Las ganas de orinar se estaban tornando demenciales,
y él no quería salir de ahí. Además de sentirse caldeado y soñoliento, tenía miedo
de lo que pudiera encontrarse del otro lado de la puerta. Tenía miedo, claro,
pero últimamente tenía miedo de muchas cosas; mearse encima era el menor de sus
temores, definitivamente.
La
casa parecía sumida en un silencio sepulcral, denso, como si éste llenara todos
los intersticios posibles, como si se tratara del aire mismo y sus moléculas
omnipresentes; no se escuchaba ahí otra cosa más que sus propios latidos
expectantes contra su pecho, esperando alguna señal de vida que le indicara que
ahí no había peligro, que en el pasillo contiguo no había nadie y que podía ir
al baño a vaciar su dolorida vejiga sin temer a que algo o alguien le saltara
encima. Últimamente se sentía un poco fuera de sí cada vez que se encontraba
solo en la oscuridad, rodeado por ella, como si ésta fuera capaz de recorrer la
superficie de su piel con la facilidad y el tacto propio de unos dedos largos,
escalofriantes y certeros, como arañas gigantes caminándole por encima.
Allá
afuera no se escuchaba ni mamá, ni papá, ni su hermano. Todos parecían estar
durmiendo profundamente como nunca, sin roncar ni moverse de la manera inquieta
de siempre por sus camas, haciéndolas crujir a cada movimiento.
“Estás
solo”, se dijo Alberto, como si acabara de dar una sentencia que esperaba
recibir desde hacía tiempo. “Estás solo con la oscuridad, no hay nadie más”.
Porque
ahí estaba solo, era un hecho. Era de noche y en la casa no había nadie.
“Aunque
cuando traspases el umbral de esa puerta…”, pensó trémulo, y supo que entonces sería
cierto; luego vendría el llanto lejano de la llorona, pobre mujer arrebatada de
sus hijos y marido, dispuesta a vengar a los suyos. “Cuando salgas por ahí,
ella te tomará del cuello y…”.
Y
bueno, él tendría que morir, naturalmente.
Alberto
tragó saliva
(sintiendo
la boca reseca, pringosa)
y
pensó que el asunto derivaba básicamente en quedarse ahí, siendo consciente de
lo idiota que se había tornado con los años, mearse encima y tener que cambiar
las sábanas y frazadas antes que los demás se dieran cuenta de su vergonzoso
acto al día siguiente, o, claramente, hacerle frente a algo que simplemente
residía en su cabeza, un algo cuya mejor y más letal arma era su propio miedo.
“Ahí
afuera no hay nadie, ahí afuera no hay nadie”, repitió mentalmente Alberto mientras
intentaba serenarse. “La llorona no existe, débil de mierda. La llorona no
existe ni nunca existió”.
Todos
sabían que la llorona era parte de un imaginario colectivo propagado por los
adultos para inculcar miedo en las cabezas de los niños de su generación,
cuando los niños aún podían sentir un miedo infame por todo lo que no
conseguían explicar con sus inexperimentadas mentes. Pero él tenía miedo, a
pesar de todo, y no podía evitarlo. No podía, no podía, no podía.
Hasta
que escuchó a alguien removerse en algún lugar del living.
El sonido podría haber provenido de
cualquier otro sitio de aquella amplia casa, mas Alberto sabía que se trataba de alguien en el vestíbulo
(como si estuviera acomodándose en su
sitio),
específicamente en uno de los sillones;
no podía decir por qué, pero tenía plena consciencia de ello.
“Es mi papá”, se dijo Alberto, un poco
más tranquilo. “Mi papá debe haberse quedado dormido mientras miraba la tele”.
Ya había ocurrido en otras ocasiones que su papá se quedaba dormido en una
posición un tanto incómoda mientras veía las noticias, y era tan difícil
despertarlo o cambiarlo de lugar, que su mamá siempre optaba por dejarlo ahí,
con una manta encima, hasta que despertara por la noche y se fuera a la cama de
una vez por todas bajo su propia cuenta.
No obstante no había ronquidos; cosa
rara, pensó Alberto.
