierra que pisaban aun cuando le superaban incluso en un par de años. Al parecer sucedía que a la gente le importaba más lo que podías hacer con tus manos, como un simple animal sin cerebro, que lo que podías albergar y producir con tu mente.
Al avanzar la tarde, con los tintes deslustrados propios del crepúsculo abarcándolo todo, David prefirió llevar los huevos revueltos de las onces al patio y comerlos al aire libre, junto a la carpa, observando cómo las nubes se teñían de negro al declinar el sol a lo lejos. De seguro era una buena forma para comenzar a imaginar que se encontraba en otro sitio, muy lejos de la ciudad y todo eso que la gente como sus familiares detestaba de ella. Como la temperatura bajó unos cuantos grados perceptibles, David sacó la chaqueta de entre sus cosas ya guardadas y dispuesta al interior de la tienda, y se quedó sentado afuera, preguntándose cuál era la verdadera finalidad de pasar una tarde en las afueras de la civilización, donde todo parecía ser mucho más aburrido y silencioso que en cualquier otro sitio.
Para eso de las nueve de la noche, cuando ya empezaban los tediosos y abúlicos noticieros por la tele, el papá de David salió al patio para preguntarle cómo se encontraba.
−Sí, todo bien, papá –le contestó su hijo, levantando la mirada hacia él.
−¿No vas a querer ir al baño?
−Se supone que donde iremos no habrá baños, ¿cierto?
−Claro –respondió su papá, haciendo una ligera mueca−. Pero eso no significa que no vayas al baño de tu casa si tienes ganas de hacerlo. Te puede hacer mal el aguantarlo tanto tiempo. 
−No te preocupes. Ya tengo visto cuál será mi baño durante la noche.
El muchacho, como quien no quiere la cosa, apuntó con la cabeza a un pequeño trozo de pared del fondo del patio en el que no había rastro alguno de vegetación. Si orinaba ahí, su madre no tendría razón para castigarlo por arruinar sus plantas.
Su papá rió al respecto.
−No hay nada que las plantas necesiten más que una buena rociada de meados.
David sintió que las mejillas comenzaban a arderle.
−¡No le digas a mamá, por favor!
−¡Me tratas como si fuera un traidor! –exclamó su papá, divertido−. ¿Trajiste cosas para comer por la noche?
−Sí –dijo David−. Están dentro de la carpa.
−Me temo que entonces estás listo para tener una aventura de aquellas como un profesional de las acampadas.
David pensó en explicarle a su padre (como si necesitara expulsar algo con suma urgencia de su interior) por qué quería estar completamente preparado para el paseo del fin de semana siguiente, pero optó por dejarlo pasar y quedarse atragantado con las palabras que deseaba pronunciar. Lo que menos quería era que su papá pensara que él no era más que un niño avergonzado de sí mismo, un tonto, egocéntrico, temeroso y ansioso niño avergonzado de sí mismo…, aunque lo cierto es que por todo lo que estaba llevando a cabo ese día, éste ya debía de pensar que algo andaba mal con él. 
Su papá se acercó a su lado.
−Bueno, mañana tengo un día de aquellos, así que me acostaré temprano. Ya sabes, sólo el Señor descansa los domingos –El hombre pasó su mano por la cabeza de David, alborotando su pelo−. Cualquier cosa, ya sabes: sólo debes gritar y probablemente pensaremos que hay un ladrón en la casa y vendremos inmediatamente a ver cómo estás.
−No te preocupes –se despidió su hijo−. Buenas noches.
Luego de unos quince minutos, cuando su padre ya estaba dentro de la ducha en el piso superior de la casa, la mamá de David se acercó a su hijo mientras se secaba las manos con un paño de cocina. Nunca lavaba los utensilios ni platos sucios ocupados durante las onces hasta que comenzaban las noticias, lo cual le hacía pensar que su inconsciente, tal vez, las aborreciera muy en el fondo después de todo.
−¿Cómo vas? ¿Tienes frío? –quiso saber ella.
−No, mamá, estoy bien.
−¿No tienes ganas de ir al baño?
−No por ahora. 
−¿Tienes comida?
−Sí, dentro de la tienda –El muchacho contestó con tono cansado.
−Muy bien –resopló su mamá−. ¿De seguro no quieres nada?
−No, mamá, gracias.
−Si necesitas cualquier cosa, no dudes en llamarnos, ¿ya?
