Este jardín de penumbras, Capítulo #5

Las ganas de orinar se estaban tornando demenciales, y él no quería salir de ahí. Además de sentirse caldeado y soñoliento, tenía miedo de lo que pudiera encontrarse del otro lado de la puerta. Tenía miedo, claro, pero últimamente tenía miedo de muchas cosas; mearse encima era el menor de sus temores, definitivamente.
            La casa parecía sumida en un silencio sepulcral, denso, como si éste llenara todos los intersticios posibles, como si se tratara del aire mismo y sus moléculas omnipresentes; no se escuchaba ahí otra cosa más que sus propios latidos expectantes contra su pecho, esperando alguna señal de vida que le indicara que ahí no había peligro, que en el pasillo contiguo no había nadie y que podía ir al baño a vaciar su dolorida vejiga sin temer a que algo o alguien le saltara encima. Últimamente se sentía un poco fuera de sí cada vez que se encontraba solo en la oscuridad, rodeado por ella, como si ésta fuera capaz de recorrer la superficie de su piel con la facilidad y el tacto propio de unos dedos largos, escalofriantes y certeros, como arañas gigantes caminándole por encima.
            Allá afuera no se escuchaba ni mamá, ni papá, ni su hermano. Todos parecían estar durmiendo profundamente como nunca, sin roncar ni moverse de la manera inquieta de siempre por sus camas, haciéndolas crujir a cada movimiento.
            “Estás solo”, se dijo Alberto, como si acabara de dar una sentencia que esperaba recibir desde hacía tiempo. “Estás solo con la oscuridad, no hay nadie más”.
            Porque ahí estaba solo, era un hecho. Era de noche y en la casa no había nadie.
            “Aunque cuando traspases el umbral de esa puerta…”, pensó trémulo, y supo que entonces sería cierto; luego vendría el llanto lejano de la llorona, pobre mujer arrebatada de sus hijos y marido, dispuesta a vengar a los suyos. “Cuando salgas por ahí, ella te tomará del cuello y…”.
            Y bueno, él tendría que morir, naturalmente.
            Alberto tragó saliva
            (sintiendo la boca reseca, pringosa)
            y pensó que el asunto derivaba básicamente en quedarse ahí, siendo consciente de lo idiota que se había tornado con los años, mearse encima y tener que cambiar las sábanas y frazadas antes que los demás se dieran cuenta de su vergonzoso acto al día siguiente, o, claramente, hacerle frente a algo que simplemente residía en su cabeza, un algo cuya mejor y más letal arma era su propio miedo.
            “Ahí afuera no hay nadie, ahí afuera no hay nadie”, repitió mentalmente Alberto mientras intentaba serenarse. “La llorona no existe, débil de mierda. La llorona no existe ni nunca existió”.
            Todos sabían que la llorona era parte de un imaginario colectivo propagado por los adultos para inculcar miedo en las cabezas de los niños de su generación, cuando los niños aún podían sentir un miedo infame por todo lo que no conseguían explicar con sus inexperimentadas mentes. Pero él tenía miedo, a pesar de todo, y no podía evitarlo. No podía, no podía, no podía.
            Hasta que escuchó a alguien removerse en algún lugar del living.
El sonido podría haber provenido de cualquier otro sitio de aquella amplia casa, mas Alberto sabía que se trataba de alguien en el vestíbulo
(como si estuviera acomodándose en su sitio),
específicamente en uno de los sillones; no podía decir por qué, pero tenía plena consciencia de ello.
“Es mi papá”, se dijo Alberto, un poco más tranquilo. “Mi papá debe haberse quedado dormido mientras miraba la tele”. Ya había ocurrido en otras ocasiones que su papá se quedaba dormido en una posición un tanto incómoda mientras veía las noticias, y era tan difícil despertarlo o cambiarlo de lugar, que su mamá siempre optaba por dejarlo ahí, con una manta encima, hasta que despertara por la noche y se fuera a la cama de una vez por todas bajo su propia cuenta.
No obstante no había ronquidos; cosa rara, pensó Alberto.