Entonces el joven se levantó de su cama,
sacando una pierna tras otra debajo de sus frazadas, y avanzó en dirección a la
puerta del pasillo. La habitación se hallaba sumida en una penumbra fina, casi
fantasmagórica, por lo que Alberto podía ver con una claridad poco usual para
esas raras ocasiones en que decidía enfrentarse a la oscuridad reinante del
otro lado del umbral. Por lo mismo no demoró en alcanzar el pomo de la puerta,
abrirla y hallarse en ese largo camino hacia la salvación.
Sin embargo, motivado completamente por
el instinto, Alberto miró hacia su derecha, y lo que vio le hizo encoger el
corazón de puro terror. Ahí en el living, en el sillón favorito de su papá, se hallaba
sentado un hombre. Mas ese hombre no era su papá, definitivamente: Alberto lo
sabía por su postura, la espalda erguida, la cabeza expectante, por la pierna
que tenía encima de la otra en una actitud que jamás se había hecho patente en
su progenitor. Su papá podía ser un hijo de perra la mayoría de las veces, pero
en pocas ocasiones lo había visto así, sentado como si esperara despedir al
primer empleado que tuviera al frente por el mero acto de sentir placer. Además
estaba el hecho de su constitución: el papá de Alberto era de contextura
delgada pero musculosa; en cambio esta figura era más ancha, un tanto más
gruesa, como la de alguien que no realiza mucho ejercicio debido a todo su
trabajo de oficina.
El hombre del sillón parecía estarlo
mirando fijamente, aun cuando el uno para el otro no era más que una sombra
recortada contra la frágil penumbra de la estancia.
La figura oscura carraspeó, inclinando
un poco más la cabeza, como si esperara atenta cualquier reacción de su parte. Daba
la impresión de que estuviera intentando llamarle, de hacer que llegara hasta
su lado. Pero Alberto sabía que hacerle caso sería fatal. Aquello sería completamente
su perdición.
Alberto, sintiendo cómo una mano
invisible y fría apretujaba su corazón de una manera alarmante, avanzó
rápidamente hacia el lado contrario sin dejar de tantear la oscuridad que de
pronto se había vuelto muy espesa, como granulada. No lo entendía, no tenía
lógica, pero había sucedido.
Por lo mismo no importó que diera un paso
acelerado tras otro en pos de su salvación: de todas maneras no logró dar con la
esperada entrada del baño por mucho esfuerzo que realizara. El espacio restante,
lo que debería ser apenas unos cuantos metros, se hacía eterno, cada vez más
negro: era como entrar en una cueva, o en la guarida de alguien. Alberto de
verdad no conseguía comprenderlo.
Hasta que la oyó llorar.
Primero fue un estrepitoso gemido que
dejó helado a Alberto, inmóvil en medio de la negrura reinante. El sonido le
trajo recuerdos, la vaga sensación de haberlo oído alguna vez, quizá, de algún
familiar de los tiempos lejanos
(mi prima Sandra, o la Amanda, su
hermana)
en un momento pretérito y aciago. Como
en un funeral, por ejemplo.
Lo peor vino después.
Sin poder moverse
(sus músculos no le respondían)
(parecían estar paralizados),
Alberto sintió cómo los gemidos pasaron
a ser un llanto sosegado, y el llanto a un sollozo capaz de congelar los huesos
y los nervios de quien era lo suficientemente desafortunado para llegar a
percibirlo. Porque la presencia de alguien, algo,
estaba alejándose, y eso sólo podía significar la presencia de…
Alberto, quien no había sido lo
necesariamente perspicaz para darse cuenta que al lado suyo había una ventana
alta pero estrecha, tuvo miedo de mirar afuera y ver a una mujer alargada, con
un deteriorado vestido blanco encima, de piel enfermiza, los ojos cocidos con
hilo negro y la boca torcida en un ángulo impropio para alguien que estuviera
vivo. Tuvo miedo de quedarse mirando la calle afuera y verla parada junto al
poste de luz frente a la casa y no poder hacer nada para alejarla.
