Me encontré con el Marcelo,
un compañero de carrera de un curso superior al mío, mientras almorzaba en el
casino de la universidad antes que el gran tumulto de estudiantes saliera de
clases. Nos llevamos bien desde el primer día, cuando nos recibieron con sus
compañeros más reventados y nos llevaron al escondrijo lleno de arbustos del
campus, el famoso “hervidero de ratas” como lo conocía la gran mayoría. Semanas
después, cuando le pregunté que cómo supieron quiénes accederían a sus
invitaciones y quiénes no (porque en esto fueron precisos: los mismos que nos
acompañaron ese día, son los mismos que siguen asistiendo a las fiestas y
tomateras/fumateras sin asunto que organizamos hasta la fecha), me confesó que
luego de dos semestres en aquella universidad, habían logrado una habilidad que
les permitía distinguir quiénes eran unos viciosos de los que nunca habían
probado nunca nada.
−Yo los vi y supe al tiro que eran unos borrachos de
mierda.
Cuando me dijo eso, no supe si reír o reconsiderar la
manera que llevaba viviendo desde mi último año en el colegio. Pero de eso van
años, y sigo por la misma senda, quizá hasta peor.
El Marcelo me saludó con un abrazo caluroso y se sentó a
la mesa conmigo. Mientras engullía el trozo de torta de naranja que siempre (o
cada vez que se lo permitía su beca de alimentación universitaria) almorzaba,
me dijo que ese día jugaba su equipo de fútbol favorito en la ciudad.
−¿Y vai’ a ir? –le pregunté.
−De hecho, por lo mismo me alegro de encontrarte –me
dijo, pareciendo un tanto emocionado. Entonces me explicó que tenía en su poder
dos entradas para ir a verlo al estadio: una para él y otra para la Isi, su
polola de nuestra misma carrera−. Pero la Isi está cagá’: tiene una prueba
mañana pa’l pico brígida.
Lo que reducía todo a que yo fuera su compañía.
−Yo igual tengo prueba mañana –le dije, viendo cómo su
expresión se trocaba desilusionada−. Pero me importa un pico. Ya estudié pa’ la
güeá.
−¡Güena! –celebró, dándole un puñetazo a la mesa.
Después me contó, emocionado, que su equipo venía en una
racha ganadora como nunca, cosa que ya sabía gracias a todos los comentarios
emocionados y sorprendidos que había generado ésta en las redes sociales a las
que estaba expuesto. Si ganaba este partido y el siguiente, su equipo podía
declararse merecedor de un puesto dentro de las semifinales de la copa, cosa
que no sucedía desde hacía años.
Por lo mismo, su hinchada había redoblado sus esfuerzos
para demostrar que eran más que unos pechos fríos, sino todos unos apasionados y
eternos seguidores del equipo de sus amores. Para ello habían hecho una colecta
virtual con el fin de comprar un lienzo gigantesco para luego pintarle encima el
logo del equipo, junto con alguna frase alentadora y esas cosas. El partido de
ese día era su esperado estreno.
−¡Güeón, tenemos que ser parte de esa güeá! –me dijo el
Marcelo, refiriéndose a que debíamos estar entre los que mantenían el lienzo
alzado.
Pensé de inmediato que no había de otra, de todas formas:
porque no me iba a aprovechar de su entrada para luego dejarlo solo una vez
dentro del estadio; además se notaba que quería estar ahí, sosteniendo ese
trozo de género que, me explicó, debía ser tan larga como la galería del
recinto.
Fuimos al baño a mear y lavarnos los dientes mientras los
demás estudiantes entraban al casino para almorzar antes de las clases de la
tarde. Saludamos a unos cuantos de nuestros compañeros y nos dirigimos a una
zona arbolada para echarnos un rato a leer nuestras guías o hablar por un rato.
Pero antes de llegar sufrimos lo que toda persona ansiosa (y borracha) sufre
antes de un evento de tal magnitud como la de un partido.
