Largo camino a la ruina #24: Una posición privilegiada

Me encontré con el Marcelo, un compañero de carrera de un curso superior al mío, mientras almorzaba en el casino de la universidad antes que el gran tumulto de estudiantes saliera de clases. Nos llevamos bien desde el primer día, cuando nos recibieron con sus compañeros más reventados y nos llevaron al escondrijo lleno de arbustos del campus, el famoso “hervidero de ratas” como lo conocía la gran mayoría. Semanas después, cuando le pregunté que cómo supieron quiénes accederían a sus invitaciones y quiénes no (porque en esto fueron precisos: los mismos que nos acompañaron ese día, son los mismos que siguen asistiendo a las fiestas y tomateras/fumateras sin asunto que organizamos hasta la fecha), me confesó que luego de dos semestres en aquella universidad, habían logrado una habilidad que les permitía distinguir quiénes eran unos viciosos de los que nunca habían probado nunca nada.
            −Yo los vi y supe al tiro que eran unos borrachos de mierda.
            Cuando me dijo eso, no supe si reír o reconsiderar la manera que llevaba viviendo desde mi último año en el colegio. Pero de eso van años, y sigo por la misma senda, quizá hasta peor.
            El Marcelo me saludó con un abrazo caluroso y se sentó a la mesa conmigo. Mientras engullía el trozo de torta de naranja que siempre (o cada vez que se lo permitía su beca de alimentación universitaria) almorzaba, me dijo que ese día jugaba su equipo de fútbol favorito en la ciudad.
            −¿Y vai’ a ir? –le pregunté.
            −De hecho, por lo mismo me alegro de encontrarte –me dijo, pareciendo un tanto emocionado. Entonces me explicó que tenía en su poder dos entradas para ir a verlo al estadio: una para él y otra para la Isi, su polola de nuestra misma carrera−. Pero la Isi está cagá’: tiene una prueba mañana pa’l pico brígida.
            Lo que reducía todo a que yo fuera su compañía.
            −Yo igual tengo prueba mañana –le dije, viendo cómo su expresión se trocaba desilusionada−. Pero me importa un pico. Ya estudié pa’ la güeá.
            −¡Güena! –celebró, dándole un puñetazo a la mesa.
            Después me contó, emocionado, que su equipo venía en una racha ganadora como nunca, cosa que ya sabía gracias a todos los comentarios emocionados y sorprendidos que había generado ésta en las redes sociales a las que estaba expuesto. Si ganaba este partido y el siguiente, su equipo podía declararse merecedor de un puesto dentro de las semifinales de la copa, cosa que no sucedía desde hacía años.
            Por lo mismo, su hinchada había redoblado sus esfuerzos para demostrar que eran más que unos pechos fríos, sino todos unos apasionados y eternos seguidores del equipo de sus amores. Para ello habían hecho una colecta virtual con el fin de comprar un lienzo gigantesco para luego pintarle encima el logo del equipo, junto con alguna frase alentadora y esas cosas. El partido de ese día era su esperado estreno.
            −¡Güeón, tenemos que ser parte de esa güeá! –me dijo el Marcelo, refiriéndose a que debíamos estar entre los que mantenían el lienzo alzado.
            Pensé de inmediato que no había de otra, de todas formas: porque no me iba a aprovechar de su entrada para luego dejarlo solo una vez dentro del estadio; además se notaba que quería estar ahí, sosteniendo ese trozo de género que, me explicó, debía ser tan larga como la galería del recinto.
            Fuimos al baño a mear y lavarnos los dientes mientras los demás estudiantes entraban al casino para almorzar antes de las clases de la tarde. Saludamos a unos cuantos de nuestros compañeros y nos dirigimos a una zona arbolada para echarnos un rato a leer nuestras guías o hablar por un rato. Pero antes de llegar sufrimos lo que toda persona ansiosa (y borracha) sufre antes de un evento de tal magnitud como la de un partido.