Entonces el joven se levantó de su cama, sacando una pierna tras otra debajo de sus frazadas, y avanzó en dirección a la puerta del pasillo. La habitación se hallaba sumida en una penumbra fina, casi fantasmagórica, por lo que Alberto podía ver con una claridad poco usual para esas raras ocasiones en que decidía enfrentarse a la oscuridad reinante del otro lado del umbral. Por lo mismo no demoró en alcanzar el pomo de la puerta, abrirla y hallarse en ese largo camino hacia la salvación.
Sin embargo, motivado completamente por el instinto, Alberto miró hacia su derecha, y lo que vio le hizo encoger el corazón de puro terror. Ahí en el living, en el sillón favorito de su papá, se hallaba sentado un hombre. Mas ese hombre no era su papá, definitivamente: Alberto lo sabía por su postura, la espalda erguida, la cabeza expectante, por la pierna que tenía encima de la otra en una actitud que jamás se había hecho patente en su progenitor. Su papá podía ser un hijo de perra la mayoría de las veces, pero en pocas ocasiones lo había visto así, sentado como si esperara despedir al primer empleado que tuviera al frente por el mero acto de sentir placer. Además estaba el hecho de su constitución: el papá de Alberto era de contextura delgada pero musculosa; en cambio esta figura era más ancha, un tanto más gruesa, como la de alguien que no realiza mucho ejercicio debido a todo su trabajo de oficina.
El hombre del sillón parecía estarlo mirando fijamente, aun cuando el uno para el otro no era más que una sombra recortada contra la frágil penumbra de la estancia.
La figura oscura carraspeó, inclinando un poco más la cabeza, como si esperara atenta cualquier reacción de su parte. Daba la impresión de que estuviera intentando llamarle, de hacer que llegara hasta su lado. Pero Alberto sabía que hacerle caso sería fatal. Aquello sería completamente su perdición.
Alberto, sintiendo cómo una mano invisible y fría apretujaba su corazón de una manera alarmante, avanzó rápidamente hacia el lado contrario sin dejar de tantear la oscuridad que de pronto se había vuelto muy espesa, como granulada. No lo entendía, no tenía lógica, pero había sucedido.
Por lo mismo no importó que diera un paso acelerado tras otro en pos de su salvación: de todas maneras no logró dar con la esperada entrada del baño por mucho esfuerzo que realizara. El espacio restante, lo que debería ser apenas unos cuantos metros, se hacía eterno, cada vez más negro: era como entrar en una cueva, o en la guarida de alguien. Alberto de verdad no conseguía comprenderlo.
Hasta que la oyó llorar.
Primero fue un estrepitoso gemido que dejó helado a Alberto, inmóvil en medio de la negrura reinante. El sonido le trajo recuerdos, la vaga sensación de haberlo oído alguna vez, quizá, de algún familiar de los tiempos lejanos
(mi prima Sandra, o la Amanda, su hermana)
en un momento pretérito y aciago. Como en un funeral, por ejemplo.
Lo peor vino después.
Sin poder moverse
(sus músculos no le respondían)
(parecían estar paralizados),
Alberto sintió cómo los gemidos pasaron a ser un llanto sosegado, y el llanto a un sollozo capaz de congelar los huesos y los nervios de quien era lo suficientemente desafortunado para llegar a percibirlo. Porque la presencia de alguien, algo, estaba alejándose, y eso sólo podía significar la presencia de…
Alberto, quien no había sido lo necesariamente perspicaz para darse cuenta que al lado suyo había una ventana alta pero estrecha, tuvo miedo de mirar afuera y ver a una mujer alargada, con un deteriorado vestido blanco encima, de piel enfermiza, los ojos cocidos con hilo negro y la boca torcida en un ángulo impropio para alguien que estuviera vivo. Tuvo miedo de quedarse mirando la calle afuera y verla parada junto al poste de luz frente a la casa y no poder hacer nada para alejarla.