En menos de media hora ya nos encontrábamos sentados en
un pub vaciando una pinta de cerveza tras otra, poniéndonos al día de todos
nuestros acontecimientos de los que no habíamos podido conversar en privado
hasta el momento. Me contó que la Isi había sufrido un retraso de unas cuantas
semanas, llevando su relación a un punto de tensión como nunca antes.
−Ahora entiendo por qué se veían tan raros esos días –le
comenté.
−Estábamos pa’l pico, de verdad –dijo el Marcelo,
sonriendo; sin embargo, percibí un ligero temblor en una de las comisuras de
sus labios. Y bueno, es que del solo hecho de pensar en ser papá –o recordar
que estuviste a punto de serlo, como en este caso−, ¿a quién no le sucedería?
La vida ahora está mejor, me declaró. “Ahora somos más
responsables al respecto”, dijo. “Los días de afierrope han acabado”.
−Ya era hora –le comenté, sonando responsable e idiota
como todos los que le recomiendan cosas así a sus amigos.
El partido comenzaba a las nueve de la noche en punto,
pero Marcelo me explicó que los de la barra siempre se juntaban antes para
organizarse y ver ciertos detalles que pudieran arruinar las cosas tal como las
habían planeado. Por lo mismo nos dirigimos al estadio como a eso de las seis y
media de la tarde, encontrándonos con un montón de borrachos malolientes y
ataviados con las camisetas del equipo de sus amores. Se notaba a leguas que no
habían comido absolutamente nada en todo el día y que su dieta se basaba
prácticamente en grandes raciones de cerveza, vino en caja de cartón y dosis
significativas de falopa y pasta base; sobre todo de esto último, a juzgar por
el implacable y nauseabundo olor que parecía envolverlos como auras.
Nos sentamos con ellos y comenzamos a practicar los
nuevos cantos que la hinchada tenía preparados para esta fecha en adelante;
debo decir que, uff, quien los ingenió (naturalmente plagiando melodías de
archiconocidas canciones populares) debió ser todo un genio, el próximo Albert
Einstein.
−Pero si esta es la misma canción que ocupan todos los
otros equipos –le comenté al Marcelo en un susurro.
−¡Tú cállate y canta, antes que nos saquen la mierda! –me
farfulló de vuelta.
Y era verdad: de tan hecho mierda que se encontraban los
demás, podía deducir –a partir de mis experiencias con tipos de la misma calaña
que estos− que frente a cualquier ataque a cualquiera de sus acciones
relacionadas con su equipo, no dudarían en hacer uso de todas sus fuerzas para
destrozarlo como si fuera el enemigo, aunque llevaran consigo la misma polera
que ellos llevaban puesta. Ese era el efecto de la pasta base y la falopa en la
mente, señoras y señores.
Alguien empezó a rotar un vino en caja entre los
presentes; por lo mismo, con el Marcelo sacamos unas latas de cerveza de la
mochila que terminamos compartiendo con los demás. Otro sacó un par de porros
de los prensados y nos fuimos a la conchetumadre. Así nos quedamos un buen rato
pensando en nada y viendo cómo los transeúntes y los dueños de las casas
aledañas al estadio nos miraban con expresiones reprochadoras y acusonas.
−¡Que se los violen, putos! –les gritó uno de los tipos
de la hinchada a un par de niños de unos once años que transitaban por la calle
del otro lado. Todos reímos sin saber muy bien por qué.
Hasta que vimos pasar a los pacos y todos nos quedamos
callados, escondiendo nuestros copetes ante sus miradas escrutadoras.
−Creo que deberíamos irnos a una de las plazas cercanas
–dijo el Marcelo, dirigiéndose a los demás−. Si nos quedamos acá, estos culia’os
nos van a meter en la yuta.
Todos coincidieron en que era una buena idea, sobre todo
si querían conservar la libertad para ver el ansiado partido que empezaría en
un par de horas más.
Así, en grupo, ingresamos por unas estrechas calles de
las cercanías y nos encontramos con una plaza pulcra y bien cuidada, con
abundante sombra de árboles de aspecto vetusto. Había una pareja de alumnos de
la Media corriéndose mano bajo uno de estos, pero nuestra presencia (y las
miradas lascivas de los vejetes pervertidos que iban con nosotros) hicieron que
tomaran sus cosas y se marcharan a otro lugar, lo cual fue toda una suerte para
ellos.