            En menos de media hora ya nos encontrábamos sentados en un pub vaciando una pinta de cerveza tras otra, poniéndonos al día de todos nuestros acontecimientos de los que no habíamos podido conversar en privado hasta el momento. Me contó que la Isi había sufrido un retraso de unas cuantas semanas, llevando su relación a un punto de tensión como nunca antes.
            −Ahora entiendo por qué se veían tan raros esos días –le comenté.
            −Estábamos pa’l pico, de verdad –dijo el Marcelo, sonriendo; sin embargo, percibí un ligero temblor en una de las comisuras de sus labios. Y bueno, es que del solo hecho de pensar en ser papá –o recordar que estuviste a punto de serlo, como en este caso−, ¿a quién no le sucedería?  
            La vida ahora está mejor, me declaró. “Ahora somos más responsables al respecto”, dijo. “Los días de afierrope han acabado”.
            −Ya era hora –le comenté, sonando responsable e idiota como todos los que le recomiendan cosas así a sus amigos.
            El partido comenzaba a las nueve de la noche en punto, pero Marcelo me explicó que los de la barra siempre se juntaban antes para organizarse y ver ciertos detalles que pudieran arruinar las cosas tal como las habían planeado. Por lo mismo nos dirigimos al estadio como a eso de las seis y media de la tarde, encontrándonos con un montón de borrachos malolientes y ataviados con las camisetas del equipo de sus amores. Se notaba a leguas que no habían comido absolutamente nada en todo el día y que su dieta se basaba prácticamente en grandes raciones de cerveza, vino en caja de cartón y dosis significativas de falopa y pasta base; sobre todo de esto último, a juzgar por el implacable y nauseabundo olor que parecía envolverlos como auras.
            Nos sentamos con ellos y comenzamos a practicar los nuevos cantos que la hinchada tenía preparados para esta fecha en adelante; debo decir que, uff, quien los ingenió (naturalmente plagiando melodías de archiconocidas canciones populares) debió ser todo un genio, el próximo Albert Einstein.     
            −Pero si esta es la misma canción que ocupan todos los otros equipos –le comenté al Marcelo en un susurro.
            −¡Tú cállate y canta, antes que nos saquen la mierda! –me farfulló de vuelta.
            Y era verdad: de tan hecho mierda que se encontraban los demás, podía deducir –a partir de mis experiencias con tipos de la misma calaña que estos− que frente a cualquier ataque a cualquiera de sus acciones relacionadas con su equipo, no dudarían en hacer uso de todas sus fuerzas para destrozarlo como si fuera el enemigo, aunque llevaran consigo la misma polera que ellos llevaban puesta. Ese era el efecto de la pasta base y la falopa en la mente, señoras y señores.
            Alguien empezó a rotar un vino en caja entre los presentes; por lo mismo, con el Marcelo sacamos unas latas de cerveza de la mochila que terminamos compartiendo con los demás. Otro sacó un par de porros de los prensados y nos fuimos a la conchetumadre. Así nos quedamos un buen rato pensando en nada y viendo cómo los transeúntes y los dueños de las casas aledañas al estadio nos miraban con expresiones reprochadoras y acusonas.
            −¡Que se los violen, putos! –les gritó uno de los tipos de la hinchada a un par de niños de unos once años que transitaban por la calle del otro lado. Todos reímos sin saber muy bien por qué.
            Hasta que vimos pasar a los pacos y todos nos quedamos callados, escondiendo nuestros copetes ante sus miradas escrutadoras.
            −Creo que deberíamos irnos a una de las plazas cercanas –dijo el Marcelo, dirigiéndose a los demás−. Si nos quedamos acá, estos culia’os nos van a meter en la yuta.
            Todos coincidieron en que era una buena idea, sobre todo si querían conservar la libertad para ver el ansiado partido que empezaría en un par de horas más.
            Así, en grupo, ingresamos por unas estrechas calles de las cercanías y nos encontramos con una plaza pulcra y bien cuidada, con abundante sombra de árboles de aspecto vetusto. Había una pareja de alumnos de la Media corriéndose mano bajo uno de estos, pero nuestra presencia (y las miradas lascivas de los vejetes pervertidos que iban con nosotros) hicieron que tomaran sus cosas y se marcharan a otro lugar, lo cual fue toda una suerte para ellos.
