Largo camino a la ruina #24: Una posición privilegiada

Me encontré con el Marcelo, un compañero de carrera de un curso superior al mío, mientras almorzaba en el casino de la universidad antes que el gran tumulto de estudiantes saliera de clases. Nos llevamos bien desde el primer día, cuando nos recibieron con sus compañeros más reventados y nos llevaron al escondrijo lleno de arbustos del campus, el famoso “hervidero de ratas” como lo conocía la gran mayoría. Semanas después, cuando le pregunté que cómo supieron quiénes accederían a sus invitaciones y quiénes no (porque en esto fueron precisos: los mismos que nos acompañaron ese día, son los mismos que siguen asistiendo a las fiestas y tomateras/fumateras sin asunto que organizamos hasta la fecha), me confesó que luego de dos semestres en aquella universidad, habían logrado una habilidad que les permitía distinguir quiénes eran unos viciosos de los que nunca habían probado nunca nada.
            −Yo los vi y supe al tiro que eran unos borrachos de mierda.
            Cuando me dijo eso, no supe si reír o reconsiderar la manera que llevaba viviendo desde mi último año en el colegio. Pero de eso van años, y sigo por la misma senda, quizá hasta peor.
            El Marcelo me saludó con un abrazo caluroso y se sentó a la mesa conmigo. Mientras engullía el trozo de torta de naranja que siempre (o cada vez que se lo permitía su beca de alimentación universitaria) almorzaba, me dijo que ese día jugaba su equipo de fútbol favorito en la ciudad.
            −¿Y vai’ a ir? –le pregunté.
            −De hecho, por lo mismo me alegro de encontrarte –me dijo, pareciendo un tanto emocionado. Entonces me explicó que tenía en su poder dos entradas para ir a verlo al estadio: una para él y otra para la Isi, su polola de nuestra misma carrera−. Pero la Isi está cagá’: tiene una prueba mañana pa’l pico brígida.
            Lo que reducía todo a que yo fuera su compañía.
            −Yo igual tengo prueba mañana –le dije, viendo cómo su expresión se trocaba desilusionada−. Pero me importa un pico. Ya estudié pa’ la güeá.
            −¡Güena! –celebró, dándole un puñetazo a la mesa.
            Después me contó, emocionado, que su equipo venía en una racha ganadora como nunca, cosa que ya sabía gracias a todos los comentarios emocionados y sorprendidos que había generado ésta en las redes sociales a las que estaba expuesto. Si ganaba este partido y el siguiente, su equipo podía declararse merecedor de un puesto dentro de las semifinales de la copa, cosa que no sucedía desde hacía años.
            Por lo mismo, su hinchada había redoblado sus esfuerzos para demostrar que eran más que unos pechos fríos, sino todos unos apasionados y eternos seguidores del equipo de sus amores. Para ello habían hecho una colecta virtual con el fin de comprar un lienzo gigantesco para luego pintarle encima el logo del equipo, junto con alguna frase alentadora y esas cosas. El partido de ese día era su esperado estreno.
            −¡Güeón, tenemos que ser parte de esa güeá! –me dijo el Marcelo, refiriéndose a que debíamos estar entre los que mantenían el lienzo alzado.
            Pensé de inmediato que no había de otra, de todas formas: porque no me iba a aprovechar de su entrada para luego dejarlo solo una vez dentro del estadio; además se notaba que quería estar ahí, sosteniendo ese trozo de género que, me explicó, debía ser tan larga como la galería del recinto.
            Fuimos al baño a mear y lavarnos los dientes mientras los demás estudiantes entraban al casino para almorzar antes de las clases de la tarde. Saludamos a unos cuantos de nuestros compañeros y nos dirigimos a una zona arbolada para echarnos un rato a leer nuestras guías o hablar por un rato. Pero antes de llegar sufrimos lo que toda persona ansiosa (y borracha) sufre antes de un evento de tal magnitud como la de un partido.
            En menos de media hora ya nos encontrábamos sentados en un pub vaciando una pinta de cerveza tras otra, poniéndonos al día de todos nuestros acontecimientos de los que no habíamos podido conversar en privado hasta el momento. Me contó que la Isi había sufrido un retraso de unas cuantas semanas, llevando su relación a un punto de tensión como nunca antes.
            −Ahora entiendo por qué se veían tan raros esos días –le comenté.
            −Estábamos pa’l pico, de verdad –dijo el Marcelo, sonriendo; sin embargo, percibí un ligero temblor en una de las comisuras de sus labios. Y bueno, es que del solo hecho de pensar en ser papá –o recordar que estuviste a punto de serlo, como en este caso−, ¿a quién no le sucedería?  
            La vida ahora está mejor, me declaró. “Ahora somos más responsables al respecto”, dijo. “Los días de afierrope han acabado”.
            −Ya era hora –le comenté, sonando responsable e idiota como todos los que le recomiendan cosas así a sus amigos.
            El partido comenzaba a las nueve de la noche en punto, pero Marcelo me explicó que los de la barra siempre se juntaban antes para organizarse y ver ciertos detalles que pudieran arruinar las cosas tal como las habían planeado. Por lo mismo nos dirigimos al estadio como a eso de las seis y media de la tarde, encontrándonos con un montón de borrachos malolientes y ataviados con las camisetas del equipo de sus amores. Se notaba a leguas que no habían comido absolutamente nada en todo el día y que su dieta se basaba prácticamente en grandes raciones de cerveza, vino en caja de cartón y dosis significativas de falopa y pasta base; sobre todo de esto último, a juzgar por el implacable y nauseabundo olor que parecía envolverlos como auras.
            Nos sentamos con ellos y comenzamos a practicar los nuevos cantos que la hinchada tenía preparados para esta fecha en adelante; debo decir que, uff, quien los ingenió (naturalmente plagiando melodías de archiconocidas canciones populares) debió ser todo un genio, el próximo Albert Einstein.     
            −Pero si esta es la misma canción que ocupan todos los otros equipos –le comenté al Marcelo en un susurro.
