Historia #28: Confesión sobre la ciudad







Luego de tomar un sorbo de su vaso, Diego sintió que las piscolas por fin le estaban haciendo efecto tanto física como mentalmente. Entonces miró a Margot y se dio cuenta que lo mismo parecía estarle ocurriendo a ella; se lamió los labios y carraspeó un poco. Era momento de llevar la conversación por otros senderos.
−¿Oye, Margot?
−¿Sí, dime?
−¿Tú…, tú te masturbai’?
Ella pareció avergonzarse un poco; rió tímidamente, tapando su boca, mientras el viento nocturno arreciaba sobre la ciudad iluminada allá abajo.
−Ay, las cosas que preguntai’.
−Pero qué onda; ¿lo hací?
Margot se mantuvo en silencio, sonriendo tras el puño de su abrigada chaqueta. Parecía un poco más divertida que antes.
−Pucha…; es que igual me da vergüenza…
−Pero qué onda, dale. No es na’ del otro mundo –Diego bebió otro sorbo de su piscola.
−Ucha…, ya –Margot respiró hondo, cerrando los ojos por más tiempo que el necesario, y dijo−: Sí, sí lo he hecho.
Diego sonrió, condescendiente, y le palmeó el hombro suavemente; sentía que acababa de dar un paso considerable para cumplir con el objetivo de su misión. Pero cuando iba a hacer un comentario al respecto capaz de encender los ánimos de Margot, ésta siguió adelante, como si le hubieran quitado el tapón que guardaba sus más profundos secretos.
−Cuando tenía catorce años, iba a la cocina y sacaba los choclos o los pepinos del congelador y me los metía por ahí; al principio dolía y la volá, pero después me fui acostumbrando. Ahora puedo llegar a meterme hasta dos a la vez.
Diego tragó saliva sin saber cómo reaccionar mientras Margot bebía más de su vaso. El primero iba a decir algo, cualquier cosa que sirviera como distracción ante su sorpresa, pero su acompañante fue mucho más rápida.
−Y cuando tenía dieciséis, me echaba de esa comida pa’ perro’ con trozos de carne y esperaba que mi perro me lengüeteara –Margot tomó otro sorbo, tambaleando un poco su cuerpo; Diego, por su lado, comenzaba a verse un tanto incómodo−. Lo bueno fue que cuando tenía diecisiete, descubrí que si le tocaba la tula antes que me lamiera, se calentaba caleta y se ponía como loco, la güeá se le paraba y no se calmaba con nada. Hasta que un día se la pesqué y me la metí dentro y… −Rió otro poco−. Ya cachai’ po’.
−Sí, sí, ya cacho… −Diego no sabía qué comentar al respecto.
−Igual eso pasó hace rato ya; ahora el Steve está muerto y me divierto con otras cosas mejores aún…
Diego se sobresaltó y se apresuró a decir:
−¿En serio?; ¡oh, güena onda! –Y para salir totalmente del paso, agregó−: Oye, ¿y qué pensai’ hacer el otro semestre?