Historia #14: La felicidad existe en segundos



El otro día, mientras caminaba de noche en dirección al Centro de la ciudad para tranquilizar un poco las llamas que tenían encendido mi pobre e inocente hígado, pasaron a mi lado un par de jóvenes chicas en moto, riendo, chillando (ellas no gritaban) y saludando a todo quien se le cruzara por el camino. Me miraron, y pasando a la misma velocidad de una tortuga, la conductora me gritó (chilló): “¡al fin sé manejar!”, lo que de verdad me puso bastante contento: ya sabía yo cómo era eso de aprender a hacer algo hasta poder llevarlo por fin a la práctica y lucirlo orgulloso ante todo el mundo. Le sonreí y le hice un sincero gesto con la mano. Entonces las chicas siguieron su curso y yo con el mío, sin dejar de pensar en que todos los días existen pequeños detalles que pueden hacerte feliz de una manera inmensa y celestial. Y fue raro, porque no podía creer que un par de desconocidas me hicieran sentir tan bien sin la necesidad de haber tocado ningún centímetro de mi pene ni haberme convidado nada de alcohol para la gran llamarada interna que me consumía a veces/siempre. Metí las manos a los bolsillos de mi chaqueta y saqué mi celular para dejar de escuchar Slowdive y así dar paso a Mika y a otros artistas mucho más alegres dentro de mi biblioteca musical.
Juro que de verdad me sentía inmensamente feliz en ese instante.
Sin embargo, unos cuantos minutos después y unas cuantas cuadras más abajo, tuve que detener mis pasos y sacarme los audífonos de los oídos para poder contemplar una escena como sacada de una película trágica; estoy seguro separé mi boca en ese momento sin siquiera estar consciente de ello: frente a mis ojos estaban las chicas que me habían saludado anteriormente, hechas una con la moto que las había llevado hasta ahí; juro por Dios que eran un amasijo grotesco de carne y jirones de ropa. Escudriñé la escena para saber qué era lo que había provocado el accidente y pude fijarme en que unos cuantos metros más allá, a mi derecha y semi escondido bajo un palo poste malo, había un lujoso Mercedes Benz con todo su parachoques despedazado por el impacto. Tuve que forzar un poco más la vista para percatarme que a su lado se encontraba, de pie, su conductor, un tipo enorme y gordo, hablando por celular sin dejar de tambalearse como si estuviera borracho. ¿Podía ser cierto que a quién veía era el famoso diputado que salía hablando en la tele? Miré un poco mejor y me di cuenta que así era, efectivamente; el muy hijo de perra estaba borracho, totalmente ido, al parecer hablando cosas importantes con lo que parecía ser su abogado desde el otro extremo de la línea del celular.
Entonces supe cómo iba a terminar todo; porque es una historia que se repite a menudo, más de lo que uno piensa: frente a cualquier resolución legal, la culpa siempre recaería sobre las chicas por ir conduciendo sin licencia a altas horas de la noche, no en el tipo borracho y asqueroso que las había atropellado; y bueno, después de todo, ¿qué cosa no podía ser solucionada por medio del dinero? Todo esto sería cubierto por la prensa, quien no dejaría de entregar información manipulada para que todos creyeran que la culpa siempre fue de las chicas, no del pulcro hombre que se exhibía por las pantallas de la caja tonta en sus casas.
Le pedí un cigarro a un tipo que no dejaba de mirar los cuerpos destrozados de las chicas, y tras encenderlo, me fui de ahí antes que llegara al fin toda la muchedumbre con su estupidez a cuestas, pensando en que el mejor aprendizaje que me pudieron haber dejado las chicas, fue que la felicidad en realidad no es más que una pequeña pausa en nuestras vidas, una sonrisa, un saludo que te mejora el ánimo, un ¡al fin sé manejar!, un suave alto en medio de un gigantesco accidente que lo único que quiere es darse un gran festín con nosotros.
Y devorarnos.



Historia #13: En el supermercado



Tenía sobre la bandeja metálica: ocho botellas de Sprite de 3 litros, un montón de tarros de conservas de duraznos, tres paquetes de dulces Sunny, cuatro galletas Tritón clásicas y un par de cepillos de dientes con sus respectivos dentífricos. Como mandaba la costumbre, abrí la bolsa plástica más grande que tenía a mi disposición al mismo tiempo que saludaba a la clienta, deseándole buenas tardes y todo eso; pero la señora dueña de todas estas cosas, en vez de devolverme el gesto, me dijo:
−Quiero las botellas de Sprite separadas de dos en dos, envueltas con triple bolsa…; las Sunny las quiero solas en doble bolsa chica; las Tritón separadas en dos, porque son la colación de mis dos hijos, igual con doble bolsa…, de esas, de las chicas… Los tarros de durazno todos juntos, en triple bolsa igual que las Sprite, y los cepillos de dientes en un bolsa, y las pasta de dientes en otra… ¿Okey?
Un poco confundido, asentí y seguí las instrucciones que me había dado, tratando de apurarme lo suficiente para que el cajero no comenzara a pasar los productos del siguiente cliente en la fila estando yo todavía ahí.
Tuve que esforzar enormemente mis brazos y manos para que la clienta tuviera todo tal como quería antes que el cajero le diera la boleta. Me dio las gracias y me extendió su mano; había llegado el mejor momento de todos: recibir la preciada propina. Puse la mía por debajo de la de ella y recibí, con gran sorpresa, una sola moneda. La miré y corroboré con gran pesar que era una de $50.
−Gracias, señora… 
(¡VIEJA Y LA RECONCHETUMADREEEEEEEEE!).