            −¡Tú cállate y canta, antes que nos saquen la mierda! –me farfulló de vuelta.
            Y era verdad: de tan hecho mierda que se encontraban los demás, podía deducir –a partir de mis experiencias con tipos de la misma calaña que estos− que frente a cualquier ataque a cualquiera de sus acciones relacionadas con su equipo, no dudarían en hacer uso de todas sus fuerzas para destrozarlo como si fuera el enemigo, aunque llevaran consigo la misma polera que ellos llevaban puesta. Ese era el efecto de la pasta base y la falopa en la mente, señoras y señores.
            Alguien empezó a rotar un vino en caja entre los presentes; por lo mismo, con el Marcelo sacamos unas latas de cerveza de la mochila que terminamos compartiendo con los demás. Otro sacó un par de porros de los prensados y nos fuimos a la conchetumadre. Así nos quedamos un buen rato pensando en nada y viendo cómo los transeúntes y los dueños de las casas aledañas al estadio nos miraban con expresiones reprochadoras y acusonas.
            −¡Que se los violen, putos! –les gritó uno de los tipos de la hinchada a un par de niños de unos once años que transitaban por la calle del otro lado. Todos reímos sin saber muy bien por qué.
            Hasta que vimos pasar a los pacos y todos nos quedamos callados, escondiendo nuestros copetes ante sus miradas escrutadoras.
            −Creo que deberíamos irnos a una de las plazas cercanas –dijo el Marcelo, dirigiéndose a los demás−. Si nos quedamos acá, estos culia’os nos van a meter en la yuta.
            Todos coincidieron en que era una buena idea, sobre todo si querían conservar la libertad para ver el ansiado partido que empezaría en un par de horas más.
            Así, en grupo, ingresamos por unas estrechas calles de las cercanías y nos encontramos con una plaza pulcra y bien cuidada, con abundante sombra de árboles de aspecto vetusto. Había una pareja de alumnos de la Media corriéndose mano bajo uno de estos, pero nuestra presencia (y las miradas lascivas de los vejetes pervertidos que iban con nosotros) hicieron que tomaran sus cosas y se marcharan a otro lugar, lo cual fue toda una suerte para ellos.
            −Güachita rica –escuché que decía un tipo de la hinchada, de barba frondosa y desliñada y trenzas que parecían acumular más grasa que una freidora de papas. Y claro, la niña estaba más que bonita (era incluso más que un cheque a fecha), pero él podría ser perfectamente su abuelo. Naturalmente no dije anda al respecto y seguí dándole de baja al vino que continuaba circulando por nuestras manos.
            Para eso de las ocho de la noche, ya nos volvíamos a levantar –más borrachos y colocados que nunca− para encaminar hacia el estadio. Fue una sorpresa (no muy buena, por cierto) encontrarnos con un montón de gente esperando a que abrieran las puertas del recinto, ocupando nuestros puestos perdidos por ser unos jaraneros de mierda. No obstante, otro hombre de aspecto muy parecido al de la gente con la que andábamos soltó un improperio y nos hizo un gesto con la mano, llamándonos a que fuéramos con ellos.
            −¡Dónde e’taban, lo’ culia’os! Llevo esperándolo’ caleta de rato.
            El hombre resultó ser otro miembro de la barra que, aprovechando su estancia en la ciudad, no dudó en ocupar su tarde para ir a casa de una tía a ver a su madre postrada en cama. De ahí la razón de su tardanza oportuna y provechosa; porque de otra forma, de no haber sido por él, tendríamos que habernos ubicado al final de la creciente fila y esperar un montón para situarnos en la zona de la galería correspondiente a la barra que estaba acompañando.
            Como los del final de la fila notaron un crecimiento en ésta, no dudaron en comenzar a protestar con insultos y chiflidos, llamándonos rotos de mierda y cosas por el estilo. Por mi lado puedo decir que también estoy en contra de los colados en las filas de espera, sobre todos aquellos care’ raja que ni siquiera piden permiso cuando se ponen delante de ti; pero esto se trataba de otra cosa, sustancialmente: así que sólo me dejé llevar y ser parte del tumulto que tomó parte a la cabeza, tratando que ningún conocido me reconociera entre ellos.
            Media hora antes que comenzara el partido, los pacos nos dejaron pasar al estadio no sin antes chequearnos las mochilas y las pelotas; inteligentemente, habíamos vaciado todo el alcohol en nuestros organismos, mientras que los porros y los encendedores los escondimos en el interior de nuestros zapatos. No dudamos en prender estos últimos apenas nos instalamos en la galería. Así nos quedamos un buen rato contemplando la cancha y las potentes luces que lo reinaban todo, sin pensar nada en concreto.
            Entonces me di cuenta que uno de los tipos de la hinchada estaba sacando un lienzo de color negro doblado en muchas partes de un bolso.
            −¡Mira, ahí está! –exclamó el Marcelo−. ¡Ese es el lienzo nuevo de la barra!
            Se notaba grande –a juzgar por la cantidad de dobleces que había sufrido para ser llevado de un lado a otro− y nuevo. El Marcelo me dijo que lo desplegarían cuando salieran los jugadores a la cancha, situación que no demoró mucho en ocurrir.
            Los portadores del lienzo se ubicaron en la parte más baja de la galería para ir desenrollándolo hacia arriba, pasándolo de mano en mano por la hinchada hasta que se extendiera por completo.
            Al principio fue genial y todo, lo acepto: los gritos, la efervescencia de la gente y su felicidad hace que te impregnes con una sensación de unidad única que te motiva a seguirles el amén y contentarte con todo eso; pero una vez el lienzo estuvo encima de mí, teniendo que sostenerlo con mis manos para que no me cayera en la cara, supe que no lo pasaría tan bien después de todo.
            −Oye, no veo nada –le dije al Marcelo−. Me refiero al partido. No veo ni una güeá.
            Del otro lado de la tela oscura se escuchaban chillidos de aliento, insultos, órdenes a los jugadores y más gritos desenfrenados; me sentía como un ciego tratando de imaginar qué sucedía del otro lado, en la cancha.
