Largo camino a la ruina #34: Recuerdo de domingo por la tarde

Hizo tanto frío al domingo siguiente, que con el Juan decidimos quedarnos en piyama todo el día y jugar el Super Mario 64 en su emulador de la Wii con la idea de pasar todas las etapas de un solo tirón. Como encontró una revista Club Nintendo del noventa y tanto −de cuando creíamos que el pene sólo se utilizaba para orinar− en la que aparecían retos para los jugadores que se creyeran más avezados, no dudamos en tomarlos y tratar de pasarlos uno por uno como los detallaba ésta. Para que les quede más claro, éstos consistían, por ejemplo, en que algunas estrellas no se podían obtener con ayuda de los objetos a disposición en el nivel (como el uso de los cañones habilitados ni el búho que te eleva por los aires), viéndote en la obligación de hallar y desencadenar ciertos errores en el programa para que Mario pudiera traspasar ciertas paredes o aparecer en lugares inimaginables y así tenerlas todas sin que el orden impuesto por el fabricante importara al final de cuentas.
            Las estrellas de la primera etapa resultaron ser engorrosísimas: la falta del cañón hizo que tomar ciertas monedas ubicadas en el aire fuera una empresa totalmente costosa y angustiante, un dolor de cabeza constante. Lo mismo que la segunda, esa del castillo en el aire con un Whomp gigante en su cúspide.
            Cuando llegamos al primer nivel de nieve, ya habían transcurrido cerca de dos horas desde que habíamos empezado, la misma cantidad de tiempo que nos hubiéramos demorado en obtener al menos sesenta estrellas utilizando los medios normales. Entonces me acordé de algo que me ocurrió cuando chico, justamente en uno de esos domingos en que mi mamá planchaba la ropa de la semana en el mismo cuarto donde habían instalado mi Nintendo 64. Recuerdo que me faltaba una estrella muy escondida en ese mismo mapa, y como no sabía qué hacer al respecto, me tomé el tiempo para fastidiar un rato con el primer pingüino que aparece sobre la cabaña al inicio del nivel. Bajé con él deslizándome por el camino nevado y llegué hasta su madre, quien me premió con una estrella que ya había sacado anteriormente. Pero en vez de tomar la estrella y salir de vuelta al castillo, agarré nuevamente al pingüino (ante la súbita ira de su madre), me paré delante del precipicio y lo dejé caer hasta el infinito abajo. A mí me pareció gracioso, pero tuve la mala fortuna que mi mamá justo estuviera mirando la pantalla y encontrara en eso una actitud bastante reprochable de mi parte.
            −¡Qué hiciste con ese pingüino!
            En un principio me asustó el hecho que mi mamá interactuara conmigo debido a algo relacionado a los videojuegos: es más, hasta ese momento jamás se había pronunciado al respecto.
            −¿Qué cosa? –le pregunté.
            −¡Tiraste a un pingüino a un precipicio, y con su madre mirando!
            −Ya, mamá, no es para tanto…
            −Creo que voy a hablar con tu papá sobre esto. ¡No puede ser que hagas eso con los animales!
            Como en la pantalla todo seguía como de costumbre, me salí del nivel y vagabundeé entre los demás sin hacer mucho que valiera la pena. Por lo mismo me sentí aliviado tras bostezar y apagar la consola hasta el día siguiente, dejando a mi madre sola en el cuarto del planchado.
            Debo aceptar que temía que mi papá, al enterarse del asunto, viniera y me escondiera los cables para hacer funcionar la consola como ya lo había hecho antes –cuando me iba mal en las pruebas o me ponía insolentes con ellos− por unos buenos días. Pero tras verlo y darme cuenta que parecía no saber del asunto, me tranquilicé y pensé que, después de todo, quizá mi mamá no le había contado sobre mi enjuiciable manera de usar a Mario. Luego, con los años y otros videojuegos más modernos en mi haber, el asunto se me fue olvidando hasta transformarse en una imperceptible mancha en la memoria.
            Cuando le conté la historia al Juan, se cagó de la risa como era de esperar.
            −¿Legal que tu mamá te retó por haber tirao’ al pingüino al vacío?
            −Sí. No sé qué mierda le pasó. Se tomó muy en serio la idea que era un pingüino con madre, sentimientos y todo eso. Ahora me da risa, obvio, pero en ese momento me dio miedo que terminaran por esconderme el Nintendo. Esa güeá sí que era dolorosa.
            −Demás po’. Igual en volá tu mamá quería enseñarte a cuidar los animales y güeá.
            −Sí, demás –Hice una pausa para ver cómo el Juan trataba de llegar a la plataforma más baja de la etapa sin la ayuda del cañón, la misma que me costó un mundo encontrar cuando chico−. En todo caso –seguí−, yo cacho que me hizo bien ese reto. Porque igual como que le tengo cariño a los animales y los cuido y la volá; o sea, no soy tan penca con ellos como lo son otras personas, ¿no?
            −Sí, culiao’, igual que yo.

            Cinco minutos después sonó el aviso del horno eléctrico en el que habíamos dejado calentándose las sobras de un asado celebrado el día anterior en la casa durante mi ausencia. Nos llegamos a rechupar los dedos, obviamente, siempre pensando en que éramos unas excelentes personas para con los animales.