Largo camino a la ruina #5: Peleas frente al televisor

Me despertaron las voces que provenían del living. Aún con la puerta cerrada y todo, podía escuchar cómo alguien (no sé quién chucha, pero tenía un modular de mierda) retaba a duelo al Diego; ya estaba acostumbrado a ver ahí a personas que jamás había visto en mi puta vida. Como me di cuenta que había vuelto a quedarme dormido con ropa, no hice otra cosa que levantarme e ir donde ellos.
            Según mi celular, eran las nueve con veintidós minutos de la mañana, y los güeones seguían tomando vino frente al televisor, entre todo el desorden de la noche pasada (que en realidad nunca había terminado), dos de ellos con controles de Wii en mano; justo en ese momento comenzaba la presentación del Super Smash Bros. Brawl.
            −¿Qué apostaron ahora? –pregunté sin saludar; el Juan me sirvió un poco de la caja del vino y me la pasó en la mano, sin decir nada. Aunque tuviera puesto sus lentes oscuros, podía adivinar con toda seguridad que sus ojos del otro lado estaban hechos mierda.
            −El que pierde tiene que salir en pelota a la calle –me dijo un tipo de pelo largo, echándome su aliento apestoso encima; no está de más decir que no lo conocía−. Y tiene que gritar “soy gay, soy gay” por cinco minutos, sin dejar de correr.
            Miré a los dos que se habían retado a duelo. Como bien sospechaba, era nuestro amigo Diego contra otro tipo que ni siquiera había visto en la noche.
            −Ya, güeón –dijo el Diego−: tres vidas, siete minutos –Tomó un sorbo de su vaso de vino−. ¿Estamos?
            El otro tipo asintió con la cabeza; parecía estar a punto de quedarse dormido.
            El Diego eligió a Luigi; el otro a Fox. El escenario que escogieron fue el del Animal Crossing, con su melosa y repetitiva tonada.
            Dieron el conteo y Fox saltó dos veces en reversa antes de caer fuera de la plataforma; no habían pasado ni cinco segundos y Diego ya tenía la ventaja.
            −Ah, la güeá –dijo el primero, chasqueando la lengua.
            Entonces la pelea por fin empezó, los dos haciéndose daño a patadas, bolas de fuego verdes, disparos y puñetazos. Hubo un momento en que Fox quedó descubierto (sin su escudo) y Luigi aprovechó aquél error para hacerle el finish que lo mandaba al carajo en el acto; Fox desapareció de la pantalla gritando antes de convertirse en un punto brillante en la distancia. Iban 2-0, y si Fox caía una vez más, el otro tipo tendría que cumplir con su parte de la penitencia.
            Diego se puso rígido, saboreando la victoria; no dudó en ir a buscar a Fox apenas hubo aparecido otra vez en la plataforma, dándole patadas en el aire para sumar todo el daño posible antes que perdiera una de sus vidas o las cosas comenzaran a ponerse feas. Pero miré al tipo que jugaba contra él y me di cuenta que tenía en realidad muy pocas posibilidades: el muy idiota se estaba quedando dormido. Fue por eso que Luigi no tuvo muchas dificultades para pegarle otro finish y acabar de inmediato con el duelo. Los resultados fueron épicos.
            Así fue que todos comenzaron a hacer ruidos como simios (sin dejar de golpear sus manos contras las piernas) mirando al perdedor, quien, con la mirada algo perdida, nos miraba a todos como sin entender muy bien lo que pasaba.
            −Ya, güeón, vai’ a tener que salir en pelota, culiao’ –le dijo alguien.
            −Sí, culiao’, cagaste.
            El tipo seguía mirando sin entender mucho su situación. Estuvo así como por unos diez segundos (mientras en la tele Fox no dejaba de aplaudirle a Luigi con los resultados detallados de la pelea encima), sin saber qué hacer, hasta que lo echó todo afuera en un vómito descomunal que cayó sobre la mayoría de los vasos sucios que habían sobre la mesa; entonces todos comenzaron a gritarle que cómo era tan agüeonao’.
            −¡Conchetumare, mi vaso –le dijo el Carlos, furioso−, lo llenaste de…, de…! −Y sin poder aguantar más las ganas y el asco, se puso a vomitar también sobre la mesa.
            −Oh, no, conchetu… ¡Aghhhhhh! –Uno de los desconocidos también se había puesto a vomitar; entre los desperdicios, pude ver muchos granos de arroz y unas tiras mal masticadas de morrón.
            −¿Qué hacemos con este güeón? –nos preguntó el Diego, al Juan y a mí; nos miramos entre los tres, sin dejar de tomar de nuestros vasos intactos por el vómito.