            −Cálmate un poco –me dijo él, dejando de entonar una de las canciones del repertorio de la hinchada−. De esto se trata alentar al equipo, po’.
            Pero yo seguía sin comprender: ¿entonces para qué pagar una entrada para el estadio si no conseguías presenciar el juego como tal?
            En fin, así estuvimos hasta que terminó el primer tiempo, en el que volvimos a enrollar el lienzo. Le comuniqué que iba a mear a los baños y él me dijo que no había problema, que él se quedaría ahí porque no tenía ganas de mear.
            Tras volver, los amigos del Marcelo me ofrecieron un par de líneas de coca y yo volví a sentirme motivado como para cargar una vez más el lienzo. Así comenzó el segundo tiempo y yo me sentía como una moto. No paré de cantar y alentar al equipo a pesar que no veía nada; me imaginé a los jugadores dándose pases, quitándole la pelota a los del equipo contrario, cargando sus cuerpos contra los otros, sonando sus mocos tapando una de sus fosas nasales para echarlo todo afuera, hasta que el grito del primer gol inundó el estadio por completo. Al principio no supe qué equipo lo había marcado, mas los demás barristas cerca nuestro nos hicieron saber que se trataba de uno de los nuestros. Entonces prorrumpimos en rugidos de alegría sin tener claro quién y cómo había anotado el tanto.
            −Después lo veremos por Internet –me dijo el Marcelo una vez se hubo calmado el ruido.
            Un tipo ubicado unos asientos debajo nuestro prendió un pito –dejando un pequeño orificio en el lienzo− y lo fue rotando hasta que llegó a nuestro poder. ¡Buena y agradable cosa! Tenía la mente en cualquier sitio menos en el estadio hasta que el equipo al que apoyábamos volvió a marcar otro gol. ¡Conchetumadre, pensé que el estadio se caería bajo nuestros pies!; todos gritamos hasta que nuestras voces no dieron más. Presentía un dolor de garganta de aquellos para el día siguiente.
            Sin previo aviso llegó una lata de cerveza hasta mi mano (tibia, pero que sabía como la hidromiel) que no dudé en probar y compartir con el Marcelo. Tenía una sed terrible.
            Alguien cerca de nosotros anunció que el árbitro daba tres minutos de descuento antes del fin del partido. Luego todo fue aplausos y por fin pudimos quitarnos el lienzo de encima. Me sentía como estar en un mundo nuevo, de otras luces y otros estímulos. Estaba hecho mierda por dentro.
            Los de la hinchada nos felicitaron por ayudarles y nos ofrecieron más pitos que no pudimos rechazar antes de salir del recinto con los demás espectadores. Una vez afuera, más locos que la chucha, optamos por despedirnos de los tipos con los que pasamos la tarde y nos dirigimos a tomar colectivos para dirigirnos a casa.
            −Esta ha sido la mejor cita que he tenido en mucho tiempo –le dije al Marcelo en modo de broma.
            −Ni pensar de haber venido con la Isi –rió el aludido−. Menos mal me dijo que no podía.
            −Menos mal.
            Recordé que al otro día tenía una prueba que rendir, por lo que apuré mi despedida y me subí al primer colectivo que pasó por ahí cerca no sin antes darle las gracias a mi amigo. Pensé en qué contarle al Juan cuando llegara a casa y me preguntara qué hice todo ese día; pensé en decirle que me invitaron a ver un partido de fútbol, pero siendo sincero, lo que menos vi ese día fue un partido de fútbol. Así que cuando llegué y lo pillé jugando Wii solo en casa, le conté que en realidad no había hecho otra cosa más que lo rutinario: ir a la universidad, encontrarme con amigos, beber alcohol y consumir drogas.
            −Ya veo –dijo él−. Otro sencillo día de la vida de un universitario común y corriente.

            −Así es –le respondí, asintiendo con la cabeza−. Más y más de lo mismo.

Cuento #99: Últimos otoños

Una vez Gaspar se hubo cambiado de ciudad, jamás creyó que volvería a transitar por las mismas calles que le habían visto crecer hacía más de cuarenta años. Una gran parte de él no quería hacerlo, pero su madre había enfermado en su casa y no había quién se ocupara de ella. Sus hermanos alegaron estar ocupados, cuando en realidad sólo se hallaban indispuestos. Gaspar tuvo que recurrir a las vacaciones que llevaba postergando desde hacía un par de años en la empresa y se preparó para un largo viaje de retorno a su ciudad natal. Separado y con su único hijo lejos, estudiando a kilómetros de distancia bajo el alero de su madre, él parecía el más indicado en perder unos cuantos días de su vida para llevar la tarea a cabo.
            Era viernes por la mañana, con el sol asomándose por momentos tras unas nubes de lluvia que no auguraban nada bueno. Gaspar tomó un desayuno a base de tostadas con mantequilla y mermelada y un par de tazas de café que lo dejaron apto para el montón de horas que le esperaban tras el volante; o al menos para las primeras, pensó. Como su hijo Omar se había llevado a su perro, la única mascota que había visto la casa en la que vivía desde que la habían comprado, ya no había nada ni nadie por quien velar durante su ausencia. Las plantas de interior se habían secado hacía tiempo, y las flores del antejardín parecían tratarse solas gracias a la enorme cantidad de lluvias que habían azotado la región durante el último año. “Eso es lo bueno de envejecer”, pensó Gaspar, asegurándose de dejar bien cerradas todas las puertas y ventanas. “Cada vez tienes menos cosas de las que preocuparte”.
