Largo camino a la ruina #45: Hombre en necesidad

Estábamos celebrando no sé qué asunto en algún lugar del centro con el Mauro y el Juan a eso de las once de la noche cuando nos dimos cuenta que se nos había acabado la plata. Sacamos nuestras últimas monedas de los bolsillos y las pusimos encima de la mesa, disponiéndolas para contarlas.
            −No no’ alcanza –dijo el Juan−. Cagamo’.
            Nos repartimos la plata de vuelta, bebimos los últimos sorbos de nuestros vasos y nos levantamos para salir tranquilamente del local. Afuera el Mauro sacó el último de sus cigarros y lo encendió antes de ponernos a caminar hacia los colectivos que nos dejarían en casa; íbamos conversando sobre cualquier estupidez, cuando nos topamos con un vagabundo de estatura más baja que la nuestra, barba entrecana y sucia, la piel ennegrecida por la constante y descuidada exposición al sol, que nos dijo:
−Cabritos, ¿tienen un puchito que me regalen?
El Mauro paseó la mirada por nosotros, se quedó pensándolo por unos cuantos muchos segundos, y con un dolorido gesto pegado en la cara, decidió darle su cigarro recién encendido al hombre.
−¡Oh, gracias, muchas gracias! –dijo éste para luego tomar el cigarro, aspirarlo con  fuerza y exclamar−: ¡Ay, mamá, cómo quería un cigarro, señor! –arrugando todo su rostro−. Llevaba casi una hora pidiendo cigarro’ ¡y nadie me dio uno! Pero ustede’ fueron bueno’ cabro’, muy bueno’ cabro’ –El hombre le dio otra dura calada al cigarro y siguió hablando−. ¿Qué piensan hacer ahora?
Los tres nos miramos en silencio.
−Nada –respondió el Juan−, no’ íbamo’ pa’ la casa.
−Se no’ acabó la plata –agregó el Mauro.
−¿Pero ustedes quieren seguir carreteando?
La pregunta del hombre nos quedó dando vueltas por unos segundos.
−¿Perdón?
−Les pregunto que si quieren seguir carreteando.
−¿Por qué lo dice? –quise saber.
−Sólo díganme si quieren seguir carreteando o no.
Nos volvimos a mirar con los demás y asentimos casi al unísono.
−Sí, obvio.
−¡Ya pos!
−¡Dale!
−Ya, síganme.
No sé en qué momento me vi arrastrando los pies junto a los demás tras ese vagabundo sin saber muy bien qué hacíamos. En primera instancia pareció que nos llevaba hacia los barrios bajos, pero luego de doblar una esquina en cierto punto, nos percatamos que nos dirigía precisamente al Latina Sandunguera, un archiconocido lugar para los hombres de la ciudad que buscaban otro tipo de diversión, donde la cerveza era servida por mujeres con poca ropa y la música ranchera no para de sonar en ningún momento, con tipos repartidos por la barra borrachos o discutiendo entre ellos.
            Miré a los demás para hacerles alguna seña con los ojos y así entender más o menos lo que pensaban al respecto, pero estaban tan pegados mirando el enorme cartel de LATINA SANDUNGUERA, épico monumento local, que no notaron lo que hacía.
            El hombre, una vez acabado el cigarro regalado, nos abrió la puerta para que entráramos al recinto, un lugar en realidad apagado, oscuro y decadente. Dos hombres dormían sobre la barra, idos del mundo, mientras la rocola seguía transmitiendo Los Charros de Lumaco o algo parecido sobre sus cuerpos.
            −Por acá –nos dijo el hombre con seguridad, haciéndonos un gesto. Caminamos en su dirección y subimos unas escaleras hacia un segundo piso oculto ante una fugaz primera vista. Nos abrió una puerta ubicada entre las sombras y llegamos hasta una amplia sala donde unas cinco jovencitas risueñas, un poco más grandes que nosotros, parecían estar esperándolo.
            −¡Papito! –gritaron todas a la vez, lanzándose sobre su cuerpo para llenarlo de besos. Una le quitó la chaqueta botón por botón mientras otra le desabrochaba su sucio pantalón. En un principio pensamos que iban a follarlo ahí mismo, frente a nosotros, pero después de unos segundos nos dimos cuenta que el vagabundo en realidad vestía otra ropa debajo de la que tenía puesta: una polera blanca, limpia, y un pantalón oscuro sin ningún tipo de mancha ni suciedad. Parecía idiota aceptarlo, pero una vez con otra ropa, el hombre cambió drásticamente de aspecto; ya no era más un vagabundo.