            Para eso de las doce del día, llegaron los Pacos reclamando afuera de la casa: los habían llamado nuestros vecinos, quienes no habían tolerado que un joven borracho pagara su apuesta durmiendo desnudo afuera del otro lado del antejardín, con manchas de vómito por el cuerpo y un calcetín saliendo de su culo.

Largo camino a la ruina #4: Atrasado a clases

Me quedaban quince minutos para llegar a tiempo a la segunda clase de la mañana; ya había perdido la primera por haberme quedado dormido en la micro y haber pasado de largo al otro extremo de la ciudad, por lo que si me pasaba lo mismo con ésta, podía considerarme un verdadero idiota por levantarme tan temprano por nada.
            Fue cuando iba caminando a trancos largos por el parque de mi universidad, que escuché que alguien me llamaba por mi nombre; como iba apurado, no hice caso del primer grito, pero al escuchar que me insultaban y me llamaban ahora por mi sobrenombre, miré hacia la dirección de la que provenían y vi que sentados en una vieja pérgola, rodeada de frondosos arbustos, estaban unos amigos haciéndome señas con sus manos; los miré, luego miré hacia adelante, y volví a mirar a mis amigos, quienes insistentemente, me seguían haciendo señas con la mano. Chasqué la lengua y fui hasta allá; al acercarme, me di cuenta que uno de ellos (el Esteban) estaba moliendo hierba con su moledor de Bob Marley.
            −Güena, güeón –me saludaron, chocando sus puños con los míos−. ¿Querís fumarte uno?
            −Ya, dale.
            Me senté a su lado mientras el Esteban armaba un pito del porte de mi dedo índice.
            −¿Querís un poco de vino? –me preguntó el Andrés, sentado un poco más allá. Abrió su mochila para asomar el cuello de un botellón de vino de su interior.
            −Vale –le agradecí al recibírsela. Le di un trago y sentí cómo el vino se posaba en mi estómago en ayuno−. Está rico.
            El Esteban encendió el pito para hacerlo rotar entre los presentes. Para cuando éste estaba a punto de consumirse, llegaron dos amigos del Andrés recién salidos de clases, alcanzando a fumar lo último que quedaba.
            −Mejor armemos otro al tiro –dijo uno de ellos, abriendo uno de los bolsillos pequeños de su mochila. En menos de dos minutos, tenía armado otro pito igual de grande que el anterior. Por supuesto me invitaron y no pude decirle que no.
            Para cuando llegó el siguiente cambio de clases, el Esteban se había ido y en su lugar estaba el Bryan, con dos packs de latas de cerveza en su mochila. Las repartió entre los presentes y, acto seguido, sacó un frasco transparente para mostrárselo a los demás.
            −Estos son los cogollos de mi planta –dijo−. Los terminé de curar ayer.
            Tres pitos más.
            El sol empezó a declinar hacia el horizonte, y el número de presentes había crecido sustancialmente. En mis manos tenía un vaso de piscola, más pisco que Coca-Cola. No recordaba cómo había llegado hasta mí.
            Luego las amigas del Rodrigo, unos cuantos compañeros de mi carrera, un amigo de la infancia y unas cuantas personas que no conocía…
            La luz del sol empezó a desaparecer y con el paso hacia la noche llegaron los guardias del campus a sacarnos. Echamos toda nuestra basura en las bolsas en que la habíamos traído y nos fuimos todos al paradero más cercano. Me despedí de los contertulios con apretones de manos (conocía a menos del diez por ciento de ellos) y encaminé hasta la casa del Juan. Me sentía cansado, exhausto.  