Ya dispuesto a partir, y con el reloj marcando las ocho con unos cuantos minutos, Gaspar echó un último vistazo a su casa pensando en todo lo cambiada que estaba desde su primer encuentro con ella, cuando se la habían presentado los hombres de la empresa inmobiliaria. “No tenía antejardín”, pensó el hombre, con una imagen clara en su cabeza. “El pasto estaba recién creciendo. Y las paredes eran rojas, no aguamarina como quiso la Silvia”. El aguamarina había sido obra de su ex esposa en otra de sus locas ideas. “Le gustaba ese color porque así ninguno de nosotros podría llegar a perderse y equivocarse de casa”. El sólo hecho de evocar ese recuerdo, hizo que Gaspar esbozara una sonrisa que le supo amarga aún con toda la sensación de dulzura que permanecía en su boca desde el café del desayuno.
Gaspar no se lo esperaba, pero el salir de la ciudad fue un caos: a pesar de que la hora punta debía estar llegando a su fin, las calles continuaban atestadas de vehículos y buses repletos de personas que pugnaban por llegar a tiempo a sus trabajos, escolares que cruzaban delante de los autos más muertos de sueño que vivos, y universitarios que reunían sus últimas energías para finalizar la semana lo más gloriosa posible, apoyados en los letreros rotos de la mayoría de los paraderos que iba dejando atrás. De haberlo sabido, se dijo Gaspar, no se habría levantado tan temprano para partir de casa; más útil le habría sido dormir unas cuantas horas adicionales y hacer las cosas con más calma.
“Pero bueno, ya no puedo echar pie atrás”; de sólo imaginar devolverse, Gaspar sintió una rabia punzante, incipiente. No pudo evitar pensar que uno de sus hermanos también merecía estar pasando por lo mismo, avanzando lentos metros en un infierno de ruido e insultos rumbo a otro infierno de lamentos y malos momentos.
Para cuando el hombre llegó por fin a la carretera, ya había transcurrido una hora y media desde que había partido de casa, y la mayoría de las uñas de sus manos se hallaban mordisqueadas. Tenía el pulso acelerado, y lo único que deseaba era poder bajarse de su auto y darle un buen puñetazo al tipo que venía conduciendo detrás de él, haciendo sonar una y otra vez su bocina de mierda como si con ella fuera a activar un poder mágico que barriera todos los vehículos que tenía al frente. Pero una vez los carriles quedaron despejados, Gaspar lo perdió de vista casi de inmediato, y su corazón volvió un poco a la normalidad. Aún quedaba un largo viaje por delante.
El cielo se fue limpiando a medida que se alejaba de la ciudad; daba la impresión que una nube gigantesca se estaba cerniendo sobre ella, dispuesta a arrojarle un montón de agua encima. Al menos era un buen comienzo, pensó el hombre. Gaspar odiaba cuando llovía.
La radio dejó de funcionar cuando llevaba cerca de una hora en la carretera. Al principio se escuchaba entrecortado, como si alguien estuviera subiendo y bajándole el volumen con el dial, pero llegó un momento en que no salió de ella más que estática. Gaspar rebuscó en su guantera algún disco, cualquier porquería, mas cuando encontró uno con el rótulo de GRANDES ÉXITOS, estaba tan rayado que ni siquiera alcanzó a reproducir su primera pista. Muy mala cosa: Gaspar tuvo que ir el resto del viaje en un silencio que le hizo sentir aún más solo y alejado de sus seres queridos. Gaspar pensó que si al menos uno de sus hermanos se hubiera ofrecido a ir con él por al menos unos cuantos días, todo hubiera sido muy distinto. Pero ahí estaba él, solo contra la carretera, siempre estoica.
Su mamá siempre había sido la clase de madre que cualquier hijo podría clasificar como “mala” o simplemente “hija de perra”. Dolía escucharlo y más aún decirlo, pero así eran las cosas. Gaspar tenía dos hermanos, y él era el menor de los tres, cosa que podía agradecer cuando veía a su madre darles patadas, insultándolos y quemándolos con sus cigarros para imponer el ejemplo. “Esto es para que sepas lo que le pasa a los imbéciles que tratan de verme la cara”, había dicho su mamá mirándolo a los ojos; Gaspar lo recordaba bien porque esa vez Ernesto, su hermano del medio, se fue a negro después de que su mamá le diera con el talón de su bota en la cabeza. Esa vez Gaspar y Andrés, el mayor de los tres, vieron por primera vez el terror reflejado en los ojos perdidos de su madre. La segunda vez fue más de treinta años más tarde, cuando su insufrible pérdida de memoria a corto plazo se transformó en un océano infinito y al parecer poco placentero de vacío mental. Su madre estaba ahora postrada en cama y ya nadie la quería consigo; sus hermanas se habían aburrido de ella, de ser insultadas y pellizcadas cada vez que estaban a su alcance. “Es irónico”, dijo una vez una de ellas, “que aún en el estado en blanco en el que está, no deja de dañar y buscar el dolor en otras personas”. Su madre se encontraba indefensa, sola y enferma, y así estaban las cosas.
Gaspar sentía una leve corriente de pena que no tardaba en convertirse en caudal cada vez que recordaba la última vez que la había visto, con sus ojos llenos de una especie de rabia atemorizada, como la de un niño que arde en deseos de venganza pero que teme enormemente a su enemigo. Estaba en su cama pálida, arrugada, frágil, moribunda, y Gaspar no podía creer que esa fuera la mujer que otrora había dejado llorando a sus hermanos por el solo capricho de darle una lección a él, la que les daba con la correa en la espalda como a esclavos mal portados, la misma que apagaba las colillas de sus cigarros en sus piernas. Antes era enérgica, tan llena de odio, que ahora daba lástima verla así, totalmente anulada. Ernesto una vez balbuceó, borracho de vino tras una de sus últimas navidades familiares juntos (hacía ya millones de años), que eso era lo que se merecía la muy hija de puta. Uno de sus sobrinos se rió, secundado por el hermano de su esposa y otro sobrino más pequeño, pero Gaspar no lo encontró tan gracioso; hasta Andrés y su esposa habían esbozado una sonrisa, como si estuvieran a punto de no poder aguantar más las ganas de demostrar lo feliz que les hacía el mal de otra persona.