−Me gustaría presentarles a estos nuevos amigos –le dijo él a las muchachas, sonriéndonos−. Sus nombres son… ¿Cuáles son sus nombres?
Nos presentamos uno por uno, tratando de modular lo más bien que podíamos. Ellas también nos dijeron sus nombres…, no obstante, ya no recuerdo ninguno de ellos; de todas maneras, bien podían ser falsos, así que da lo mismo.
−Estos cabros fueron lo’ único’ que me dieron un cigarro la hora entera que estuve pidiendo en la calle –explicó el hombre, ahora utilizando movimientos más refinados que antes−. Algunos incluso me insultaron.
Las muchachas se veían sorprendidas; incluso pude decir que esas palabras parecían haberlas animado respecto a nuestra presencia en esa sala. Lo digo porque justo vi a una mirándole el entrepierna al Juan, lo que podía significar muchas, muchas cosas buenas.
−¿Desean algo para beber? –Nos ofreció el hombre, acercándose a una barra ubicada a un extremo de la sala−. Tengo whiskey, ron, vodka, cerveza, vino…
−Whiskey, por favor –le pedí.
−Yo igual –dijo el Mauro.
−Yo quiero pisco, por favor –dijo el Juan.
Al cabo de un rato el hombre nos invitó a sentarnos en un mullido sofá rodeado de las muchachas, todos con nuestros tragos servidos. Ahí nos explicó que él era el auténtico dueño del Latina Sandunguera y, cómo no, de todo lo que teníamos frente a nuestros ojos. No lo pudimos creer.
−¿Entonces por qué pedía cigarros en la calle? –le pregunté, sintiendo el rico sabor a madera del whiskey en mi paladar.
−Porque a veces me aburro y me gusta poner a prueba a las personas –replicó el hombre, tomando una copa de bourbon−. Por eso me visto con ropa fea, me suelto el pelo y salgo a pedir cigarro’.
−Entonce’ quien le dé un cigarro, tiene la posibilidad de…
−Así es –dijo el hombre−. Apenas una persona me da un cigarro, la invito inmediatamente a mi local. Es como pasar un examen, una prueba; sólo las personas de buen corazón pueden llegar hasta aquí y disfrutar todo esto.
No sé por qué me acordé de los hombres durmiendo en la barra abajo, pero la sonrisa de una de las chicas (dirigida a mi persona) me hizo pensar en cualquier otra cosa menos en ellos.
            −Por eso me gustaría que disfrutaran esto al máximo, cabros –prosiguió el hombre−. Ustedes no parecen malas personas. Me gustaría que mis muchachas les regalaran uno de sus fantásticos bailes –Dirigiéndose a las muchachas, añadió−: Ya saben qué hacer, queridas.
            Las muchachas, sin dejar de sonreír en ningún momento, se incorporaron y comenzaron a moverse de un lado a otro extendiendo sus piernas, poniéndolas encima del hombro de su compañera, a quitarse la ropa con delicadeza y a toquetearnos. Ninguno de nosotros supo cómo reaccionar.
            −¡No tengan vergüenza! –dijo el hombre sin dejar de sonreír−. ¡Mis chicas no muerden!
            Entonces seguimos tomando, mezclando los tragos, y no supe en qué momento la conciencia empezó a difuminarse de mi cuerpo. De todas maneras recuerdo algunas cosas, como el que las muchachas se sentaran desnudas junto a nosotros para compartir sus tragos, el dueño sacando de la nada un gigantesco pito de marihuana para fumarlo entre todos, y el ver cómo el Juan y el Mauro le chupaban, a la vez, una teta cada uno a la mina más linda del grupo, mientras otra de ellas me pajeaba hasta apagarme y quedarme dormido profundamente hasta el día siguiente, encontrándome con la misma sala inundada en la penumbra, mis amigos arrojados sobre el suelo como si estuvieran muertos y todas las demás muchachas desnudas durmiendo al lado mío, en el cómodo sofá. Del dueño ni rastro; de seguro se había ido a su casa, si es que no vivía en su propio local.
Me costó un mundo despegarme del asiento para levantarme, pero una vez de pie, no fue tanto trabajo acercarme a mis amigos y despertarlos con fuertes golpes en la cara.
−¡Despierten, mierda!
El primero en hacerlo fue el Juan, con una gran costra de saliva rodeándole la boca. El Mauro significó más esfuerzo (o sea más golpes), pero luego de unos minutos ya se encontraba incorporado.
−¿Dónde chucha estamo’?
−En el Latina Sandunguera –le dije−. Ya es de día.
Entonces pareció recordarlo, porque se dibujó una oscura sonrisa en su cara.
−¿Y el dueño? –quiso saber el Juan.
