Estábamos celebrando no sé
qué asunto en algún lugar del centro con el Mauro y el Juan a eso de las once
de la noche cuando nos dimos cuenta que se nos había acabado la plata. Sacamos
nuestras últimas monedas de los bolsillos y las pusimos encima de la mesa,
disponiéndolas para contarlas.
−No no’ alcanza –dijo el Juan−. Cagamo’.
Nos repartimos la plata de vuelta, bebimos los últimos
sorbos de nuestros vasos y nos levantamos para salir tranquilamente del local.
Afuera el Mauro sacó el último de sus cigarros y lo encendió antes de ponernos
a caminar hacia los colectivos que nos dejarían en casa; íbamos conversando sobre
cualquier estupidez, cuando nos topamos con un vagabundo de estatura más baja
que la nuestra, barba entrecana y sucia, la piel ennegrecida por la constante y
descuidada exposición al sol, que nos dijo:
−Cabritos,
¿tienen un puchito que me regalen?
El Mauro paseó
la mirada por nosotros, se quedó pensándolo por unos cuantos muchos segundos, y
con un dolorido gesto pegado en la cara, decidió darle su cigarro recién
encendido al hombre.
−¡Oh, gracias,
muchas gracias! –dijo éste para luego tomar el cigarro, aspirarlo con fuerza y exclamar−: ¡Ay, mamá, cómo quería un
cigarro, señor! –arrugando todo su rostro−. Llevaba casi una hora pidiendo
cigarro’ ¡y nadie me dio uno! Pero ustede’ fueron bueno’ cabro’, muy bueno’
cabro’ –El hombre le dio otra dura calada al cigarro y siguió hablando−. ¿Qué
piensan hacer ahora?
Los tres nos
miramos en silencio.
−Nada
–respondió el Juan−, no’ íbamo’ pa’ la casa.
−Se no’ acabó
la plata –agregó el Mauro.
−¿Pero ustedes
quieren seguir carreteando?
La pregunta del
hombre nos quedó dando vueltas por unos segundos.
−¿Perdón?
−Les pregunto que
si quieren seguir carreteando.
−¿Por qué lo
dice? –quise saber.
−Sólo díganme
si quieren seguir carreteando o no.
Nos volvimos a
mirar con los demás y asentimos casi al unísono.
−Sí, obvio.
−¡Ya pos!
−¡Dale!
−Ya, síganme.
No sé en qué
momento me vi arrastrando los pies junto a los demás tras ese vagabundo sin
saber muy bien qué hacíamos. En primera instancia pareció que nos llevaba hacia
los barrios bajos, pero luego de doblar una esquina en cierto punto, nos
percatamos que nos dirigía precisamente al Latina Sandunguera, un archiconocido
lugar para los hombres de la ciudad que buscaban otro tipo de diversión, donde la cerveza era servida por mujeres con
poca ropa y la música ranchera no para de sonar en ningún momento, con tipos
repartidos por la barra borrachos o discutiendo entre ellos.
Miré a los demás para hacerles alguna seña con los ojos y
así entender más o menos lo que pensaban al respecto, pero estaban tan pegados
mirando el enorme cartel de LATINA SANDUNGUERA, épico monumento local, que no
notaron lo que hacía.
El hombre, una vez acabado el cigarro regalado, nos abrió
la puerta para que entráramos al recinto, un lugar en realidad apagado, oscuro
y decadente. Dos hombres dormían sobre la barra, idos del mundo, mientras la
rocola seguía transmitiendo Los Charros de Lumaco o algo parecido sobre sus
cuerpos.
−Por acá –nos dijo el hombre con seguridad, haciéndonos
un gesto. Caminamos en su dirección y subimos unas escaleras hacia un segundo
piso oculto ante una fugaz primera vista. Nos abrió una puerta ubicada entre
las sombras y llegamos hasta una amplia sala donde unas cinco jovencitas
risueñas, un poco más grandes que nosotros, parecían estar esperándolo.
−¡Papito! –gritaron todas a la vez, lanzándose sobre su
cuerpo para llenarlo de besos. Una le quitó la chaqueta botón por botón
mientras otra le desabrochaba su sucio pantalón. En un principio pensamos que
iban a follarlo ahí mismo, frente a nosotros, pero después de unos segundos nos
dimos cuenta que el vagabundo en realidad vestía otra ropa debajo de la que
tenía puesta: una polera blanca, limpia, y un pantalón oscuro sin ningún tipo
de mancha ni suciedad. Parecía idiota aceptarlo, pero una vez con otra ropa, el
hombre cambió drásticamente de aspecto; ya no era más un vagabundo.
−Me gustaría
presentarles a estos nuevos amigos –le dijo él a las muchachas, sonriéndonos−.
Sus nombres son… ¿Cuáles son sus nombres?
Nos presentamos
uno por uno, tratando de modular lo más bien que podíamos. Ellas también nos
dijeron sus nombres…, no obstante, ya no recuerdo ninguno de ellos; de todas
maneras, bien podían ser falsos, así que da lo mismo.
−Estos cabros
fueron lo’ único’ que me dieron un cigarro la hora entera que estuve pidiendo
en la calle –explicó el hombre, ahora utilizando movimientos más refinados que
antes−. Algunos incluso me insultaron.
Las muchachas
se veían sorprendidas; incluso pude decir que esas palabras parecían haberlas
animado respecto a nuestra presencia en esa sala. Lo digo porque justo vi a una
mirándole el entrepierna al Juan, lo que podía significar muchas, muchas cosas
buenas.