Alberto posó sus dedos junto al marco de
la ventana y acercó su cara al cristal, como poseído. El joven tuvo la
sensación de que la calle afuera estaba muerta de alguna manera, y no vacía por
ser noche cerrada en plena madrugada. Sin embargo el llanto quedo persistía, y
Alberto sentía que debía comprobar si sus miedos eran fundados o no; no quería
saber que se hallaba totalmente aterrado por culpa de una idea tan infantil y
fútil en su cabeza.
Entonces la cortina a su izquierda se
estremeció, como si alguien la hubiera soplado desde el otro lado, y sin
mayores preámbulos vio aparecer ante sí la mano pálida de la mujer que tanto
temía, como si siempre se hubiera hallado escondida del otro lado del velo
negro.
−¡Me mataste! –susurró la mujer−. ¡Tú me
mataste!
Tatiana lucía un espantoso cráter en su
cabeza, un cruel espectáculo de carne, tejidos y huesos despedazados. Le
faltaba un ojo, y su sonrisa era una mueca asquerosa de dientes podridos y horadados.
Llevaba encima un ligero vestido gris ceniciento que a Alberto se le hizo muy
familiar. La luz mortecina de la luna que entraba por la ventana a su lado no
hacía más que realzar sus detalles horrorosos y lo que quedaba de sus
facciones.
−¡Tú me mataste! –volvió a murmurar
Tatiana, lo cual era sumamente extraño, pensó Alberto en un instante
fugacísimo, un chispazo, porque ella se hallaba al frente suyo sin ninguna
clase de barrera, pero su voz parecía provenir de mucho más lejos, quizá de la
calle, afuera, por ejemplo.
Alberto, aterrado, quería decirle que
estaba equivocada, que él nunca había sido el culpable de tamaña desgracia, que
si no le soltaba, se iba a mear encima, pero sus extremidades no respondían,
parecían no estar unidas a él.
Aunque a decir verdad, nada en él parecía
estar respondiendo. Alberto sentía cómo su cuerpo parecía relajarse poco a poco
hasta dar paso a una especie de progresiva desconexión muscular. Empezó por los
brazos, siguió en los hombros, y llegó hasta su bajo vientre.
−¡Tú me mataste, tú me mataste! –seguía
repitiendo Tatiana, con su cara destrozada y su tacto corrupto. Alberto sólo
quería decirle que se detuviera, por favor, que si no lo soltaba se iba a mear
encima.
Pero ella acercó su cara a la de Alberto,
los trozos de carne colgando, el hueco del ojo observándole como si ahí
continuara el globo ocular, lo que quedaba de sus dientes a centímetros de su
piel como si quisiera darle el último beso que no alcanzó a darle en vida. Alberto
no podía soportarlo: ¡se iba a volver loco, Tatiana lo iba a volver loco!;
¡Tatiana había vuelto para volverle loco antes de llevárselo consigo!
−¡Esto es tu culpa, Alberto, es tu
culpa!
Aunque pareciera imposible, la voz de la
mujer empezó a apagarse aún más de lo que lo ya lo hacía, como si ambos
estuvieran alejándose del lugar de donde provenía. Alberto supo entonces que
era hombre muerto, que su fin había llegado
(¡no, no, no, no, no!).
Alberto quiso liberarse, hacerle frente
a la mujer que tenía adelante, mas no pudo por mucho que lo intentó.
Así fue que cerró sus ojos, apretándolos
fuerte, y empezó a rezar como lo hacía cuando niño y sentía miedo. Rezó con
fuerza, como si de ello dependiera su vida
(porfavorporfavorporfavor).
Alberto dio un fuerte salto cuando las
manos de la mujer apretaron con fuerza su cuello y sintió que algo se rompía
entre ellas, dejándolo todo en silencio y paralizado por un breve instante.
Luego, naturalmente, se hizo la
oscuridad.
Al principio creyó que era la transpiración, que se
hallaba totalmente cubierto de sudor. Después se percató que no conseguía ver
nada, que todo se hallaba inquietantemente muy oscuro. Y segundos más tarde
advirtió un molesto y penetrante olor golpeándole las fosas nasales. Entonces
supo que esto, lo que sentía ahora, era lo real, y lo que acababa de vivir no
había sido más que un sueño.
El
pánico lo dominó, y lo hizo presa suya.
Alberto,
sin darse cuenta, como un imbécil, se había quedado profundamente dormido.