“Pero yo no era el golpeado”, dijo Gaspar, tamborileando el manubrio con sus dedos largos como patas de araña. “A mí me tocaba verlo y sentir el odio de mis hermanos”. Quizá aquello siempre fue la idea principal de su madre. A Gaspar no le costó imaginarla maquinando qué hacer cuando naciera el tercero de sus hijos, con la barriga grande y redonda, recientemente abandonada por su padre que nunca se dignó a volver por ellos. A todas luces era una idea retorcida hacer que dos hijos odiaran a un tercero, pero también era una idea retorcida el apagar cigarros en la piel de la sangre de tu sangre y dejarla llena de ampollas. Gaspar se sentía enormemente mal por haber sido el espectador y no el abusado; si hubiera sido distinto, tal vez podría ser como ellos, hablar con ellos, contarles que su esposa lo había dejado y que se había llevado a su hijo y al único perro que había cuidado en su vida. Pero ellos se sentían mal al tenerlo cerca. Lo notaba en sus rostros, en sus expresiones y en la forma en la que se dirigían a él. Cualquier persona podría haber dicho que eran hermanastros, no obstante sus rasgos hacía que sus lazos sanguíneos fueran totalmente incuestionables.
Quizá así fuera la forma en que su madre había decidido su destino: siempre observando de su lado como otros recibían un castigo por lo que él mismo había hecho; cuando pequeño fue con sus hermanos y cómo los hacían mierda; de grande, con su matrimonio y cómo su esposa e hijo se fueron alejando lenta pero definitivamente de su lado. En ninguna de ambas ocasiones hizo algo al respecto, y eso era parte del castigo de su madre. Nunca podía hacer otra cosa más que ser el espectador de la situación que vivía. Jamás intentaba hacer otra cosa más que mirar.
El sol se hallaba en su cénit cuando Gaspar sintió que el hambre le apuñalaba por dentro el estómago. Se dijo que pararía en la siguiente estación de servicio que apareciera en el camino, pero en vista de avanzar por más de media hora con el hambre a cuestas y no encontrar ninguno, se detuvo en el primer restorán que tuvo a su alcance.
Aunque llamarle restorán era mucho: con unas mesas manchadas y pegajosas, las paredes sucias y las ventanas grasientas, aquello tenía más pinta de fuente de soda de barrio bajo que un lugar apto para que cualquier familia comiera en él. Gaspar pensó en marcharse, pero el hambre era superior a todas las demás cosas; además, existía la posibilidad que no hubiera otro restorán hasta dentro de muchos kilómetros más; si es que tenía suerte.
Sin embargo, el caldo de gallina y el arroz con carne al jugo lo dejaron sorprendido de lo delicioso que estaban. Le dio las gracias a la mujer mayor que atendía y dirigía la caja luego de pagarle, y fue al baño a echar por el desagüe lo que no había liberado desde hacía horas. En menos de veinte minutos, se hallaba de nuevo sobre su auto y la carretera.
El día fue volviéndose cada vez más caluroso y bochornoso a medida que transcurría el tiempo; entre más avanzaba hacia el norte, más subían los grados dentro del vehículo. Gaspar se dio cuenta muy tarde que podría haber aprovechado la parada para haberse hecho con una bebida, helada y fresca, y haberse quitado esa sed que ahora le atacaba irrevocablemente por dentro. Sólo pudo esperar a que en esta ocasión sí apareciera una estación de servicio por la carretera, no como cuando todavía moría de hambre y no hubo ni señas de uno.
No obstante, cuando Gaspar se estacionó afuera de éste (luego de haber manejado otros cuarenta minutos), sus deseos de un refresco helado se habían trocado por las ganas de un café tibio y cargado capaz de quitarle el sopor producido por un almuerzo tan contundente como el que había devorado un rato atrás. Se halló un par de veces pestañeando peligrosamente sobre el volante, estando a punto de salirse del carril por el que manejaba. “Si hubiera dormido hasta más tarde…”, pensó Gaspar, remordiéndose mientras esperaba el turno para su café. Pero cómo iba a saber que los atochamientos iban a durar tanto ese día viernes; podía imaginarlo, claro, pero no era ningún adivino.
El café le supo como un golpe de energía revitalizante, y al cabo de terminar el primero pidió un segundo junto con una botella agua sin gasificar para lo que restaba del viaje. El segundo café lo terminó mientras caminaba por las inmediaciones de la estación de servicio, estirando las piernas y sintiendo el fuerte viento que soplaba golpear su rostro; no había nada como esa sensación de tener el exterior del cuerpo frío, y el interior de éste templado, tibio. Utilizó otra vez el baño para echar una meada rápida y volvió a su auto mucho más repuesto y preparado para seguir avanzando.
La cafeína y el exceso de azúcar siempre le dejaban una sensación en la boca a Gaspar que le hacía desear nunca se fuera ésta de ahí, aun cuando con los minutos y las horas se tornara apestoso y molesto para los demás. Naturalmente a su esposa le incomodaba, pero estaba solo en ese vehículo y no había quien le lo regañara. Gaspar no pudo evitar sonreír y menear su cabeza pensando en lo sucio que se había vuelto. La soledad, señoras y señores, se dijo el hombre. No es otra cosa más que la soledad.
Lo que restó del viaje fue más o menos aburrido: el clima volvió a ser como cuando había partido de su ciudad, la temperatura había bajado drásticamente en el interior del auto, y alrededor de la carretera no habían nada más que cerros, piedras, y más cerros y más piedras. Las montañas a su izquierda habían ocultado el mar que llevaba por horas admirando cada vez que podía y el mundo parecía haberse vuelto de un simple gris y marrón. La radio continuaba sin poder captar la señal de alguna emisora cercana y Gaspar tenía la muda desesperación de hablar con alguien, cualquier cosa.
−Vieja cretina –dijo el hombre por decir algo, lo primero que se le vino a la mente−. Vieja conchetumadre –volvió a decir, y ésta vez no pudo evitar reír de su propia ocurrencia tonta e infantil.