Alberto posó sus dedos junto al marco de la ventana y acercó su cara al cristal, como poseído. El joven tuvo la sensación de que la calle afuera estaba muerta de alguna manera, y no vacía por ser noche cerrada en plena madrugada. Sin embargo el llanto quedo persistía, y Alberto sentía que debía comprobar si sus miedos eran fundados o no; no quería saber que se hallaba totalmente aterrado por culpa de una idea tan infantil y fútil en su cabeza.
Entonces la cortina a su izquierda se estremeció, como si alguien la hubiera soplado desde el otro lado, y sin mayores preámbulos vio aparecer ante sí la mano pálida de la mujer que tanto temía, como si siempre se hubiera hallado escondida del otro lado del velo negro.
−¡Me mataste! –susurró la mujer−. ¡Tú me mataste!
Tatiana lucía un espantoso cráter en su cabeza, un cruel espectáculo de carne, tejidos y huesos despedazados. Le faltaba un ojo, y su sonrisa era una mueca asquerosa de dientes podridos y horadados. Llevaba encima un ligero vestido gris ceniciento que a Alberto se le hizo muy familiar. La luz mortecina de la luna que entraba por la ventana a su lado no hacía más que realzar sus detalles horrorosos y lo que quedaba de sus facciones.
−¡Tú me mataste! –volvió a murmurar Tatiana, lo cual era sumamente extraño, pensó Alberto en un instante fugacísimo, un chispazo, porque ella se hallaba al frente suyo sin ninguna clase de barrera, pero su voz parecía provenir de mucho más lejos, quizá de la calle, afuera, por ejemplo.
Alberto, aterrado, quería decirle que estaba equivocada, que él nunca había sido el culpable de tamaña desgracia, que si no le soltaba, se iba a mear encima, pero sus extremidades no respondían, parecían no estar unidas a él.
Aunque a decir verdad, nada en él parecía estar respondiendo. Alberto sentía cómo su cuerpo parecía relajarse poco a poco hasta dar paso a una especie de progresiva desconexión muscular. Empezó por los brazos, siguió en los hombros, y llegó hasta su bajo vientre.
−¡Tú me mataste, tú me mataste! –seguía repitiendo Tatiana, con su cara destrozada y su tacto corrupto. Alberto sólo quería decirle que se detuviera, por favor, que si no lo soltaba se iba a mear encima.
Pero ella acercó su cara a la de Alberto, los trozos de carne colgando, el hueco del ojo observándole como si ahí continuara el globo ocular, lo que quedaba de sus dientes a centímetros de su piel como si quisiera darle el último beso que no alcanzó a darle en vida. Alberto no podía soportarlo: ¡se iba a volver loco, Tatiana lo iba a volver loco!; ¡Tatiana había vuelto para volverle loco antes de llevárselo consigo!
−¡Esto es tu culpa, Alberto, es tu culpa!
Aunque pareciera imposible, la voz de la mujer empezó a apagarse aún más de lo que lo ya lo hacía, como si ambos estuvieran alejándose del lugar de donde provenía. Alberto supo entonces que era hombre muerto, que su fin había llegado
(¡no, no, no, no, no!).
Alberto quiso liberarse, hacerle frente a la mujer que tenía adelante, mas no pudo por mucho que lo intentó.
Así fue que cerró sus ojos, apretándolos fuerte, y empezó a rezar como lo hacía cuando niño y sentía miedo. Rezó con fuerza, como si de ello dependiera su vida
(porfavorporfavorporfavor).
Alberto dio un fuerte salto cuando las manos de la mujer apretaron con fuerza su cuello y sintió que algo se rompía entre ellas, dejándolo todo en silencio y paralizado por un breve instante.
Luego, naturalmente, se hizo la oscuridad.



Al principio creyó que era la transpiración, que se hallaba totalmente cubierto de sudor. Después se percató que no conseguía ver nada, que todo se hallaba inquietantemente muy oscuro. Y segundos más tarde advirtió un molesto y penetrante olor golpeándole las fosas nasales. Entonces supo que esto, lo que sentía ahora, era lo real, y lo que acababa de vivir no había sido más que un sueño.
            El pánico lo dominó, y lo hizo presa suya.