−Ni puta idea. Pero no’ dejó con su’ chiquillas.
Recorrimos los cuerpos de las muchachas con la mirada, deleitándonos, y decidimos buscar la salida para irnos de ahí. Caminamos hacia la salida, encontrándonos en el pasillo oscuro que desembocaba en la escalera hacia el primer piso, y llegamos hasta la sección abierta al público del local a esa hora silenciosa y limpia, cosa que nunca habíamos visto antes.
−Qué raro estar aquí sin escuchar esa música ranchera –balbuceó el Juan con pastoso modular.
Al llegar a la puerta, nos dimos cuenta que ésta se encontraba sin ningún tipo de seguro. El dueño nos la había dejado abierta.
−¿De seguro se quieren ir? –preguntó el Mauro.
−Se avecina una diarrea de aquélla’ –repuso el Juan−. Tengo lo’ minuto’ contado’.
−Yo igual –dije, sintiendo el crujir de mis entrañas−. Si e’ que no me cago en plena calle… otra vez.
−Ya, oh, vamo’ –El Mauro abrió la puerta, nos dejó pasar por el resquicio uno por uno, y cerró tras nosotros. Afuera hacía un día frío, gris y silencioso; debían ser alrededor de las nueve de la mañana; muy tarde para llegar a clases−. Quiero puro dormir.
Con el Juan respondimos que nosotros igual, por lo que estaba decidido: nadie iría a clases.

Desde ese día que el Mauro nunca fuma su último cigarro hasta llegar a casa y asegurarse que no habrá algún vagabundo dispuesto a pedírselo en la calle. Uno nunca sabe cuándo alguien puede estar poniéndote a prueba.

Largo camino a la ruina #44: Consejos de amigos

Entró veinte minutos después de haber iniciado la clase. Venía cabizbajo y desgreñado, como un zombi, y no le importó que el profesor se burlara de él lanzando un comentario mordaz y frío sobre su atraso. Cuando llegó a nuestro lado y se sentó en su lugar de siempre, el Alonso se desparramó en su mesa para quedarse así por un buen rato. Al principio pensé que era culpa de la resaca, el haber dormido mal o el esfuerzo monumental que significaba ir a esa mierda de clase a primera hora de la mañana. Pero luego, cuando nos sentamos en el pasto afuera de la sala para esperar a la siguiente clase, supimos de qué iba todo el asunto.
            −La güeá con la Sole me tiene pa’l pico –nos dijo en tono amargo y perdedor refiriéndose a la Sole, nuestra compañera de carrera; el Alonso llevaba unos cuantos meses detrás de ella y nunca se había atrevido a decirle una pizca de lo que sentía por su persona. Por lo mismo le repetíamos hasta el cansancio que actuando de esa manera jamás iba a lograr nada. Pero él no entendía: prefería quedarse en la zona de confort que le entregaba su amistad, a arriesgarse y correr los riesgos básicos de toda declaración de esta índole y, quizá, quién sabía, ganar la guerra y quedarse con el premio mayor.
            Al escuchar sus palabras, varios de nuestros amigos hicieron un impulsivo ademán de hastío: como he dicho anteriormente, el Alonso ya nos tenía hasta la coronilla con su asuntillo con la Sole.
            −¿Me podrías decir qué es lo que te tiene tan pa’l pico de esa relación que ni siquiera existe? –le preguntó el Miguel.
            −Me tinca que la Sole se está pescando al Nacho –dijo el Alonso, pareciéndome muy patético.
            −¿Y eso qué?; al menos no es lesbiana.
            −¡Obvio que no es lesbiana: su primer pololo era hombre! –replicó el aludido−. Igual me da rabia que se la esté pescando ese conchesumadre.
            −¿Por qué, güeón? –le pregunté−. Demás que el loco ha hecho más cosas que tú al respecto.
            El Alonso bajó la mirada sin saber qué decir, haciéndome sentir un poco culpable.
            −Mira –dijo el Julián−, si ese conchesumadre del Nacho se está pescando a la Sole, es porque tú dejaste que pasara. Dime, ¿cuántas veces hay quedado solo con la Sole en tu casa o en la de ella?
            El Alonso se sonrojó y pensó por un breve momento.
            −No sé, muchas –dijo al fin.
            −Ya, y de esas “no sé, muchas” –continuó el Julián−, ¿cuántas oportunidades has aprovechado?
            −¿Aprovechar? –repitió el Alonso, extrañado−. No entiendo…
            −¡Dime, de todas las veces que has estado a solas con la Sole –dijo el Julián, perdiendo la paciencia−, ¿en cuántas le has mostrado señales de que le gustas?!
            El Alonso pensó por un rato.