Quizá ahora pudiera dirigirse a su mamá de esa forma: “oye, vieja cretina, por qué me miras así”; “oye, vieja maraca, deja de cagarte en los pañales”; “vieja conchetumadre, esto que vives se llama karma”. Gaspar se imaginó llamándola de muchas maneras a la cara y ella sin poder hacer nada, incapacitada de darle con el tacón de su bota en la cabeza o apagarle un cigarro en el abdomen. “Vamos a ver quién ríe ahora, vieja de mierda”, dijo Gaspar, sin poder contener la risa.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando el hombre vio las luces de su ciudad frente a él. Tenía claro que durante el tiempo que había permanecido fuera, su ciudad natal había aumentado geográfica y poblacionalmente como cualquier otra lo hace cuando transcurren muchos años, pero lo que tenía ante sus ojos era otra cosa muy distinta: Gaspar no recordaba que los cerros que se abrían para dar paso a ésta estuvieran ahora poblados por esnobs y excéntricos; ahora la avenida que bordeaba la playa estaba atiborrada de edificios enormes e idénticos, mientras que la playa en sí, se encontraba mucho más reducida de lo que recordaba. Ahora habían pasarelas ahí donde antiguamente la gente podía cruzar tranquila de un extremo a otro de la carretera, los supermercados se habían vuelto tan frecuentes como las plazas de barrio y los vehículos parecían abarcarlo todo.
Gaspar sintió como si se hubiera abierto un gran vacío en su interior, como si hubiera perdido toda una parte de su vida; una parte aborrecible y llena de miedo y rabia, pero una parte de su vida e historia al fin y al cabo. Toda su niñez, por muy mala que fuera, seguía siendo un reducto de su existencia, y lo que había provocado era que él fuera de la manera que era, y no de otra.
Una voz interna le dijo a Gaspar que las cosas ya no eran y nunca volverían a ser como antes, así de simple; la ciudad alrededor suyo lo confirmaba rotundamente.
Llegar al centro de la ciudad fue lo más fácil, dentro de lo difícil que le resultó todo. Algunas calles habían cambiado de sentido, en otras habían cambiado las preferencias de los conductores, y otras simplemente no existían. De seguro demolieron casas en pro del avance público, pensó Gaspar, tamborileando los dedos ansiosamente mientras esperaba frente a un semáforo en rojo. Pero el viaje hasta su antigua casa fue mucho peor.
De partida, la calle principal que llevaba hasta su antiguo barrio había cambiado de nombre. Ya no se llamaba CAPITÁN DE FRAGATA ARTURO PRATT, sino simple y llanamente GABRIELA MISTRAL; Gaspar pensó que la calle podría haberse llamado POETIZA GABRIELA MISTRAL, o algo así, con un título como el que gozaba el otrora capitán de la Esmeralda; pero bueno, así sucedía con los casos de muchas mujeres importantes del país… Luego, estaba el hecho de que el barrio que antecedía al suyo había prácticamente desaparecido para darle vida a una sección industrial llena de oficinas y puntos de ventas de distintas mierdas. Gaspar no sabía nada sobre esos cambios; sus hermanos esquivos ni las noticias centralizadas no le habían comentado nunca algo de esa índole. Ahora todo parecía otro mundo; de hecho, fue tanto así, que Gaspar pensó fugazmente que tal vez se había equivocado de destino y ahora se encontraba en otra ciudad. Tal vez fuera que su ciudad natal nunca hubiera cambiado tan drásticamente.
Sin embargo el letrero que anunciaba la aproximación de la villa Jardines corroboró que no estaba del todo equivocado: su barrio se encontraba ahí, frente a él, pero totalmente irreconocible. El cementerio ubicado en su entrada era ahora un supermercado, la estación de bomberos lo habían transformado en un estacionamiento pagado y el parque principal donde solía andar en bicicleta junto a sus compañeros de colegio después de clases, ahora era una estación de Carabineros. Gaspar se vio atacado por una sensación de vacío mucho más grande que la anterior, todo sazonado por la luz anaranjada y mortecina de los postes que tanto le recordaban a las pesadillas que tenía cuando era niño. No pudo evitar pensar en cierta semejanza entre ese color y el brillo de la punta de un cigarro encendido, los mismos con los que su mamá castigaba a sus hermanos mayores.
Las calles estaban cambiadas ahí también, enviando siempre hacia la dirección contraria de la que recordaba. Quizá fueran ideas suyas, una mezcla de nombres de calles de su barrio nuevo con este viejo ya olvidado; ningún humano era capaz de recordar las cosas con lujos y detalles como él quería, pero habían ciertas referencias a su niñez que no le pudieron pasar desapercibidas. Estaba, por ejemplo, el pino del que se había caído a los seis años tras escalar unas cuantas de sus ramas, razón suficiente para que su madre le diera una buena tunda a sus hermanos por no haberlo impedido. También estaba ese local en el que vivía la Mindi, la niña pecosa que le gustaba cuando chico y que cuyos padres terminaron muriendo decapitados en un horrible accidente de auto, y ese erial donde habían encontrado a una pequeña muerta a disparos enterrada entre todos los lotes de basura que la gente acostumbraba arrojar en él. Pero todo lo demás estaba, por así decirlo, trastocado: los nombres, las casas, los pequeños locales, todo estaba distinto; sin embargo, aún conservaban su esencia: Gaspar podía sentirlo. Era como si algo permaneciera ahí, de esos tiempos en que su mamá aún tenía poder y en las calles se respiraba la represión en un ambiente tenso y lleno de temor.
Gaspar retrocedió unas cuantas veces para volver a encontrarse en una esquina y así tomar el camino correcto a su antigua casa. Era una suerte que no transitaran otros vehículos por ahí y no se viera mucha gente por las aceras capaz de increparlo por no respetar la dirección de sus calles.
Dobló a la derecha, a la derecha nuevamente, a la izquierda, retrocedió, y volvió a girar a la derecha; al cabo de treinta minutos, Gaspar se hallaba totalmente desorientado.