            Alberto, sin darse cuenta, como un imbécil, se había quedado profundamente dormido.



La casa se hallaba sumida en la oscuridad, cosa que le trajo vivos recuerdos de la pesadilla que acababa de vivir.
            Debían ser más de las ocho de la noche, a juzgar por la total ausencia de luz ingresando por la ventana del living. Si fueran las seis, o las siete, con toda seguridad habría algo de luminosidad en la estancia, pero no había nada. Era como tener los ojos cerrados, apretados con fuerza.
            Alberto intentó mover su brazo derecho en un acto instintivo, mas le fue completamente imposible. En vez de eso le asaltó un agudo dolor en el músculo, un dolor horrible, lacerante, una tensión como si de verdad tuviera un fierro atravesándolo de un punto a otro. Alberto intentó acomodarse para permitir que la extremidad pudiera relajarse, pero entonces los demás músculos también empezaron a rugir por un poco de piedad, como si les estuvieran atravesando con fuerza, crujiendo como si estuvieran resquebrajándose por dentro.
Los calambres habían gobernado su cuerpo entero: había sido una victoria unánime.
Alberto comprendió amargamente que después de todo no se había movido de su lugar bajo la cama.
            El sufrimiento fue tanto, llegó a un punto tan álgido, y de una manera tan inesperada, que el joven no pudo evitar reprimir una sacudida −chocando sus extremidades contra el suelo bajo él− en un intento desesperado por tratar de despojarse de todas las dolencias que le aquejaban al unísono y gruñir y por consiguiente gritar de dolor, como si ya no pudiera dominar su propio cuerpo.
            Si alguien estaba dentro de la casa, con él, sin lugar a dudas le había escuchado y se había percatado de su presencia inadvertida hasta ese momento.
            Alberto, aterrado, esperó a que los pasos llegaran hasta el cuarto de invitados donde se escondía. Si Hernán llegaba ahí, haciendo realidad sus temores, no había vuelta atrás. Alberto estaba indefenso, y Hernán, que había matado a su propia esposa, no iba a poner reparos en hacer lo mismo con él.



El joven se quedó quieto, expectante.
            Una madera pareció rechinar en algún punto de la casa. Los grillos habían comenzado con su melancólico coro allá afuera. Daba la impresión de que alguien contenía la respiración en el living, del otro lado del umbral.
            Silencio.
            Alberto no sabía qué hacer, no tenía idea de cuál debía ser el siguiente paso. “Paciencia”, pensó el joven, como si por el solo hecho de saborear aquella palabra, ésta le confiriera alguna especie de sortilegio en caso de que todo se fuera a la mierda.
            Pero luego de unos muchos segundos de espera, Alberto cayó en la cuenta de que probablemente ahí no hubiera nadie, después de todo: el único que mantenía el aliento era él, y nadie más que él, ahí, debajo de la cama, totalmente asustado. Alberto no pudo evitar pensar en la posibilidad del suicidio de Hernán, en la imagen que aún retenía en su cabeza de éste sentado en la taza del baño de su cuarto, con un hilillo de saliva seca cayéndole por una de sus comisuras y un frasco vacío de pastillas colgando de una de sus manos, casi rosando el suelo.
Si era así, toda la espera, todo el sacrificio habría sido completamente inútil…
(Te measte mientras dormías)
(Me meé mientras dormía)
Aun con el corazón apretado y descontrolado, Alberto fue consciente de que la pesadilla de la cual acababa de despertar había sido más que un sueño, un cúmulo de ideas y temores que le habían acosado de manera inconsciente mientras esperaba a que Hernán diera su próximo paso, y que terminaron por gatillar ciertas reacciones en su cuerpo que no demoraron en descontrolarse y dejarlo todo humillado y apestoso, con el olor penetrante de su propia orina cubriéndolo todo, atacando una y otra vez sus fosas nasales, recalcando su ineficacia e imbecilidad.
Quizá Hernán se había marchado de su casa apenas desapareció de su alcance visual.
Tal vez Hernán se había suicidado intoxicándose con un montón de pastillas.