−Güachita rica –escuché que decía un tipo de la hinchada,
de barba frondosa y desliñada y trenzas que parecían acumular más grasa que una
freidora de papas. Y claro, la niña estaba más que bonita (era incluso más que
un cheque a fecha), pero él podría ser perfectamente su abuelo. Naturalmente no
dije anda al respecto y seguí dándole de baja al vino que continuaba circulando
por nuestras manos.
Para eso de las ocho de la noche, ya nos volvíamos a
levantar –más borrachos y colocados que nunca− para encaminar hacia el estadio.
Fue una sorpresa (no muy buena, por cierto) encontrarnos con un montón de gente
esperando a que abrieran las puertas del recinto, ocupando nuestros puestos perdidos
por ser unos jaraneros de mierda. No obstante, otro hombre de aspecto muy
parecido al de la gente con la que andábamos soltó un improperio y nos hizo un
gesto con la mano, llamándonos a que fuéramos con ellos.
−¡Dónde e’taban, lo’ culia’os! Llevo esperándolo’ caleta
de rato.
El hombre resultó ser otro miembro de la barra que,
aprovechando su estancia en la ciudad, no dudó en ocupar su tarde para ir a
casa de una tía a ver a su madre postrada en cama. De ahí la razón de su
tardanza oportuna y provechosa; porque de otra forma, de no haber sido por él,
tendríamos que habernos ubicado al final de la creciente fila y esperar un
montón para situarnos en la zona de la galería correspondiente a la barra que
estaba acompañando.
Como los del final de la fila notaron un crecimiento en
ésta, no dudaron en comenzar a protestar con insultos y chiflidos, llamándonos
rotos de mierda y cosas por el estilo. Por mi lado puedo decir que también
estoy en contra de los colados en las filas de espera, sobre todos aquellos
care’ raja que ni siquiera piden permiso cuando se ponen delante de ti; pero
esto se trataba de otra cosa, sustancialmente: así que sólo me dejé llevar y
ser parte del tumulto que tomó parte a la cabeza, tratando que ningún conocido
me reconociera entre ellos.
Media hora antes que comenzara el partido, los pacos nos
dejaron pasar al estadio no sin antes chequearnos las mochilas y las pelotas;
inteligentemente, habíamos vaciado todo el alcohol en nuestros organismos,
mientras que los porros y los encendedores los escondimos en el interior de
nuestros zapatos. No dudamos en prender estos últimos apenas nos instalamos en
la galería. Así nos quedamos un buen rato contemplando la cancha y las potentes
luces que lo reinaban todo, sin pensar nada en concreto.
Entonces me di cuenta que uno de los tipos de la hinchada
estaba sacando un lienzo de color negro doblado en muchas partes de un bolso.
−¡Mira, ahí está! –exclamó el Marcelo−. ¡Ese es el lienzo
nuevo de la barra!
Se notaba grande –a juzgar por la cantidad de dobleces
que había sufrido para ser llevado de un lado a otro− y nuevo. El Marcelo me
dijo que lo desplegarían cuando salieran los jugadores a la cancha, situación
que no demoró mucho en ocurrir.
Los portadores del lienzo se ubicaron en la parte más
baja de la galería para ir desenrollándolo hacia arriba, pasándolo de mano en
mano por la hinchada hasta que se extendiera por completo.
Al principio fue genial y todo, lo acepto: los gritos, la
efervescencia de la gente y su felicidad hace que te impregnes con una
sensación de unidad única que te motiva a seguirles el amén y contentarte con todo
eso; pero una vez el lienzo estuvo encima de mí, teniendo que sostenerlo con
mis manos para que no me cayera en la cara, supe que no lo pasaría tan bien
después de todo.
−Oye, no veo nada –le dije al Marcelo−. Me refiero al
partido. No veo ni una güeá.