Debía dormir y descansar para ir a clases al día siguiente. 

Largo camino a la ruina #3: Conversación en la cocina

Estábamos lavando los platos después de haber almorzado arroz con atún por tercera vez en la semana (estábamos a miércoles), cuando el Juan me dice.
            −¿Oye, cachaste que la Sara está embarazada?
            −¿La Sara, Sara?; ¿la del curso?
            −Sí, güeón, ésa.
            −¿Ya, qué onda? ¿Y no cachai’ de quién es la güagüa?
            −No; creo que ni ella sabe.
            −Qué mala –Lo decía en serio.
            Juan se quedó un rato callado mientras enjuagaba los vasos en que habíamos tomado cerveza al almuerzo.
            Entonces me dijo:
            −¿Hay cachao’ que todas las minas que eran feas en el colegio, las más piolas, las que nadie pescaba, ahora son exitosas, se gastan los medios cueros y tienen casi todo lo que quieren, mientras que las que eran bacanes, mijitas ricas y populares, ahora tienen como cuatro hijos, están pa’ la cagá’ y nadie las pesca?
            Lo pensé y me di cuenta que el Juan tenía razón.
            −Tenís razón, güeón –le dije−. ¿Por qué pasará esa güeá’?
            −No sé, güeón, ni idea –Dejó el último plato en el posa platos y se secó las manos con un mantel a su izquierda−. ¿Me acompañai’ a hacer una mano de pitos ahora?
            Tomé un vaso de agua y, como era de esperar, le respondí:

            −Vamos, culiao’.

Largo camino a la ruina #2: Reportes matutinos

Estaba en el baño, cagando antes de irme a clases, cuando mi mamá me llamó al celular; como lo estaba ocupando para pasar el tiempo en Facebook (sin ver realmente nada importante), no la hice esperar mucho.
            −Hola, mamá.
            −Hola, hijo. ¿Cómo estai’?
            −Bien, bien, acá, preparándome para irme a clases.
            −¿Y por qué se escucha un eco?
            −Porque estoy en el baño, liberando a Willy.
            −Ah, ya veo, ya veo –Hizo una pausa; sabía que no me iba a cortar: que estuviera en el baño jamás significó un pretexto para que me cortara sus llamadas−. ¿Ya estai’ en la casa de tu amigo?
            −Sí. Me vine ayer.
            −¿Y te costó mucho llevar las cosas hasta allá?
            −No, no; eran pocas en realidad.
            −Ah, menos mal.
            Mi mamá esperó por unos segundos, pensando en cuáles serían sus siguientes palabras. Podía escuchar los engranes de su mente trabajar del otro lado de la línea.
            −Oye, Felipe, ¿por qué te fuiste de la otra pensión?
            −Porque la dueña intentó abusar de mí.
            −¿Pero que no tenía sesenta años?
            −Sí, pero era caliente como una de catorce.
            −Ah.
            −¿Y tú, cómo estai’? –le pregunté, cambiando de tema inmediatamente. Del living de la casa provenían unos pocos gritos apagados de los curaos que se negaban a aceptar que la noche y la fiesta habían terminado; creo que un par de ellos se disputaban unas carreras de Mario Kart (el de Wii), o unas peleas de Super Smash Bros. (Brawl). El que perdía, al parecer, tendría que correr desnudo por la casa gritando: “¡mírenme, soy un marica, soy un marica!”.
            −Bien, bien, preparándome para irme a la pega.   
            −¿Y la abuela?
            Se demoró un par de segundos en responderme.
            −Eh, sí, más o menos.
            −Mmmm –Aquello no sonaba bien.
            −¿Oye? –me preguntó ella.
            −¿Qué?
            −¿Por qué se escuchan gritos afuera? –Si la hubiera tenido al frente mío, estoy seguro que habría dicho esto con su ceño fruncido.
            −Son los otros amigos que también tienen que ir a clases.
            −¿Viven todos ellos ahí?
            −A veces.
            En el living todos rompieron a gritar estruendosamente para aclamar al Mauro (ahora sabía que él estaba metido en todo ese embrollo) como el vencedor del duelo; comencé a prepararme mentalmente para ver a alguno de los demás desnudo y gritando: “¡mírenme, soy un marica, soy un marica!” por toda la casa. ¿Todas las mañanas eran así donde este culiao’ del Juan?
            −Parece como si quisieran usar luego el baño –me dijo mi mamá, con un tono preocupado.
            −Debe haberles caído mal la pizza de anoche.
Mentira: nos habíamos gastado la plata de las pizzas en dos botellones de vino y un montón de cervezas.
            −Me imagino –Mi mamá se escuchó algo incómoda−. Felipe, creo que te llamaré más tarde.
            −Está bien, mamá.
            −Si necesitai’ algo, plata, me avisai’ ¿ya?
            −Okey.
            −Trata de desocupar luego el baño: creo que tus amigos no aguantan más.
            Al parecer, quien tenía que pagar la penitencia ya se había desvestido por completo: los demás le aplaudían sin dejar de vociferar, azuzándolo para que comenzara a recitar lo que tenía que recitar.
            −Sí, mamá. Ya me levanto del trono.
            −Cuídate –me pidió, y luego hizo una pausa−. Te quiero –agregó.
            −Yo también.
            −Chao –me dijo, y cortó.

