Me quedaban quince minutos
para llegar a tiempo a la segunda clase de la mañana; ya había perdido la
primera por haberme quedado dormido en la micro y haber pasado de largo al otro
extremo de la ciudad, por lo que si me pasaba lo mismo con ésta, podía
considerarme un verdadero idiota por levantarme tan temprano por nada.
Fue cuando iba caminando a trancos largos por el parque
de mi universidad, que escuché que alguien me llamaba por mi nombre; como iba
apurado, no hice caso del primer grito, pero al escuchar que me insultaban y me
llamaban ahora por mi sobrenombre, miré hacia la dirección de la que provenían
y vi que sentados en una vieja pérgola, rodeada de frondosos arbustos, estaban
unos amigos haciéndome señas con sus manos; los miré, luego miré hacia
adelante, y volví a mirar a mis amigos, quienes insistentemente, me seguían
haciendo señas con la mano. Chasqué la lengua y fui hasta allá; al acercarme,
me di cuenta que uno de ellos (el Esteban) estaba moliendo hierba con su
moledor de Bob Marley.
−Güena, güeón –me saludaron, chocando sus puños con los
míos−. ¿Querís fumarte uno?
−Ya, dale.
Me senté a su lado mientras el Esteban armaba un pito del
porte de mi dedo índice.
−¿Querís un poco de vino? –me preguntó el Andrés, sentado
un poco más allá. Abrió su mochila para asomar el cuello de un botellón de vino
de su interior.
−Vale –le agradecí al recibírsela. Le di un trago y sentí
cómo el vino se posaba en mi estómago en ayuno−. Está rico.
El Esteban encendió el pito para hacerlo rotar entre los
presentes. Para cuando éste estaba a punto de consumirse, llegaron dos amigos
del Andrés recién salidos de clases, alcanzando a fumar lo último que quedaba.
−Mejor armemos otro al tiro –dijo uno de ellos, abriendo
uno de los bolsillos pequeños de su mochila. En menos de dos minutos, tenía
armado otro pito igual de grande que el anterior. Por supuesto me invitaron y
no pude decirle que no.
Para cuando llegó el siguiente cambio de clases, el
Esteban se había ido y en su lugar estaba el Bryan, con dos packs de latas de
cerveza en su mochila. Las repartió entre los presentes y, acto seguido, sacó
un frasco transparente para mostrárselo a los demás.
−Estos son los cogollos de mi planta –dijo−. Los terminé de
curar ayer.
Tres pitos más.
El sol empezó a declinar hacia el horizonte, y el número
de presentes había crecido sustancialmente. En mis manos tenía un vaso de
piscola, más pisco que Coca-Cola. No recordaba cómo había llegado hasta mí.
Luego las amigas del Rodrigo, unos cuantos compañeros de
mi carrera, un amigo de la infancia y unas cuantas personas que no conocía…
La luz del sol empezó a desaparecer y con el paso hacia
la noche llegaron los guardias del campus a sacarnos. Echamos toda nuestra
basura en las bolsas en que la habíamos traído y nos fuimos todos al paradero
más cercano. Me despedí de los contertulios con apretones de manos (conocía a menos
del diez por ciento de ellos) y encaminé hasta la casa del Juan. Me sentía
cansado, exhausto.
Debía dormir y descansar
para ir a clases al día siguiente.