El hombre consultó la hora de su celular: eran las nueve con treinta y dos minutos.
−Mierda –balbuceó Gaspar, sobresaltado. Llevaba más de doce cansinas horas en su vehículo, y el tiempo límite para llegar a la casa de su madre, antes que la encargada de cuidarla ese día se marchara para siempre de su lado, estaba llegando a su fin. La encargada, una mujer joven a juzgar por su voz, le había dicho que sólo podía esperarlo hasta las diez de la noche. “Luego tengo cosas que hacer”, le había dicho como toda explicación. Gaspar había pensado que el viaje desde una ciudad a otra no llegaría a extenderse por tanto tiempo, pero ahí estaba: perdido en el barrio que lo había visto crecer y sufrir.
Si hubiera aprendido cómo utilizar estos artilugios, pensó el hombre con el celular en su mano, todo sería distinto. Tal vez ahora podría tener a su disposición un mapa virtual que abarcara todas las calles que habían cambiado durante su larga ausencia, indicándole el camino directo a casa. Pero él era un cabeza dura que no gustaba mucho de los nuevos asuntos modernos; asimismo, había generado una silenciosa repulsión hacia todas esas cosas al ver cómo le consumía el cerebro a su hijo, aislándolo de ellos, separándolo a pasos agigantados de él.
            Gaspar volvió a pasar por la plaza donde estaba el pino del cual había caído cuando niño; ahí se dio cuenta de lo imposible que era que un árbol como ése siguiera en pie, cuando otros habían sido arrasados incluso con las plazas enteras en las que se hallaban. El hombre viró a la derecha, siguiendo el camino contrario que había tomado anteriormente, y avanzó por una calle por la cual no había transitado. Así se encontró con una vivienda con un viejo letrero de la extinta bebida Free coronando lo que era una olvidada entrada en su costado; Gaspar recordaba que ahí compraba el pan todas las tardes. Su casa, por consiguiente, debía estar…
            Todo lo que conformaba el pasaje en el que se hallaba parecía igual que antes, muy distinto de las otras calles en que se patentaba un cambio drástico en sus elementos. La casa del frente seguía rayada con el mismo POPEYE que alguien había escrito con pintura negra hacía muchísimos años; Gaspar jamás supo quién había sido el autor de dicha obra minimalista; la casa del vecino continuaba pintada de color amarillo y la casa de su madre estaba igual de derruida y descuidada que siempre. Gaspar no pudo evitar sentir un fuerte estremecimiento al volver a verla; había pasado tanto, tanto tiempo…
            Con la idea de estar retrasado llenando su mente, Gaspar se apeó del vehículo –sintiendo un calambre horrible en su pierna derecha− sin darle mucha importancia a sus nuevas impresiones: la joven que cuidaba a su madre era todo lo que le importaba en ese instante.
            Gaspar golpeó la puerta sintiendo un aire frío recorrer la calle. Ahí parecía no haber nadie: las demás casas parecían desocupadas, abandonadas, y la luz de los faroles no dejaban de parecerle cada vez más similares a los de sus pesadillas de niño.
            Gaspar llegó a pensar que la joven había abandonado a su madre a su suerte, cansada de esperar a alguien quien probablemente jamás llegaría; a veces sucedía que los hijos juraban proteger a sus progenitores, y todo quedaba en nada más que eso: en un juramento. El hombre estaba a punto de llamar a uno de sus hermanos para contarle la situación en la que se encontraba cuando la puerta que tenía al frente se abrió todo lo que le permitió la cadena de seguridad del extremo opuesto al que se encontraba; se asomó un ojo por aquel orificio.
            −¿Qué desea?
            −Soy Gaspar Morales, el hijo de Estefanía Andrade –le respondió Gaspar. La mujer del otro lado cambió de actitud de inmediato y cerró la puerta para poder quitarle el seguro y abrirla por completo−. Gracias. Disculpa la demora, pero…
            −No importa, de verdad no importa.
            Gaspar se sintió un tanto decepcionado al descubrir que quien cuidaba de su madre no era una mujer joven, sino una totalmente avejentada y amargada. Se notaba el cansancio en cada uno de sus movimientos y en cada una de sus palabras, como si le costara un montón actuar o decir cualquier cosa. Gaspar pensó que debía estar muy cansada.
            −Si no le molesta, me debo ir –dijo la señora al tiempo que dejaba entrar a su interlocutor con un dejo urgente, quitándose el delantal que llevaba puesto.
Adentro del vestíbulo todo estaba en penumbras, iluminado apenas por una bombilla de luz bastante sucia. Las cosas ahí dentro no parecían haber cambiado mucho a primera vista: los cuadros, las fotos, los escasos adornos…
–¿Cuánto te debo? –le preguntó Gaspar a la mujer, haciendo el ademán de sacar su billetera.
–No, no se preocupe –dijo la mujer, guardando su delantal en su cartera antes de colgársela de uno de sus brazos–. Sus hermanos ya me pagaron –La mujer se despidió de su interlocutor con un suave apretón de manos–. Si me disculpa, me tengo que ir.
–No hay problema.
La mujer abrió la puerta y se marchó, cerrándola con sumo cuidado.
Gaspar se quedó pensando que tal vez tuviera mucho frío: el contacto de su mano era helado y no llevaba consigo ropa abrigada como para hacer caso omiso de los efectos de las bajas temperaturas en la calle afuera. El hombre pensó que llamarle un taxi sería una buena forma de recompensar las horas que se había retrasado, mas cuando abrió la puerta y salió para llamarla, la calle estaba totalmente vacía.
Gaspar no pudo evitar sentir un fuerte escalofrío recorrer su espinazo. Ahí afuera, los elementos parecían estáticos, como un recuerdo, y no había más vida que el suave y frío soplar del viento.
Entonces la escuchó llamar su nombre.
Gaspar cerró la puerta y se quedó parado unos cuantos segundos en la entrada del vestíbulo. Las sombras parecían haber cobrado vida, en los rincones se podía escuchar como las arañas contemplaban y maquinaban contra el recién llegado y detrás de las paredes se podía oír el inconfundible traqueteo de una familia de ratones buscando comida desesperadamente.
