Hizo tanto frío al domingo
siguiente, que con el Juan decidimos quedarnos en piyama todo el día y jugar el
Super Mario 64 en su emulador de la
Wii con la idea de pasar todas las etapas de un solo tirón. Como encontró una
revista Club Nintendo del noventa y tanto −de cuando creíamos que el pene sólo
se utilizaba para orinar− en la que aparecían retos para los jugadores que se
creyeran más avezados, no dudamos en tomarlos y tratar de pasarlos uno por uno
como los detallaba ésta. Para que les quede más claro, éstos consistían, por
ejemplo, en que algunas estrellas no se podían obtener con ayuda de los objetos
a disposición en el nivel (como el uso de los cañones habilitados ni el búho
que te eleva por los aires), viéndote en la obligación de hallar y desencadenar
ciertos errores en el programa para que Mario pudiera traspasar ciertas paredes
o aparecer en lugares inimaginables y así tenerlas todas sin que el orden impuesto
por el fabricante importara al final de cuentas.
Las estrellas de la primera etapa resultaron ser
engorrosísimas: la falta del cañón hizo que tomar ciertas monedas ubicadas en
el aire fuera una empresa totalmente costosa y angustiante, un dolor de cabeza
constante. Lo mismo que la segunda, esa del castillo en el aire con un Whomp
gigante en su cúspide.
Cuando llegamos al primer nivel de nieve, ya habían
transcurrido cerca de dos horas desde que habíamos empezado, la misma cantidad
de tiempo que nos hubiéramos demorado en obtener al menos sesenta estrellas
utilizando los medios normales. Entonces me acordé de algo que me ocurrió
cuando chico, justamente en uno de esos domingos en que mi mamá planchaba la ropa
de la semana en el mismo cuarto donde habían instalado mi Nintendo 64. Recuerdo
que me faltaba una estrella muy escondida en ese mismo mapa, y como no sabía
qué hacer al respecto, me tomé el tiempo para fastidiar un rato con el primer
pingüino que aparece sobre la cabaña al inicio del nivel. Bajé con él
deslizándome por el camino nevado y llegué hasta su madre, quien me premió con
una estrella que ya había sacado anteriormente. Pero en vez de tomar la
estrella y salir de vuelta al castillo, agarré nuevamente al pingüino (ante la
súbita ira de su madre), me paré delante del precipicio y lo dejé caer hasta el
infinito abajo. A mí me pareció gracioso, pero tuve la mala fortuna que mi mamá
justo estuviera mirando la pantalla y encontrara en eso una actitud bastante
reprochable de mi parte.
−¡Qué hiciste con ese pingüino!
En un principio me asustó el hecho que mi mamá
interactuara conmigo debido a algo relacionado a los videojuegos: es más, hasta
ese momento jamás se había pronunciado al respecto.
−¿Qué cosa? –le pregunté.
−¡Tiraste a un pingüino a un precipicio, y con su madre
mirando!
−Ya, mamá, no es para tanto…
−Creo que voy a hablar con tu papá sobre esto. ¡No puede
ser que hagas eso con los animales!
Como en la pantalla todo seguía como de costumbre, me
salí del nivel y vagabundeé entre los demás sin hacer mucho que valiera la
pena. Por lo mismo me sentí aliviado tras bostezar y apagar la consola hasta el
día siguiente, dejando a mi madre sola en el cuarto del planchado.
Debo aceptar que temía que mi papá, al enterarse del
asunto, viniera y me escondiera los cables para hacer funcionar la consola como
ya lo había hecho antes –cuando me iba mal en las pruebas o me ponía insolentes
con ellos− por unos buenos días. Pero tras verlo y darme cuenta que parecía no
saber del asunto, me tranquilicé y pensé que, después de todo, quizá mi mamá no
le había contado sobre mi enjuiciable manera de usar a Mario. Luego, con los
años y otros videojuegos más modernos en mi haber, el asunto se me fue
olvidando hasta transformarse en una imperceptible mancha en la memoria.
Cuando le conté la historia al Juan, se cagó de la risa
como era de esperar.
−¿Legal que tu mamá te retó por haber tirao’ al pingüino
al vacío?
−Sí. No sé qué mierda le pasó. Se tomó muy en serio la
idea que era un pingüino con madre, sentimientos y todo eso. Ahora me da risa,
obvio, pero en ese momento me dio miedo que terminaran por esconderme el
Nintendo. Esa güeá sí que era dolorosa.
−Demás po’. Igual en volá tu mamá quería enseñarte a
cuidar los animales y güeá.
−Sí, demás –Hice una pausa para ver cómo el Juan trataba
de llegar a la plataforma más baja de la etapa sin la ayuda del cañón, la misma
que me costó un mundo encontrar cuando chico−. En todo caso –seguí−, yo cacho
que me hizo bien ese reto. Porque igual como que le tengo cariño a los animales
y los cuido y la volá; o sea, no soy tan penca con ellos como lo son otras
personas, ¿no?
−Sí, culiao’, igual que yo.
Cinco minutos después sonó el aviso del horno eléctrico
en el que habíamos dejado calentándose las sobras de un asado celebrado el día
anterior en la casa durante mi ausencia. Nos llegamos a rechupar los dedos, obviamente,
siempre pensando en que éramos unas excelentes personas para con los animales.