−Está bien.
La mujer se acercó a su hijo para revolverle el pelo. David pensó que sus padres, sin que al parecer se dieran cuenta de aquello, ocupaban el mismo y primitivo patrón para demostrar el afecto que sentían por él.
−Buenas noches –se despidió ella, antes de dar media vuelta y volver al interior de la casa haciendo resonar sus pasos en la breve escalinata de la cocina.
David volvió a la lectura de su cómic iluminado por su linterna de mano con una vaga sensación de abandono, escuchando cómo su mamá le ponía pestillo a la puerta de la cocina de seguro de manera instintiva; bueno, sopesó David encogiéndose de hombros, de todas formas le traía sin cuidado. Es más, y sintiéndose un tanto más decidido al respecto, él en persona le habría dicho a su padre que hiciera lo mismo para evitar así la tentación de entrar al ambiente cálido y apacible del baño de la primera planta cuando le entraran ganas de mear en plena madrugada. Si jugaba a acampar en su propio patio, entonces que corrieran las mismas leyes que debían regir en todo lo que se basaba una noche de campamento como tal; y en los lugares para acampar como tal, obviamente, no habían baños con los mismos lujos que los de su casa.
Para cuando sus padres apagaron las luces de su dormitorio, un par de horas después, David creyó que era el momento de meterse dentro de su saco y vivir otra vez su reducida experiencia de pernoctar al aire libre como sus primos llevaban haciéndolo desde hacía quién sabía cuánto.
Mirando el amplio techo de la tienda, acostado, arrebujado en su saco, con el suave cosquilleo del frío rodeando su cuerpo, David pensó en lo aburridos que eran sus padres al presentarle una situación parecida con tan poca frecuencia antes. Claro, sus tíos y otros familiares les invitaban todos los veranos a ir con ellos por unos cuantos días a las afueras de la ciudad, donde arrendaban un terreno capaz de albergarlos a todos sin problemas, pero sus papás siempre terminaban por mostrarse indispuestos ante la idea argumentando con mentiras diversos viajes inesperados, vacaciones fuera de la región, o enfermedades repentinas que atacaban fulminantemente por turnos a uno de ellos.
Hasta que David, un par de semanas después que terminaran sus clases, durante un almuerzo del fin de semana, tuvo las agallas suficientes para preguntarles por qué siempre terminaban por hacer lo mismo.
−¿A qué te refieres, David? –quiso saber su mamá.
−A que siempre que mis tíos nos invitan a acampar –respondió éste−, ustedes terminan diciendo una mentira para quedarnos, con suerte, un solo día con ellos de los muchos que podemos pasar ahí, o simplemente para no hacerlo. ¡Ni siquiera salimos de vacaciones!
Sus padres se miraron mutuamente.
−Pensamos que no te gustaba dormir al aire libre –respondió su papá−. Como siempre pasas conectado al celular…
−Siempre que vuelvo a clases de vacaciones, tengo que escuchar cómo mis demás compañeros salen por ahí a acampar con sus familias, contando cosas geniales que les suceden durante la noche. Soy uno de los pocos que se tiene que quedar callado porque en realidad pasó la mayoría del verano encerrado aquí, en su casa.
−Oh… −susurró su mamá, con dejo afectado−. No creímos que te importara tanto.
Pero le importaba…, al menos en un principio. Porque ahora que estaba acostado ahí, solo con sus pensamientos, el aire estival nocturno soplando del otro lado de la tela de la tienda, el ruido de los autos a lo lejos (como si de verdad estuviera lejos de la ciudad), el acto de acampar sin tener acceso a Internet ni a otra de sus entretenciones rutinarias le parecía insufrible. Quizá tenía sentido para algunos, pensó removiéndose a su derecha, sintiendo cómo una piedra en el suelo se hundía levemente en una de sus costillas. Quizá tenía sentido para aquéllos que estaban hartos del Internet, los automóviles, los celulares y los computadores, pero para él, que sentía cierto cariño por todo lo anterior, desafortunadamente, no.