Volvieron a llamar su nombre, y al aludido le pareció que el tono de la voz de quien lo pronunciaba no coincidía con el que tenía en mente.
El hombre dio un paso, otro, y otro, hasta que se sintió lo suficientemente seguro para avanzar por el estrecho y oscuro pasillo que tenía al frente. A sus costados aparecieron las puertas abiertas de sus antiguos cuartos: el que tenía para él solo y el que compartían sus otros dos hermanos. Sus interiores se hallaban tan negros como si Gaspar tuviera sus ojos cerrados en ese momento, pero abrigó la sensación que algo ahí dentro se movía como si pugnara por levantarse  y escapar de su interior. Salvo que la idea era estúpida: su madre estaba sola, y en esos cuartos, de seguro, no había más que un montón de arañas y tal vez unos cuantos ratones hambrientos.
“Mañana haré aseo en esta pocilga”, pensaba Gaspar cuando se encontró de nuevo en la habitación de su madre, la del fondo del pasillo, amplia y oscura, sin ventanas. En uno de sus rincones se hallaba la camilla de hospital en la cual su mamá pasaba su vacía existencia postrada, justo al lado de la lámpara que iluminaba toda la estancia con una luz escasa y mortecina.
No obstante su madre no se hallaba acostada.
En un principio le costó reconocerla, ahí de pie, de espaldas a él. Gaspar pensó en lo imposible que era que se hallara en ese estado, y casi inmediatamente supuso que tal vez la mujer que la cuidaba no hubiera hecho bien su trabajo después de todo.
–Gaspar –lo llamó por tercera vez; su hijo cayó en la cuenta de que esa era la razón por la cual no reconocía su voz: ésta, ahora, sonaba mucho más enérgica que las últimas ocasiones en la que le había escuchado hablar–. Has venido, Gaspar.
Al mirarlo de frente, su hijo se dio cuenta de que en ella no había ni rastro de arrugas, canas y bolsas bajo sus ojos; atrás habían quedado la expresión atemorizada y el aspecto frágil de sus últimas visitas. Gaspar esperó un momento, expectante, mientras ella comenzaba su marcha hacia él, sonriéndole; aún tenía la esperanza que todo se debiese a un efecto de la luz vaga que emitía la lámpara a su costado y todo eso no fuera más que una mala apreciación de las cosas.
A su espalda se escuchaba el susurro de algo arrastrarse por el suelo cubierto de polvo y telarañas. No podían ser ratones, pensó Gaspar, sintiendo de repente un vuelco en el estómago. No podían ser ratones porque lo que se movía en la oscuridad estaba muerto. Y lo que estaba muerto no podía moverse.
Pero el sonido de alguna manera avanzaba al mismo ritmo que su madre, cada vez más diferente de lo que esperaba.
Gaspar no pudo evitar pensar en que sus ojos, después de todo, fueron la única cosa que nunca cambió de ella.
–A todos nos toca, Gaspar –dijo la mujer, con la voz joven y llena de odio y rabia. Sus hijos habían sido su espina clavada, el impedimento para la vida que siempre había añorado disfrutar. Por eso debían pagar. Por eso habían pagado sus hermanos.
Por eso debía pagar él.

Gaspar cerró sus ojos con fuerza al tiempo que dos manos de distintos dueños se clavaban en sus hombros. El dolor le pareció como cuando alguien apaga una colilla de cigarro contra tu piel. 

Largo camino a la ruina #23: Ruidos nocturnos

Como nunca, el Juan se durmió temprano y no había nadie más que nosotros en la casa; fue sumamente extraño: acostumbrado al bullicio incesante de las jaranas hasta las tantas de la noche, el silencio se me hacía hasta doloroso.
Acepto que me daba un poco de envidia escuchar a este otro güeón durmiendo y roncando en la pieza de al lado; me fue inevitable recordar esa parte de Rescatando al soldado Ryan en que uno de los protagonistas dice que quienes se duermen de inmediato, es porque tienen la conciencia limpia. Y bueno, podía ser cierto: porque mi cabeza estaba llena de mierda y parecía nunca dejarme tranquila.
A veces se sentía rechinar una madera, a veces el refrigerador se encendía con un inesperado sobresalto, un perro ladraba a lo lejos y otro le respondía lo suyo. No sabía en qué posición establecerme para ver si me pillaba el maldito sueño.
Fue cuando me acomodé de cara al techo que escuché el llanto; pensé que podía ser el Juan y otra de sus bromas, pero el Juan estaba roncando; y no, el llanto no parecía el de un adulto. Transcurrieron unos dos minutos de silencio (en que esperé con el corazón en la mano) para que se repitiera, y no tuve duda que se trataba de una guagua; y a juzgar por la cercanía del ruido, debía de estar dentro de la casa. Obviamente mi primera reacción fue de miedo; pensé que había un fantasma entre nosotros y dije: ¡existen!, antes de taparme con las sábanas.
Pero el llanto (que sonó un par de veces más) se fue apagando como si su dueño se moviera por ahí, de casa en casa, y no pude evitar quedarme pensando cosas al respecto. Me imaginé el fantasma de un niño indio enterrado bajo los cimientos de la casa, o mejor aún: el cúmulo de almas en pena de todos esos bebés muertos por las injusticias en el mundo: los incendios premeditados, los bombardeos, los accidentes automovilísticos, los aéreos, la desigualdad, el hambre, las enfermedades, etcétera; me los imaginé juntos en un solo ente, capaz de traspasar dimensiones y asustar a la gente que no podía quedarse dormida por tener la conciencia sucia. Pensé en la gente que atormentaría por ahí, susurrándoles cosas del pasado, haciéndoles revivir situaciones miserables, las más ruines; las almas vengadoras; las almas vengadoras…

Las almas vengadoras. Recuerdo que así le llamé antes de quedarme profundamente dormido.