Historia #60: Un trabajo bueno




Durante el año 2012, trabajé como censista en la ciudad de La Serena, y debo admitir que era una pega que me gustaba mucho: pagaban bien, el trato con mis colegas era excelente, lo pasé la raja conociendo gente nueva y lo mejor de todo era que, sustancialmente, mi trabajo consistía en caminar, preguntarle cosas a la gente y recibir buena onda por parte de ellos. Algunas personas vivían solas, otras casi hacinadas en estrechas y viejas casas; pero lo que más me sorprendió, fue cuando tuve que llegar a una algo apartada y maltratada, sin ninguna flor en el jardín, ni perro guardián que fastidiara, y con la puerta de la reja entornada, como invitando secretamente a ingresar por ella. Grité aló, llamé con una piedra, pero no pasó nada, así que empujé la puerta y me decidí a golpear la entrada de la casa, encontrándome con ésta también entornada. Entonces pensé lo peor: “seguro que adentro hay alguien muerto”; me imaginé entrando, hallando una persona con las venas cortadas, la cara amoratada, o ahorcada tras aplicarse una de esas técnicas de autoplacer que no todos consiguen dominar. ¿Qué les iba a decir a las autoridades?; seguro me meterían en un embrollo más o menos y terminaría por entrar en uno de esos lentos y engorrosos casos judiciales que al final de cuentas no llegan a absolutamente nada.
            Pero mi curiosidad fue mucho mayor.
            Así que tragué saliva, me ajusté nerviosamente las gafas y empujé la puerta luego de llamar por última vez. Las bisagras chirriaron y su sonido resonó por todo el salón del otro lado del umbral. Se hallaba vacío.
            −¿Aló? –volví a gritar, pero como era de esperar, nadie contestó. Ahí no habían muebles de ninguna clase; las pisadas producían ecos.
            Llegué a la habitación del fondo (sin encontrar absolutamente nada en las demás) y abrí la puerta para encontrarme con un individuo corpulento del otro lado; llevaba una negra barba con forma de candado y puesta una extraña túnica de color morado. Estaba estático, en medio de ese cuarto con cuatro ventanas y nada de muebles, con la mirada perdida en algo distante y profundo. Me acerqué a él con miedo; ¿y quién no podría tenerlo en esa situación?; entonces le hablé: “¿está bien, caballero?”.
            −Yo soy error –me dijo.
            No entendí ni carajo.
            −¿Qué me dijo? –le volví a preguntar, confundido.
            −Yo soy error –repitió.
            Y seguí sin entender nada.
            −Ya, hombre, no me tome el pelo, sabe; le vengo a…
            −Yo soy error.
            “Mierda”, susurré, sintiendo que me sumía lentamente en un estado de pánico. ¡El tipo parecía estar poseído!
            −Yo soy error –dijo otra vez, y yo salí corriendo como si tuviera un cohete metido en el culo; corrí y me importó una mierda no haber hecho entero el recorrido que me correspondía ese día; no me importó que probablemente pudiera perder mi trabajo por culpa de esto; en realidad, me importó una mierda todo. Así fue que corrí hasta que llegué al centro de la ciudad y pude tomar un colectivo que me llevó de vuelta a casa.
            Desde ese entonces, todo siguió bien: los días pasaron, hice el siguiente recorrido como si nada y casi me olvidé del asunto; hasta que luego de una fiesta un miércoles por la madrugada, tuve que volver a pasar frente a ella para poder llegar a mi casa. Como estaba borracho, me acerqué con cierta valentía y me di cuenta que las cosas no habían cambiado mucho; abrí la reja (entreabierta, como era de esperar) y llegué hasta la puerta de entrada, encontrándome con la casa vacía igual que aquélla vez; salvo que ahora las cosas se veían más tenebrosas y claustrofóbicas que durante el día. Di botes por los pasillos, como si todo me importara un carajo, y llegué otra vez al cuarto del fondo, donde estaba otra vez aquél sujeto de la barba y el traje morado.
            −Yo soy error –dijo, mirando la nada con sus ojos brillosos.
Intenté tocarle la cara, para ver si reaccionaba, pero tuve miedo; no sabía si en realidad el tipo podía estar fingiendo locura, para atraparme luego por sorpresa y hacerme suyo sin oponer mucha resistencia. Entonces no lo pude aguantar más y me largué de ahí tropezando violentamente un par de veces, sintiendo todo el efecto de las cervezas bebidas en la fiesta; corrí tanto, que cuando me detuve, lo vomité todo y casi perdí el conocimiento; pero fui más fuerte y seguí adelante; pagué mi pasaje, esperé el viaje en colectivo, y me acosté en mi cama sintiendo la tranquilidad recorrer por fin por todo mi cuerpo.
Al día siguiente, como era de esperar (por culpa de la resaca y los excesos), no recordaba nada y todo siguió siendo como antes.
           