La casa se hallaba sumida en la oscuridad, cosa que
le trajo vivos recuerdos de la pesadilla que acababa de vivir.
Debían
ser más de las ocho de la noche, a juzgar por la total ausencia de luz
ingresando por la ventana del living. Si fueran las seis, o las siete, con toda
seguridad habría algo de luminosidad en la estancia, pero no había nada. Era
como tener los ojos cerrados, apretados con fuerza.
Alberto
intentó mover su brazo derecho en un acto instintivo, mas le fue completamente
imposible. En vez de eso le asaltó un agudo dolor en el músculo, un dolor
horrible, lacerante, una tensión como si de verdad tuviera un fierro
atravesándolo de un punto a otro. Alberto intentó acomodarse para permitir que
la extremidad pudiera relajarse, pero entonces los demás músculos también
empezaron a rugir por un poco de piedad, como si les estuvieran atravesando con
fuerza, crujiendo como si estuvieran resquebrajándose por dentro.
Los calambres habían gobernado su cuerpo
entero: había sido una victoria unánime.
Alberto comprendió amargamente que
después de todo no se había movido de su lugar bajo la cama.
El
sufrimiento fue tanto, llegó a un punto tan álgido, y de una manera tan
inesperada, que el joven no pudo evitar reprimir una sacudida −chocando sus
extremidades contra el suelo bajo él− en un intento desesperado por tratar de
despojarse de todas las dolencias que le aquejaban al unísono y gruñir y por
consiguiente gritar de dolor, como si ya no pudiera dominar su propio cuerpo.
Si
alguien estaba dentro de la casa, con él, sin lugar a dudas le había escuchado
y se había percatado de su presencia inadvertida hasta ese momento.
Alberto,
aterrado, esperó a que los pasos llegaran hasta el cuarto de invitados donde se
escondía. Si Hernán llegaba ahí, haciendo realidad sus temores, no había vuelta
atrás. Alberto estaba indefenso, y Hernán, que había matado a su propia esposa,
no iba a poner reparos en hacer lo mismo con él.
El joven se quedó quieto, expectante.
Una
madera pareció rechinar en algún punto de la casa. Los grillos habían comenzado
con su melancólico coro allá afuera. Daba la impresión de que alguien contenía
la respiración en el living, del otro lado del umbral.
Silencio.
Alberto
no sabía qué hacer, no tenía idea de cuál debía ser el siguiente paso. “Paciencia”,
pensó el joven, como si por el solo hecho de saborear aquella palabra, ésta le
confiriera alguna especie de sortilegio en caso de que todo se fuera a la
mierda.
Pero
luego de unos muchos segundos de espera, Alberto cayó en la cuenta de que
probablemente ahí no hubiera nadie, después de todo: el único que mantenía el
aliento era él, y nadie más que él, ahí, debajo de la cama, totalmente asustado.
Alberto no pudo evitar pensar en la posibilidad del suicidio de Hernán, en la
imagen que aún retenía en su cabeza de éste sentado en la taza del baño de su
cuarto, con un hilillo de saliva seca cayéndole por una de sus comisuras y un
frasco vacío de pastillas colgando de una de sus manos, casi rosando el suelo.
Si era así, toda la espera, todo el
sacrificio habría sido completamente inútil…
(Te measte
mientras dormías)
(Me meé
mientras dormía)
Aun con el corazón apretado y
descontrolado, Alberto fue consciente de que la pesadilla de la cual acababa de
despertar había sido más que un sueño, un cúmulo de ideas y temores que le
habían acosado de manera inconsciente mientras esperaba a que Hernán diera su
próximo paso, y que terminaron por gatillar ciertas reacciones en su cuerpo que
no demoraron en descontrolarse y dejarlo todo humillado y apestoso, con el olor
penetrante de su propia orina cubriéndolo todo, atacando una y otra vez sus
fosas nasales, recalcando su ineficacia e imbecilidad.
Quizá Hernán se había marchado de su
casa apenas desapareció de su alcance visual.
Tal vez Hernán se había suicidado
intoxicándose con un montón de pastillas.