−No…, no lo sé…
            −¡Ves –exclamó el Miguel−, es por eso que no te pesca: porque nunca le has dicho nada, porque sigues sin decirle nada; ahora mismo sigue creyendo que eres su amigo y que para ti ella no es otra más que tu amiga! ¿Entendí’ alguna mierda de lo que te digo?
            El Alonso agachó aún más la cabeza con gesto dolorido. En un principio, cuando lo de su amor por la Sole recién germinaba, verlo así nos deprimía un montón; pero luego de tantas conversaciones parecidas a ésta, lo que en un principio nos hacía querer alentarlo a que se decidiera a cruzar el río de una vez por todas –o morir ahogado en el intento−, ahora nos provocaba unas ganas gigantescas de apretarle el cuello hasta quitarle la vida y se callara para siempre.
Pero no podíamos ser así con nuestro amigo. Quizá tuviera alguna falencia afectiva por culpa de algún oscuro evento vivido durante su niñez o algo parecido (muchos de los problemas de adolescentes y/o adultos se debían principalmente a esto)…, aunque bueno, eso no lo podíamos saber a ciencia cierta. Por lo mismo, cuando se nos acabaron los quince minutos de receso para la siguiente clase y los demás se levantaron para dejar al Alonso y su problema eterno atrás, hice el gesto de quedarme arreglando unas cosas en mi mochila para poder abordarlo cuando ya todos se hubieran marchado.
−Oye, Alonso.
−¿Qué pasa?
−Mira –le dije, sin saber cómo expresarme−, yo también pasé algo parecido como lo de la Sole y tú.
−¿En serio?
−Obvio, pos, le pasa a todo el mundo. Cuando iba en el colegio me gustaba una compañera de curso de la que era muy amigo y güeá. Pero como tú, no sabía cómo decírselo ni en qué momento. Era desesperante. Hasta que un amigo, el Juan, me dijo algo que me sigue dando vueltas hasta ahora.
−¿Qué cosa?
            Me dio un poco de risa acordarme de las palabras de mi amigo y buscar la mejor forma para reproducirlas sin sonar demasiado engorroso. Obviamente no hice notar esto frente a Alonso: no fuera a pensar que me estaba burlando de él como los demás. Por la misma razón carraspeé y proseguí:
            −Me dijo que en realidad yo no era peor que mi compañera, ni tampoco mejor. Me dijo que sólo éramos dos personas idiotas que no sabían de relaciones humanas ni ninguna mierda. Por eso me recomendó hacer algo que sigo aplicando hasta el día de hoy.
            −¿Qué te recomendó?
            −Que me acercara a mi compañera y le dijera las cosas tal como eran; o bueno, simplemente darle un beso y ver qué ocurría.
            La expresión de Alonso reflejó su rotunda mezcla de sorpresa y miedo.
            −¿Y si eso no sale bien? ¿Dijo algo respecto a si las cosas no salen bien?
            −Por supuesto.
            −¿Qué te dijo? –quiso saber el Alonso.
            −Que si las cosas no salían bien, me fuera a mi casa, pusiera una porno en el computador y me corriera la paja hasta quedarme dormido o inconsciente.
            El Alonso me quedó mirando como si intentara pillarme en mi broma. Pero al ver en mi rostro que le hablaba con la verdad, se tranquilizó y me sonrió.
            −¿Pudiste concretar algo con tu compañera al final de cuentas?
            −Sí –le respondí−. Resulta que yo también le gustaba.
            Los ojos del Alonso brillaron esperanzados.
            −Aunque por supuesto −agregué− también han existido otras oportunidades en que me han dicho que no y han terminado por mandarme a la mierda ahí mismo (incluso me han dado cachetadas y patadas en las bolas por lo mismo). Pero con esto –seguí antes que cundiera el pánico en el Alonso− quiero demostrarte que si no te arriesgas, ni siquiera sabrás qué pudo haber ocurrido si se lo dices. Es como si nunca pudieras liberar el universo paralelo en el que tú y la Sole de verdad son más que amigos, follan y están juntos –Los ojos del Alonso se iluminaron aún más−. Por eso: ve y díselo cuando puedas, antes que lo del Nacho y ella se haga realidad y termines por perderla para siempre.
            −¿Y… si no…?
            −Bueno, pues te pajeas hasta que se te sequen las bolas y listo.
            −No se escucha tan fácil que digamos.

            −Nunca dejará de ser difícil si no lo intentas –le dije, esperando que mis palabras por fin cumplieran su efecto en él−. Y ahora apurémonos mejor, que estamos más atrasados que la puta mierda y necesito un 5 pa’ pasar esta cagá’ de ramo.