            −Güachita rica –escuché que decía un tipo de la hinchada, de barba frondosa y desliñada y trenzas que parecían acumular más grasa que una freidora de papas. Y claro, la niña estaba más que bonita (era incluso más que un cheque a fecha), pero él podría ser perfectamente su abuelo. Naturalmente no dije anda al respecto y seguí dándole de baja al vino que continuaba circulando por nuestras manos.
            Para eso de las ocho de la noche, ya nos volvíamos a levantar –más borrachos y colocados que nunca− para encaminar hacia el estadio. Fue una sorpresa (no muy buena, por cierto) encontrarnos con un montón de gente esperando a que abrieran las puertas del recinto, ocupando nuestros puestos perdidos por ser unos jaraneros de mierda. No obstante, otro hombre de aspecto muy parecido al de la gente con la que andábamos soltó un improperio y nos hizo un gesto con la mano, llamándonos a que fuéramos con ellos.
            −¡Dónde e’taban, lo’ culia’os! Llevo esperándolo’ caleta de rato.
            El hombre resultó ser otro miembro de la barra que, aprovechando su estancia en la ciudad, no dudó en ocupar su tarde para ir a casa de una tía a ver a su madre postrada en cama. De ahí la razón de su tardanza oportuna y provechosa; porque de otra forma, de no haber sido por él, tendríamos que habernos ubicado al final de la creciente fila y esperar un montón para situarnos en la zona de la galería correspondiente a la barra que estaba acompañando.
            Como los del final de la fila notaron un crecimiento en ésta, no dudaron en comenzar a protestar con insultos y chiflidos, llamándonos rotos de mierda y cosas por el estilo. Por mi lado puedo decir que también estoy en contra de los colados en las filas de espera, sobre todos aquellos care’ raja que ni siquiera piden permiso cuando se ponen delante de ti; pero esto se trataba de otra cosa, sustancialmente: así que sólo me dejé llevar y ser parte del tumulto que tomó parte a la cabeza, tratando que ningún conocido me reconociera entre ellos.
            Media hora antes que comenzara el partido, los pacos nos dejaron pasar al estadio no sin antes chequearnos las mochilas y las pelotas; inteligentemente, habíamos vaciado todo el alcohol en nuestros organismos, mientras que los porros y los encendedores los escondimos en el interior de nuestros zapatos. No dudamos en prender estos últimos apenas nos instalamos en la galería. Así nos quedamos un buen rato contemplando la cancha y las potentes luces que lo reinaban todo, sin pensar nada en concreto.
            Entonces me di cuenta que uno de los tipos de la hinchada estaba sacando un lienzo de color negro doblado en muchas partes de un bolso.
            −¡Mira, ahí está! –exclamó el Marcelo−. ¡Ese es el lienzo nuevo de la barra!
            Se notaba grande –a juzgar por la cantidad de dobleces que había sufrido para ser llevado de un lado a otro− y nuevo. El Marcelo me dijo que lo desplegarían cuando salieran los jugadores a la cancha, situación que no demoró mucho en ocurrir.
            Los portadores del lienzo se ubicaron en la parte más baja de la galería para ir desenrollándolo hacia arriba, pasándolo de mano en mano por la hinchada hasta que se extendiera por completo.
            Al principio fue genial y todo, lo acepto: los gritos, la efervescencia de la gente y su felicidad hace que te impregnes con una sensación de unidad única que te motiva a seguirles el amén y contentarte con todo eso; pero una vez el lienzo estuvo encima de mí, teniendo que sostenerlo con mis manos para que no me cayera en la cara, supe que no lo pasaría tan bien después de todo.
            −Oye, no veo nada –le dije al Marcelo−. Me refiero al partido. No veo ni una güeá.