Mientras manoseaba la idea de llevar su Nintendo DS para el paseo familiar del próximo fin de semana, y sin ninguna clase de aviso previo, David sintió una suave vibración agitar la superficie de la tienda, como si el viento soplara sobre ella para luego desatarse en un abrupto remezón, asustándolo de muerte. David no pudo evitar permanecer con la sensación de tener el corazón atascado en su garganta: de alguna manera, el sentir que ocurrían cosas sin poder llegar a verlas, le ponía los nervios de punta, sobre todo si este fenómeno sucedía principalmente a causa del viento. Nunca había logrado saber por qué, pero David odiaba cuando el viento se ponía a soplar fuerte y hacía que los elementos adquirieran un aspecto y cualidades distintas de las que tenían sin su tormentoso efecto.
Sin embargo, y para colmo suyo, el viento continuó remeciendo la tienda por todos sus flancos, como si estuviera empecinado en derrumbarla a toda costa. David pensó –o esperó, mejor dicho− que pronto pasaría, como pasaba con todo en la naturaleza. Pero a medida que avanzaban los segundos, el azote de la potente brisa también hacía suyo.
Abrumado por el probable desarme de la tienda y la posterior caída sobre su persona, David salió a gatas de ésta lo más rápido que pudo para llamar a sus padres y pedirles que le abrieran la puerta para entrar con sus pertenencias y ponerse a resguardo.
Su sorpresa fue mayúscula, no obstante, al darse cuenta que afuera la noche era fresca y tranquila, ni luces de una ventisca capaz de derribar su carpa. David, confundido y paralizado, no entendía qué diablos acababa de suceder.
El muchacho intentó dar con una respuesta clara para el suceso, mas no había lógica alguna en ello. Quizá el viento amainó justo en el momento en que salía de la tienda, como cuando ibas de compras con tus padres todo abrigado, después de presenciar un día nublado por la ventana, para luego encontrarse, minutos más tarde, con un sol horroroso golpeándole desde lo más alto del cielo. Pero bueno, si se trataba de algo de ese estilo, probablemente volvería a ocurrir dentro de poco.
Por lo mismo, David se dirigió al espacio sin vegetación del patio que le había indicado antes a su padre, se desabrochó el pantalón de su piyama con manos temblorosas y, procurando no mear sus pies descalsos, orinó contra la pared que tenía al frente, despejando tanto su vejiga como su mente del susto que acababa de recibir.
Sin embargo, mientras meaba, por un breve momento, David se sintió observado, acechado, como si las sombras hubieran cobrado vida en cada rincón oscuro del patio.
Calma, tonto, se dijo el muchacho, sintiendo un leve estremecimiento correr por su espalda, es sólo el viento. Acto seguido, tratando de mantener la compostura –sabedor que no podría andar con un ánimo tan alterado para cuando acampara con sus demás familiares–, David abrochó el único botón de su piyama y optó por esperar un rato a que sucediera el mismo fenómeno que le había dado aquel susto de muerte. Mas el viento permaneció igual de apacible que hasta ese momento.
Alzándose inconscientemente de hombros, David se secó las manos en los pantalones de su piyama y volvió al interior de la tienda, donde demoró unos cuantos segundos en acostumbrarse a la oscuridad y encontrar la cabecera de su saco de dormir.
Cuando volvió a adentrarse en ella, no obstante, para mal de males, el viento regresó de la misma manera que se había ido, aunque ahora con una fuerza mucho más violenta que antes, recordándole a David aquella lluvia de dos días de duración que azotó la región hacía unos cinco o seis meses, unas semanas antes que acabara el invierno recién pasado. Aquella vez la lluvia estuvo acompañada de vientos fuertes e impetuosos que arrancaron unos cuantos árboles de cuajo e hicieron que los techos de unos cuantos vecinos volaran lejos, produciendo daño incluso en otras casas.
David se sentía igual que en aquella ocasión, a diferencia que ahora se hallaba completamente solo en una tienda levantada en medio del patio de su hogar, y no en su cálido interior, viendo cómo afuera el tormentoso viento parecía querer arrasar con todo a su paso.
Entonces, y sin poder controlar un escalofrío sacudir su cuerpo entero, David se dio cuenta que en realidad no era aire el que golpeaba su tienda, sino lo que parecían ser manos de muchos niños –a juzgar por la estatura−, molestosos y furibundos; sin conseguir explicarse cómo podía ser posible lo que estaba viendo, David presenciaba palmas y puños marcándose furiosamente contra la tela de ésta, como si sus dueños estuvieran rodeándola.