            Resoplé, sintiendo un raro malestar en mi pecho, y me limpié y tiré la cadena. Para cuando me lavé las manos y los dientes y salí de ahí, el Juan pasó al lado mío (corriendo pasillo arriba) gritando en pelota: “¡mírenme, soy un marica, soy un marica!”, sin dejar de reír en ningún momento.

Largo camino a la ruina #1: Un lugar donde vivir

−Así que te volvieron a echar de la pensión –me dijo el Juan, mirándome del otro lado de la reja; aún estaba en pijama y sus ojos tenían residuos de legañas secas.
            −Puta, sí –le respondí–; la dueña cachó las plantas que tenía en la pieza y quedó la cagá’; me quería echar hasta los pacos.
            Juan negó con la cabeza y se acercó a la cerradura para abrirla con la llave que tenía en su mano; olía como cuando mi abuelo tomaba cerveza todo el día, hasta que se quedaba tumbado sobre la mesa, raja curao’.
            −Pasa, güeón.
            −Vale, culiao’, te pasaste –Entré por el resquicio que había abierto en la reja (para evitar que su perro saliera a la calle) y me ayudó a llevar todas mis cosas hasta el living de su casa. Ahí dentro todo era un completo desastre: habían montones de latas de cerveza repartidas por el suelo, colillas de cigarro y pitos de marihuana rebosando un cenicero, un bong cargado con agua sobre la mesa (al lado de tres botellas de pisco Capel vacías) y las paredes llenas de manchas de vino. Un amigo suyo dormía roncando en el sillón principal; estaba en calzoncillos, luciendo una fea mancha café en el sector de su recto−. Se nota que vivís solo ahora.
            −Sí, güeón.
            Miré para todos lados, pensando más o menos en lo siguiente que tenía que decir.
            −Oye, Juan culiao’.
            −¿Qué güeá’?
            −Mmmm…, ¿puedo quedarme acá unos días?
            El Juan se sentó en el borde del sillón en el que dormía su amigo y se puso a revisar entre las cosas desordenadas de la mesa; segundos después, estaba echando algo de marihuana a su bong.
            −¿Tú qué creís? –me preguntó.
            −¿Que creo qué?
            −¿Qué creís que te voy a decir? –Prendió la marihuana de su bong y fumó.
            −Mmmm…, ¿que sí?
            −Sí po’, güeón, cómo te voy a decir que no –Echó el humo afuera y me pasó el bong y el encendedor−. Güeón pao’.
            −Vale, güeón… −Tosí y chocamos nuestros puños−. Vale; porque encontrar pensión AHORA es más difícil que el Templo del Agua del Zelda.
            Juan asintió mientras encendía un cigarro.
            No sé cómo no me di cuenta en ese momento que mi vida estaba a punto de irse a la mierda.