            Del otro lado de la tela oscura se escuchaban chillidos de aliento, insultos, órdenes a los jugadores y más gritos desenfrenados; me sentía como un ciego tratando de imaginar qué sucedía del otro lado, en la cancha.
            −Cálmate un poco –me dijo él, dejando de entonar una de las canciones del repertorio de la hinchada−. De esto se trata alentar al equipo, po’.
            Pero yo seguía sin comprender: ¿entonces para qué pagar una entrada para el estadio si no conseguías presenciar el juego como tal?
            En fin, así estuvimos hasta que terminó el primer tiempo, en el que volvimos a enrollar el lienzo. Le comuniqué que iba a mear a los baños y él me dijo que no había problema, que él se quedaría ahí porque no tenía ganas de mear.
            Tras volver, los amigos del Marcelo me ofrecieron un par de líneas de coca y yo volví a sentirme motivado como para cargar una vez más el lienzo. Así comenzó el segundo tiempo y yo me sentía como una moto. No paré de cantar y alentar al equipo a pesar que no veía nada; me imaginé a los jugadores dándose pases, quitándole la pelota a los del equipo contrario, cargando sus cuerpos contra los otros, sonando sus mocos tapando una de sus fosas nasales para echarlo todo afuera, hasta que el grito del primer gol inundó el estadio por completo. Al principio no supe qué equipo lo había marcado, mas los demás barristas cerca nuestro nos hicieron saber que se trataba de uno de los nuestros. Entonces prorrumpimos en rugidos de alegría sin tener claro quién y cómo había anotado el tanto.
            −Después lo veremos por Internet –me dijo el Marcelo una vez se hubo calmado el ruido.
            Un tipo ubicado unos asientos debajo nuestro prendió un pito –dejando un pequeño orificio en el lienzo− y lo fue rotando hasta que llegó a nuestro poder. ¡Buena y agradable cosa! Tenía la mente en cualquier sitio menos en el estadio hasta que el equipo al que apoyábamos volvió a marcar otro gol. ¡Conchetumadre, pensé que el estadio se caería bajo nuestros pies!; todos gritamos hasta que nuestras voces no dieron más. Presentía un dolor de garganta de aquellos para el día siguiente.
            Sin previo aviso llegó una lata de cerveza hasta mi mano (tibia, pero que sabía como la hidromiel) que no dudé en probar y compartir con el Marcelo. Tenía una sed terrible.
            Alguien cerca de nosotros anunció que el árbitro daba tres minutos de descuento antes del fin del partido. Luego todo fue aplausos y por fin pudimos quitarnos el lienzo de encima. Me sentía como estar en un mundo nuevo, de otras luces y otros estímulos. Estaba hecho mierda por dentro.
            Los de la hinchada nos felicitaron por ayudarles y nos ofrecieron más pitos que no pudimos rechazar antes de salir del recinto con los demás espectadores. Una vez afuera, más locos que la chucha, optamos por despedirnos de los tipos con los que pasamos la tarde y nos dirigimos a tomar colectivos para dirigirnos a casa.
            −Esta ha sido la mejor cita que he tenido en mucho tiempo –le dije al Marcelo en modo de broma.
            −Ni pensar de haber venido con la Isi –rió el aludido−. Menos mal me dijo que no podía.
            −Menos mal.
            Recordé que al otro día tenía una prueba que rendir, por lo que apuré mi despedida y me subí al primer colectivo que pasó por ahí cerca no sin antes darle las gracias a mi amigo. Pensé en qué contarle al Juan cuando llegara a casa y me preguntara qué hice todo ese día; pensé en decirle que me invitaron a ver un partido de fútbol, pero siendo sincero, lo que menos vi ese día fue un partido de fútbol. Así que cuando llegué y lo pillé jugando Wii solo en casa, le conté que en realidad no había hecho otra cosa más que lo rutinario: ir a la universidad, encontrarme con amigos, beber alcohol y consumir drogas.
            −Ya veo –dijo él−. Otro sencillo día de la vida de un universitario común y corriente.

            −Así es –le respondí, asintiendo con la cabeza−. Más y más de lo mismo.