−¿Desean algo
para beber? –Nos ofreció el hombre, acercándose a una barra ubicada a un
extremo de la sala−. Tengo whiskey, ron, vodka, cerveza, vino…
−Whiskey, por
favor –le pedí.
−Yo igual –dijo
el Mauro.
−Yo quiero
pisco, por favor –dijo el Juan.
Al cabo de un
rato el hombre nos invitó a sentarnos en un mullido sofá rodeado de las
muchachas, todos con nuestros tragos servidos. Ahí nos explicó que él era el
auténtico dueño del Latina Sandunguera y, cómo no, de todo lo que teníamos
frente a nuestros ojos. No lo pudimos creer.
−¿Entonces por
qué pedía cigarros en la calle? –le pregunté, sintiendo el rico sabor a madera
del whiskey en mi paladar.
−Porque a veces
me aburro y me gusta poner a prueba a las personas –replicó el hombre, tomando
una copa de bourbon−. Por eso me visto con ropa fea, me suelto el pelo y salgo
a pedir cigarro’.
−Entonce’ quien
le dé un cigarro, tiene la posibilidad de…
−Así es –dijo
el hombre−. Apenas una persona me da un cigarro, la invito inmediatamente a mi
local. Es como pasar un examen, una prueba; sólo las personas de buen corazón
pueden llegar hasta aquí y disfrutar todo esto.
No sé por qué
me acordé de los hombres durmiendo en la barra abajo, pero la sonrisa de una de
las chicas (dirigida a mi persona) me hizo pensar en cualquier otra cosa menos
en ellos.
−Por eso me gustaría que disfrutaran esto al máximo,
cabros –prosiguió el hombre−. Ustedes no parecen malas personas. Me gustaría
que mis muchachas les regalaran uno de sus fantásticos bailes –Dirigiéndose a
las muchachas, añadió−: Ya saben qué hacer, queridas.
Las muchachas, sin dejar de sonreír en ningún momento, se
incorporaron y comenzaron a moverse de un lado a otro extendiendo sus piernas,
poniéndolas encima del hombro de su compañera, a quitarse la ropa con
delicadeza y a toquetearnos. Ninguno de nosotros supo cómo reaccionar.
−¡No tengan vergüenza! –dijo el hombre sin dejar de
sonreír−. ¡Mis chicas no muerden!
Entonces seguimos tomando, mezclando los tragos, y no
supe en qué momento la conciencia empezó a difuminarse de mi cuerpo. De todas
maneras recuerdo algunas cosas, como el que las muchachas se sentaran desnudas
junto a nosotros para compartir sus tragos, el dueño sacando de la nada un
gigantesco pito de marihuana para fumarlo entre todos, y el ver cómo el Juan y
el Mauro le chupaban, a la vez, una teta cada uno a la mina más linda del
grupo, mientras otra de ellas me pajeaba hasta apagarme y quedarme dormido
profundamente hasta el día siguiente, encontrándome con la misma sala inundada
en la penumbra, mis amigos arrojados sobre el suelo como si estuvieran muertos
y todas las demás muchachas desnudas durmiendo al lado mío, en el cómodo sofá.
Del dueño ni rastro; de seguro se había ido a su casa, si es que no vivía en su
propio local.
Me costó un
mundo despegarme del asiento para levantarme, pero una vez de pie, no fue tanto
trabajo acercarme a mis amigos y despertarlos con fuertes golpes en la cara.
−¡Despierten,
mierda!
El primero en
hacerlo fue el Juan, con una gran costra de saliva rodeándole la boca. El Mauro
significó más esfuerzo (o sea más golpes), pero luego de unos minutos ya se
encontraba incorporado.
−¿Dónde chucha
estamo’?
−En el Latina
Sandunguera –le dije−. Ya es de día.
Entonces
pareció recordarlo, porque se dibujó una oscura sonrisa en su cara.
−¿Y el dueño?
–quiso saber el Juan.
−Ni puta idea.
Pero no’ dejó con su’ chiquillas.
Recorrimos los
cuerpos de las muchachas con la mirada, deleitándonos, y decidimos buscar la
salida para irnos de ahí. Caminamos hacia la salida, encontrándonos en el
pasillo oscuro que desembocaba en la escalera hacia el primer piso, y llegamos
hasta la sección abierta al público del local a esa hora silenciosa y limpia,
cosa que nunca habíamos visto antes.
−Qué raro estar
aquí sin escuchar esa música ranchera –balbuceó el Juan con pastoso modular.
Al llegar a la
puerta, nos dimos cuenta que ésta se encontraba sin ningún tipo de seguro. El
dueño nos la había dejado abierta.
−¿De seguro se
quieren ir? –preguntó el Mauro.
−Se avecina una
diarrea de aquélla’ –repuso el Juan−. Tengo lo’ minuto’ contado’.
−Yo igual
–dije, sintiendo el crujir de mis entrañas−. Si e’ que no me cago en plena
calle… otra vez.
−Ya, oh, vamo’
–El Mauro abrió la puerta, nos dejó pasar por el resquicio uno por uno, y cerró
tras nosotros. Afuera hacía un día frío, gris y silencioso; debían ser
alrededor de las nueve de la mañana; muy tarde para llegar a clases−. Quiero
puro dormir.
Con el Juan
respondimos que nosotros igual, por lo que estaba decidido: nadie iría a
clases.
Desde ese día
que el Mauro nunca fuma su último cigarro hasta llegar a casa y asegurarse que
no habrá algún vagabundo dispuesto a pedírselo en la calle. Uno nunca sabe
cuándo alguien puede estar poniéndote a prueba.