Existía la posibilidad de que Hernán hubiera huido con el cuerpo de su difunta esposa para enterrarlo mientras él dormía.
Pero lo cierto era que Alberto se había meado encima, como cuando era un niño estúpido, lleno de miedo, y se sentía totalmente denigrado por haberlo hecho, por no haber podido evitarlo, por haber dejado que sucediera.
Sin darse cuenta de lo que hacía, Alberto comenzó a llorar en silencio.



La idea de alguien sentado en el vestíbulo de la casa, esperando el momento oportuno para entrar en escena, le carcomía la cabeza. Con toda seguridad no se trataba de otra cosa más que de las reminiscencias de la pesadilla que había tenido, pero el joven creía que algo de verdad debía haber encerrado en todo eso. Hernán podía estar del otro lado, haciendo uso de una imperturbabilidad mucho mayor que la suya, y él no se iba a dar ni cuenta del instante en el que éste le saltara encima para acabar con su vida de una buena vez por todas.
            El joven no pudo evitar recordar esas tantas ocasiones en que por tratar de parecer gracioso y demostrar cierta superioridad, le jugaba triquiñuelas a su hermano menor. Lo esperaba en las sombras, cuando era de noche, y le saltaba encima desde los recovecos donde se escondía, asustándolo horriblemente. No importaba que sus papás le regañaran al respecto, dándole fuertes apretones en los brazos o golpes en la cabeza con la palma abierta: Alberto disfrutaba viendo cómo su hermano daba inmensos saltos de sorpresa cada vez que lo pillaba por la espalda y le gritaba en el oído. No lo sabía a ciencia cierta, pero Alberto tenía la noción de que haciendo esto, su propio miedo parecía perder tamaño y fuerza. Tampoco podía ser posible que el hermano grande fuera más débil que su hermano menor en estos aspectos, ¿no? Tal vez, pensó Alberto, era una forma de rebatir lo irrebatible: que Gabriel era muy superior a él desde muchas y diferentes aristas. Quizá fuera envidia y él no lo supiera hasta ahora que se lo había cuestionado escondido bajo una cama.
            Aún podía ver la cara borrosa de su hermano con los ojos desorbitados y luego anegados en lágrimas, su mamá corriendo hacia ellos, prendiendo los interruptores de las luces a su paso preocupada por el grito de éste, tomando a Gabriel por el brazo para llevárselo de su alcance, su papá dándole un fuerte golpe en la cabeza como reprimenda, él llorando en silencio y solo en medio del pasillo de la casa a oscuras.
            ¿Qué habrá pensando Gabriel durante sus últimos minutos (tal vez segundos) de vida? ¿Lo habrá recordado a él, su hermano mayor, mientras se desangraba del corte en su garganta? ¿Habrá pensado en él y todas esas veces en que lo asustó de muerte cuando la casa estaba sumida en la negrura de la noche? ¿Habrá imaginado que el habitante de la oscuridad que tanto temía por fin le había dado alcance? Alberto no lo sabía. Jamás podría saberlo. Pero le daba una sensación atroz tener conciencia de que él había sido culpable de tanto mal en su vida. Le parecía algo aborrecible, totalmente vergonzoso.
            ¿Pensaría algo así Alberto de no estar muerto Gabriel? Probablemente no, pero eso era lo importante del asunto: uno no piensa en rectificar las cosas hasta que ya es demasiado tarde; uno no piensa en las consecuencias de los actos propios hasta que una persona se aleja, muere o, digamos, se encuentra escondida de las garras de un hombre loco bajo la cama de su casa.
            Alberto se enjugó sus lágrimas con el dorso de una acalambrada mano derecha; al menos el dolor le hacía lidiar con el presente horrible que vivía, le traía de vuelta a la realidad.
            Había una frase –incluso una canción de Iron Maiden– que decía que sólo los buenos morían jóvenes. Su hermano era bueno y murió joven. Pero él, Alberto, distaba mucho de ser bueno como Gabriel. “La hierba mala nunca muere”, rezaba otro dicho popular frecuente entre las personas.
            Con eso en mente, Alberto tomó una decisión.