El muchacho no sabía qué hacer, no sabía qué decir para que los niños afuera de la tienda le dejaran en paz de una vez por todas. David intentó gritar una vez, dos, tres veces, pero la voz no le salía a pesar de todos sus esfuerzos; era como si sus cuerdas vocales se hubieran inmovilizado por completo.
No fue hasta que las paredes de la tienda volvieron a la normalidad –así, como si nada–, que David pudo hallar la fuerza suficiente para imponerse ante su propia mudez y llamar a sus padres a gritos, como si la fuerza extraña que impedía que pronunciara cualquier palabra se hubiera esfumado con su mal y todo en menos de un segundo.
–¡PAPÁ, MAMÁ!
Encerrado en la tienda, todo nervios y a oscuras como se encontraba, al muchacho le asaltaba la sensación de estar totalmente solo en el mundo, como si en realidad no hubiera más vida afuera de ella; pero era tonto pensar algo así: porque entonces ¿quién (o quiénes) alborotaban tanto la paz  de su noche de sábado?
Mis primos, pensó el muchacho de repente, sintiendo cómo su temor se trocaba sin muchos artificios en rabia pura. ¡Claro, debían de ser ellos!: de alguna manera se habían enterado de su plan estúpido para no hacer el ridículo frente a ellos la semana que venía y se le habían adelantado con un paso agigantado, buscando humillarlo a como diera lugar, incluso en su propia casa. Tal vez su padre sí fuera un traidor después de todo, y si bien no había advertido a su esposa que su hijo le mearía las plantas como tanto temía y detestaba, quizá sí hubiera hecho un tanto similar con sus sobrinos. David no pudo evitar imaginarlo llamándolos uno a uno por teléfono, mientras miraba la carpa alzada afuera, en el patio, por la ventana de su habitación con una sonrisa estampada en la cara.
David apretó los dientes y sus manos, algo furibundo. Claro, de seguro todo eso no era más que obra de sus primos que querían asustarlo de muerte como habían planeado hacerlo el fin de semana siguiente, cuando sus padres estuvieran dormidos y sin ánimos de auxiliar a ningún niño tonto.
–¡Los tengo, idiotas! –exclamó David al salir de la tienda, triunfal. El muchacho imaginó a sus primos correr en distintas direcciones por el patio para no ser descubiertos, riendo entre dientes, totalmente divertidos.
Pero tal como ocurrió en la primera oportunidad, afuera de la tienda no había absolutamente nadie, ni siquiera la sombra de un muchacho de su edad corriendo por ahí para ponerse a resguardo de su vista, ni siquiera un atisbo de que el viento soplara con la misma fuerza que había sentido cuando estaba adentro de ella.
David no conseguía explicárselo: en un comienzo, no supo hacer otra cosa más que simplemente quedarse ahí, mirando la tienda al medio del patio sin entender qué pasaba. Dadas las condiciones, David sabía que toda aquella actividad contra su carpa no podía ser obra del viento por nada del mundo: de sólo recordar las manos que había visto marcarse contra ella, le quedaba claro que eso era algo absolutamente imposible.
Así fue que pensó en volver a llamar a sus padres, decirles que afuera hacía mucho frío y que no quería resfriarse, o que simplemente tenía que hacer del dos en el baño, cosa que no podía permitirse entre las plantas y flores de su madre. Pero cuando estuvo a punto de gritar en dirección al cuarto de sus padres, la tienda volvió a moverse, vibrar por todos sus contornos, como si alguien la golpeara ahora desde adentro.
David se dijo que eso era absurdo, completamente irracional, mientras sus ojos le informaban de todo lo contrario. Alguien, sí, alguien estaba atrapado dentro, y al parecer deseaba salir de ahí a toda costa a juzgar por sus movimientos frenéticos.
Sin pensarlo dos veces, y sintiendo que su corazón latía desbocado contra su pecho, David se acercó a la puerta de la cocina sin quitarle la vista a la carpa, observando cómo los movimientos del interior se detenían de sopetón para dar lugar a un suceso aún más extraño: de la entrada de la tienda, rompiendo toda lógica de la materia tangible, aparecía lentamente un figura oscura y pequeña, caminando a cuatro patas como un animal; tenía la cabeza gacha, y a juzgar por el sonido que producía el pasto debajo suyo, parecía estar chorreando pesados trozos de materia negra y fangosa. La cosa, o lo que fuera que tenía frente a sus ojos, parecía estar derritiéndose.