Historia #59: Pasatiempos



(Dos amigos se encuentran en la calle luego de no haberse visto por un buen tiempo).
            −¡Güena, güeón! ¿Cómo estay?; ¡tanto tiempo!
            −¡Sí, güeón, güena! ¡Qué es de tu vida; qué hay hecho!
            −Trabajo en mi propia empresa, la que puse después de salir de la U. Y tú, ¿qué hay hecho?
            −Pucha, escribir caleta, leer todas las Crónicas de Narnia, los Harry Potter enteros por tercera vez, los tres Juegos del Hambre y ahora unos de Star Wars que encontré por ahí en La Feria de las Pulgas bien baratos, además de llegar al Templo del Espíritu del Zelda Master Quest y haber llegado casi al final del juego de Dr. Jekyll & Mr. Hyde; puta la’ güeá’ pelúas.
            (Su interlocutor mira a este último con una expresión rara en su cara; parece como si se sintiera decepcionado de lo que ha hecho su amigo durante todo el tiempo que no se han visto, o como si sintiera una pena enorme por la misma razón).
            −Ah…, buena… Oye, ¿adónde vai’ ahora?
            −A tomar micro; ¿y tú?
            −Iba a buscar mi descapotable; lo guardo en ese estacionamiento de ahí, el que está en la otra esquina.
            −¡Un descapotable! ¡Güena, güeón, la hiciste de oro!
            −Sí, está hermoso… Oye, ¿no querí’ que te lleve?
            −¡Ya po’, mortal!
            −¿Vai’ pa tu casa?
            −No, no, voy pa’ la casa de mi polola.
            −¿Todavía pololeai’ con la Ana?
            −No, terminamos hace rato; ahora pololeo con la Sandra, la Sandra Bugueño del colegio…, ¿te acordai`?
            −Sí, claro que me acuerdo…
            −Bueno, ahora estamos juntos.
            −¿Desde hace cuánto?
            −Desde hace unos dos años.
            −Qué buena.
            −Sí, loco, me gané la lotería con ella. ¡Es la mejor mina que he conocido en mi vida!
            −Bacán, güeón, bacán.
            (Entonces el amigo, antes de insertar la llave en su descapotable, pensó que si no hubiera estudiado tanto como lo hizo durante toda su juventud, probablemente estaría ahora con Sandra, y no su amigo; porque sí, habían tenido un breve romance un año después de haber salido del colegio, y ella le gustaba mucho, mucho de veras; pero nunca hubo tiempo. No, no, no, nunca hubo tiempo. Entonces se separaron y él nunca más volvió a saber de ella hasta ahora, que reaparecía en escena como la polola de su viejo amigo.
            Entonces pensó que era cierto: el dinero podía comprar un descapotable, una casa nueva y amplia, construir tu propia empresa y tener tus propios esclavos bajo tu propio techo, pero nunca, nunca, iba a poder recuperar todo tu tiempo perdido ni, como era obvio, a Sandra Bugueño).