Existía la posibilidad de que Hernán
hubiera huido con el cuerpo de su difunta esposa para enterrarlo mientras él
dormía.
Pero lo cierto era que Alberto se había
meado encima, como cuando era un niño estúpido, lleno de miedo, y se sentía
totalmente denigrado por haberlo hecho, por no haber podido evitarlo, por haber
dejado que sucediera.
Sin darse cuenta de lo que hacía,
Alberto comenzó a llorar en silencio.
La idea de alguien sentado en el vestíbulo de la
casa, esperando el momento oportuno para entrar en escena, le carcomía la
cabeza. Con toda seguridad no se trataba de otra cosa más que de las
reminiscencias de la pesadilla que había tenido, pero el joven creía que algo
de verdad debía haber encerrado en todo eso. Hernán podía estar del otro lado,
haciendo uso de una imperturbabilidad mucho mayor que la suya, y él no se iba a
dar ni cuenta del instante en el que éste le saltara encima para acabar con su
vida de una buena vez por todas.
El
joven no pudo evitar recordar esas tantas ocasiones en que por tratar de parecer
gracioso y demostrar cierta superioridad, le jugaba triquiñuelas a su hermano
menor. Lo esperaba en las sombras, cuando era de noche, y le saltaba encima
desde los recovecos donde se escondía, asustándolo horriblemente. No importaba
que sus papás le regañaran al respecto, dándole fuertes apretones en los brazos
o golpes en la cabeza con la palma abierta: Alberto disfrutaba viendo cómo su
hermano daba inmensos saltos de sorpresa cada vez que lo pillaba por la espalda
y le gritaba en el oído. No lo sabía a ciencia cierta, pero Alberto tenía la
noción de que haciendo esto, su propio miedo parecía perder tamaño y fuerza.
Tampoco podía ser posible que el hermano grande fuera más débil que su hermano
menor en estos aspectos, ¿no? Tal vez, pensó Alberto, era una forma de rebatir
lo irrebatible: que Gabriel era muy superior a él desde muchas y diferentes
aristas. Quizá fuera envidia y él no lo supiera hasta ahora que se lo había
cuestionado escondido bajo una cama.
Aún
podía ver la cara borrosa de su hermano con los ojos desorbitados y luego
anegados en lágrimas, su mamá corriendo hacia ellos, prendiendo los
interruptores de las luces a su paso preocupada por el grito de éste, tomando a
Gabriel por el brazo para llevárselo de su alcance, su papá dándole un fuerte
golpe en la cabeza como reprimenda, él llorando en silencio y solo en medio del
pasillo de la casa a oscuras.
¿Qué
habrá pensando Gabriel durante sus últimos minutos (tal vez segundos) de vida?
¿Lo habrá recordado a él, su hermano mayor, mientras se desangraba del corte en
su garganta? ¿Habrá pensado en él y todas esas veces en que lo asustó de muerte
cuando la casa estaba sumida en la negrura de la noche? ¿Habrá imaginado que el
habitante de la oscuridad que tanto temía por fin le había dado alcance?
Alberto no lo sabía. Jamás podría saberlo. Pero le daba una sensación atroz
tener conciencia de que él había sido culpable de tanto mal en su vida. Le
parecía algo aborrecible, totalmente vergonzoso.
¿Pensaría
algo así Alberto de no estar muerto Gabriel? Probablemente no, pero eso era lo
importante del asunto: uno no piensa en rectificar las cosas hasta que ya es
demasiado tarde; uno no piensa en las consecuencias de los actos propios hasta
que una persona se aleja, muere o, digamos, se encuentra escondida de las
garras de un hombre loco bajo la cama de su casa.
Alberto
se enjugó sus lágrimas con el dorso de una acalambrada mano derecha; al menos
el dolor le hacía lidiar con el presente horrible que vivía, le traía de vuelta
a la realidad.
Había
una frase –incluso una canción de Iron Maiden– que decía que sólo los buenos
morían jóvenes. Su hermano era bueno y murió joven. Pero él, Alberto, distaba
mucho de ser bueno como Gabriel. “La hierba mala nunca muere”, rezaba otro
dicho popular frecuente entre las personas.
Con eso en mente, Alberto tomó una
decisión.