Entonces la figura se levantó y empezó a caminar en dirección a David, como si supiera inmediatamente su ubicación, extendiendo ambas manos en su dirección. La cosa emitía unos gorjeos duros y asquerosos, como los de alguien ahogándose en el agua, o en un pantano, considerando la apariencia asquerosa que ofrecía.
La espalda de David dio con la puerta de la cocina, haciendo que éste diera un brusco respingo; no recordaba en qué instante había subido los escasos escalones hasta ella sin tropezar ni caer de espaldas, lo cual era todo un milagro. Y así, sin quitarle la vista de encima a la cosa viscosa aparecida de su tienda caminando hacia él, David tanteó en busca del pomo de la puerta de la cocina con su mano izquierda; su cuerpo temblaba frenético, mientras que su voz parecía haber vuelto a la misma mudez que hacía unos minutos atrás.
Fue una verdadera suerte que la puerta se abriera tras su espalda sin mayores problemas, y a pesar de que recordaba vagamente haber escuchado a su mamá ponerle seguro a ésta, no dudó ni un instante en girar sobre sus talones y correr por la cocina de la casa apenas con el cuidado suficiente para no resbalar por culpa de sus pies descalzos.
El interior de la casa se hallaba sumido en una negrura profunda que alteró aún más los nervios del muchacho, haciéndole imaginar que la figura humana y viscosa que acababa de presenciar en el patio podía aparecerle desde cualquier ámbito de ésta, tomarlo por los hombros y terminar por fundirse en uno con su cuerpo. Por la misma razón no dudó en subir rápidamente la escalera en dirección a la habitación de sus padres para remecerlos, despertarlos y contarles la pesadilla que había vivido allá afuera.
Por fortuna, David sintió que la suerte no le había abandonado del todo al ver la típica luz acuosa del televisor encendido en una habitación a oscuras salir por el resquicio posterior de la puerta de sus padres, como si le invitara a ingresar al único lugar seguro de toda la casa.
David se encontraba al borde del llanto cuando abrió la puerta de un golpe llamando a sus padres con voz cascada.
–¡Papá, mamá! –gritó perdiendo toda la compostura que había mantenido durante toda esa tarde de sábado. Sabía que su papá se levantaría de la cama a regañadientes, rumiando comentarios pésimos contra él y el hecho de que no lo dejaran descansar cuando al día siguiente debía trabajar temprano, aun tratándose de un día domingo, pero verlo caminar por ahí, impertérrito, para terminar diciendo que en el patio nunca hubo nada raro, que todo se debía a su imaginación y a los estímulos que recibía por el uso excesivo de su celular, le sentaría como un verdadero bálsamo. En realidad, eso era lo único que necesitaba.
Pero sus padres no estaban sobre su cama como él hubiera deseado o llegado a imaginar: en primer lugar, no se hallaban acostados, sino que parecían encontrarse arrodillados sobre ella, como si estuvieran rezando juntos, tomados de la mano a la usanza religiosa; y en segundo lugar, sobre sus cuerpos incorporados había una sábana blanca cubriéndolos que no dejaba de reflejar las interminables imágenes que salían del televisor encendido en completo silencio.
David pensó en preguntarles qué les ocurría, por qué se encontraban en aquella extraña posición cuando oyó los pasos subir ruidosamente por la escalera detrás suyo, como si alguien en no muy buen estado intentara no caerse por ellas.
Entonces los cuerpos bajo la sábana blanca se removieron en su sitio, frente a sus ojos, como si hubieran sufrido un breve espasmo o hubieran estornudado sin meter ruido; sin embargo, y acto seguido, no tardaron en comenzar a gorjear como si estuvieran ahogándose con alguna porquería atascada horriblemente en sus gargantas, llenando la estancia con sus ruidos.
El muchacho, totalmente paralizado y mudo por el terror, vio cómo un par de manos oscuras y viscosas, como la brea recién preparada, se arrastraban por debajo del borde de la sábana blanca que los cubría –de repente ennegrecida por la súbita transformación de los cuerpos en su interior–, lentas, seguras de que no fallarían, en su dirección, totalmente dispuestas a apresarlo y callarlo para siempre.
Su último pensamiento cuerdo fue que de haber permanecido en el interior de la tienda levantada allá afuera, en el patio, tal vez el final de ese sábado de verano fuera uno completamente muy distinto del que estaba a punto de llegar a su término.