Del otro lado de la tela oscura se escuchaban chillidos
de aliento, insultos, órdenes a los jugadores y más gritos desenfrenados; me
sentía como un ciego tratando de imaginar qué sucedía del otro lado, en la
cancha.
−Cálmate un poco –me dijo él, dejando de entonar una de
las canciones del repertorio de la hinchada−. De esto se trata alentar al
equipo, po’.
Pero yo seguía sin comprender: ¿entonces para qué pagar
una entrada para el estadio si no conseguías presenciar el juego como tal?
En fin, así estuvimos hasta que terminó el primer tiempo,
en el que volvimos a enrollar el lienzo. Le comuniqué que iba a mear a los
baños y él me dijo que no había problema, que él se quedaría ahí porque no
tenía ganas de mear.
Tras volver, los amigos del Marcelo me ofrecieron un par
de líneas de coca y yo volví a sentirme motivado como para cargar una vez más
el lienzo. Así comenzó el segundo tiempo y yo me sentía como una moto. No paré
de cantar y alentar al equipo a pesar que no veía nada; me imaginé a los
jugadores dándose pases, quitándole la pelota a los del equipo contrario,
cargando sus cuerpos contra los otros, sonando sus mocos tapando una de sus
fosas nasales para echarlo todo afuera, hasta que el grito del primer gol
inundó el estadio por completo. Al principio no supe qué equipo lo había
marcado, mas los demás barristas cerca nuestro nos hicieron saber que se
trataba de uno de los nuestros. Entonces prorrumpimos en rugidos de alegría sin
tener claro quién y cómo había anotado el tanto.
−Después lo veremos por Internet –me dijo el Marcelo una
vez se hubo calmado el ruido.
Un tipo ubicado unos asientos debajo nuestro prendió un
pito –dejando un pequeño orificio en el lienzo− y lo fue rotando hasta que
llegó a nuestro poder. ¡Buena y agradable cosa! Tenía la mente en cualquier
sitio menos en el estadio hasta que el equipo al que apoyábamos volvió a marcar
otro gol. ¡Conchetumadre, pensé que el estadio se caería bajo nuestros pies!;
todos gritamos hasta que nuestras voces no dieron más. Presentía un dolor de
garganta de aquellos para el día siguiente.
Sin previo aviso llegó una lata de cerveza hasta mi mano
(tibia, pero que sabía como la hidromiel) que no dudé en probar y compartir con
el Marcelo. Tenía una sed terrible.
Alguien cerca de nosotros anunció que el árbitro daba
tres minutos de descuento antes del fin del partido. Luego todo fue aplausos y
por fin pudimos quitarnos el lienzo de encima. Me sentía como estar en un mundo
nuevo, de otras luces y otros estímulos. Estaba hecho mierda por dentro.
Los de la hinchada nos felicitaron por ayudarles y nos
ofrecieron más pitos que no pudimos rechazar antes de salir del recinto con los
demás espectadores. Una vez afuera, más locos que la chucha, optamos por
despedirnos de los tipos con los que pasamos la tarde y nos dirigimos a tomar
colectivos para dirigirnos a casa.
−Esta ha sido la mejor cita que he tenido en mucho tiempo
–le dije al Marcelo en modo de broma.
−Ni pensar de haber venido con la Isi –rió el aludido−.
Menos mal me dijo que no podía.
−Menos mal.
Recordé que al otro día tenía una prueba que rendir, por
lo que apuré mi despedida y me subí al primer colectivo que pasó por ahí cerca
no sin antes darle las gracias a mi amigo. Pensé en qué contarle al Juan cuando
llegara a casa y me preguntara qué hice todo ese día; pensé en decirle que me
invitaron a ver un partido de fútbol, pero siendo sincero, lo que menos vi ese
día fue un partido de fútbol. Así que cuando llegué y lo pillé jugando Wii solo
en casa, le conté que en realidad no había hecho otra cosa más que lo
rutinario: ir a la universidad, encontrarme con amigos, beber alcohol y consumir
drogas.
−Ya veo –dijo él−. Otro sencillo día de la vida de un
universitario común y corriente.
−Así es –le respondí, asintiendo con la cabeza−. Más y
más de lo mismo.