Durante
el año 2012, trabajé como censista en la ciudad de La Serena, y debo admitir
que era una pega que me gustaba mucho: pagaban bien, el trato con mis colegas
era excelente, lo pasé la raja conociendo gente nueva y lo mejor de todo era
que, sustancialmente, mi trabajo consistía en caminar, preguntarle cosas a la
gente y recibir buena onda por parte de ellos. Algunas personas vivían solas,
otras casi hacinadas en estrechas y viejas casas; pero lo que más me
sorprendió, fue cuando tuve que llegar a una algo apartada y maltratada, sin
ninguna flor en el jardín, ni perro guardián que fastidiara, y con la puerta de
la reja entornada, como invitando secretamente a ingresar por ella. Grité aló,
llamé con una piedra, pero no pasó nada, así que empujé la puerta y me decidí a
golpear la entrada de la casa, encontrándome con ésta también entornada.
Entonces pensé lo peor: “seguro que adentro hay alguien muerto”; me imaginé
entrando, hallando una persona con las venas cortadas, la cara amoratada, o
ahorcada tras aplicarse una de esas técnicas de autoplacer que no todos
consiguen dominar. ¿Qué les iba a decir a las autoridades?; seguro me meterían
en un embrollo más o menos y terminaría por entrar en uno de esos lentos y
engorrosos casos judiciales que al final de cuentas no llegan a absolutamente nada.
Pero mi curiosidad fue mucho mayor.
Así que tragué saliva, me ajusté
nerviosamente las gafas y empujé la puerta luego de llamar por última vez. Las
bisagras chirriaron y su sonido resonó por todo el salón del otro lado del
umbral. Se hallaba vacío.
−¿Aló? –volví a gritar, pero como
era de esperar, nadie contestó. Ahí no habían muebles de ninguna clase; las
pisadas producían ecos.
Llegué a la habitación del fondo
(sin encontrar absolutamente nada en las demás) y abrí la puerta para
encontrarme con un individuo corpulento del otro lado; llevaba una negra barba
con forma de candado y puesta una extraña túnica de color morado. Estaba
estático, en medio de ese cuarto con cuatro ventanas y nada de muebles, con la
mirada perdida en algo distante y profundo. Me acerqué a él con miedo; ¿y quién
no podría tenerlo en esa situación?; entonces le hablé: “¿está bien,
caballero?”.
−Yo soy error –me dijo.
No entendí ni carajo.
−¿Qué me dijo? –le volví a
preguntar, confundido.
−Yo soy error –repitió.
Y seguí sin entender nada.
−Ya, hombre, no me tome el pelo,
sabe; le vengo a…
−Yo soy error.
“Mierda”, susurré, sintiendo que me
sumía lentamente en un estado de pánico. ¡El tipo parecía estar poseído!
−Yo soy error –dijo otra vez, y yo
salí corriendo como si tuviera un cohete metido en el culo; corrí y me importó
una mierda no haber hecho entero el recorrido que me correspondía ese día; no me
importó que probablemente pudiera perder mi trabajo por culpa de esto; en
realidad, me importó una mierda todo. Así fue que corrí hasta que llegué al
centro de la ciudad y pude tomar un colectivo que me llevó de vuelta a casa.
Desde ese entonces, todo siguió
bien: los días pasaron, hice el siguiente recorrido como si nada y casi me
olvidé del asunto; hasta que luego de una fiesta un miércoles por la madrugada,
tuve que volver a pasar frente a ella para poder llegar a mi casa. Como estaba
borracho, me acerqué con cierta valentía y me di cuenta que las cosas no
habían cambiado mucho; abrí la reja (entreabierta, como era de esperar) y
llegué hasta la puerta de entrada, encontrándome con la casa vacía igual que
aquélla vez; salvo que ahora las cosas se veían más tenebrosas y
claustrofóbicas que durante el día. Di botes por los pasillos, como si todo me
importara un carajo, y llegué otra vez al cuarto del fondo, donde estaba otra
vez aquél sujeto de la barba y el traje morado.
−Yo soy error –dijo, mirando la nada
con sus ojos brillosos.
Intenté
tocarle la cara, para ver si reaccionaba, pero tuve miedo; no sabía si en
realidad el tipo podía estar fingiendo locura, para atraparme luego por
sorpresa y hacerme suyo sin oponer mucha resistencia. Entonces no lo pude
aguantar más y me largué de ahí tropezando violentamente un par de veces,
sintiendo todo el efecto de las cervezas bebidas en la fiesta; corrí tanto, que
cuando me detuve, lo vomité todo y casi perdí el conocimiento; pero fui más
fuerte y seguí adelante; pagué mi pasaje, esperé el viaje en colectivo, y me
acosté en mi cama sintiendo la tranquilidad recorrer por fin por todo mi
cuerpo.
Al
día siguiente, como era de esperar (por culpa de la resaca y los excesos), no
recordaba nada y todo siguió siendo como antes.