Microcuento #37: Magia es

Magia es: lo que hacen las gotitas para los ojos antes de llegar a la casa de mis padres.

Cuento #93: Sofía, no te vayas

Por un momento se sintió capaz de hacerlo, de dar el primer paso dentro de la casa –su propia casa– y comenzar todo de nuevo; mas la soledad y el gélido silencio con el que fue recibido le hicieron nublar los ojos, formar un áspero nudo en la garganta, y retroceder hasta la pared a su espalda. Todo a su alrededor subrayaba la ausencia de alguien perdido, recientemente extrañado: las fotos, las decoraciones de diferentes gustos, los cuadros, los colores, la posición nueva que ahora tenían sus cosas.
            Carlos intentó mantenerse fuerte, evitar correr tras sus familiares y sus promesas de ayuda y apoyo. Desechó la idea con un ligero manotazo al aire y siguió avanzando, arrojando sus llaves sobre la superficie del mueble más cercano.
            La luz del crepúsculo próximo se filtraba por las ventanas superiores y Carlos no supo qué hacer; se sentó a la mesa y se quedó ahí, meditabundo, con la sensación que un abismo se abría frente suyo, entre ese silencio voraz que lo rodeaba todo.
            A lo lejos se escuchó un auto doblando una esquina, y Carlos supo que con toda seguridad se trataba de sus familiares, su papá, su mamá, su hermano, su tía, los más cercanos; pensó en todo lo que debían estar hablando sobre él en ese mismo instante, en toda la conmiseración y lástima que debían sentir por su culpa, y se aborreció por todo lo que estaba provocando en ellos.
            Se llevó una mano a la cara, buscando fuerzas para sostenerla y no dejarla derrumbarse en el fondo de sus tribulaciones, en ese torbellino iracundo que no dejaba de gritarle que estaba solo, que ya no había nadie a su lado.
            Una prima se había acercado a Carlos durante el velorio, y achispada de vino como estaba, con tono que a él le pareció enigmático –al menos en un comienzo–, le dijo que mejor pensara en buscarse otra, que en realidad era una persona joven y que su vida podía rehacerse con una rapidez que, ejem, ejem, incluso le daba mucha envidia. Carlos pensó por un momento en tomarla del cuello, decirle que se fuera a la mierda, gritarle que se fuera a la mierda, gritarle groserías hasta que rompiera en llantos, pero sedado por los acontecimientos como estaba, sólo asintió y gorjeó alguna basura como por toda respuesta.
            Y fue como si la rabia contenida de aquel momento, el arrebato de ese corto lapso en que su inconsciente quiso clamar lo que su consciente no podía, estallara por fin de manera inevitable, libre de las ataduras impuestas por el impacto de los sucesos, por la desconexión que sufrían aquellos que sentían en el fondo del corazón las pérdidas irrevocables de los que necesitaban a diario.
            Los primeros en estrellarse contra el suelo fueron los floreros de la estantería a la derecha de Carlos, una verdadera cascada de vidrios que llenó el suelo de esquirlas y agua; luego siguieron las copas y vasos del pequeño bar de la pared aledaña, continuados por varias botellas de vino y whiskey a medio vaciar. Acto seguido, Carlos se echó al suelo y comenzó a llorar como no había podido hacerlo hasta ese momento, en solitario, sin nadie que lo estuviera mirando; lo hacía porque después de todo le había interceptado el golpe de la realidad en pleno vuelo entre sueño y sueño, dándole a entender de forma violenta que ya no existía nada que pudiera hacer para devolver a Sofía a este mundo, entre sus brazos, entre esas paredes que lo rodeaban y ahora parecían cernirse sobre su cuerpo cada vez más y más pequeño.
            No había una segunda oportunidad, naturalmente, las cosas habían terminado sin ningún aviso previo, y cuando las cosas acababan así, particularmente, siguiendo su orden demarcado en la línea del tiempo que lo regía todo, alguien siempre resultaba dañado de gravedad. Pues nadie se espera que la diversión concluya de manera inesperada, es lógico, nadie cree que las nubes ocultarán el sol en pleno día de verano. Pero sucede, y eso Carlos ahora lo sabía a la perfección.
            El joven tanteó el suelo encontrándose con un montón de trozos de vidrios y charcos de alcohol, mas no pudo corroborar a qué objeto pertenecía cada pedazo que tocaba, puesto que las lágrimas anegaban sus ojos como si se tratara de un horrible caso de cataratas. Carlos manoseó la idea de tomar cualquier cosa y darse cortes en los brazos a lo loco, rebanar lo que fuera con tal de quitar el funesto dolor que llevaba encima. Pero le fue imposible; con asco, reconoció que era incluso más débil de lo que pensaba, y eso le hizo sentir mucho peor.
            Adónde se iba todo, adónde se iba todo cuando la historia finalizaba y ya no quedaban más actos por interpretar. A la mierda, intentó decir Carlos, pero la voz no logró salir de sus entrañas.
            –¡A la mierda! –dijo una vez más, con fuerza, y entonces el propio sonido de su voz le trajo de vuelta con cierto regocijo, como si hubiera escuchado aquellas palabras con la cadencia de otra persona, como si después de todo no estuviera solo ahí en casa.
            Pero lo estaba. Los muertos no revivían como en los libros y la Biblia: no, los muertos se quedaban bajo tierra, enterrados hasta convertirse en el mismo polvo del que nacían y bla, bla, blá, amén.
            Carlos restregó sus ojos y se incorporó costosamente, temiendo producirse ahora un corte en alguna de sus manos con los desperdicios del suelo. Sintió un terrible vuelco en el estómago al ser consciente del estrago innecesario que había producido con sus pertenencias, las pertenencias en otrora de Sofía, su querida Sofía.
            ¿Qué iba a hacer ahora sin ella? Carlos pensó que dejar pasar los días era la mejor opción, permitir que la existencia transcurriera lenta, lánguidamente, y los días se fueran calmadamente del calendario, con los restos de su querida Sofía a cuestas hasta sacarla por fin de su cabeza. Pero luego de tantas experiencias juntos en tan poco tiempo, supo que aquello podría ser imposible; probablemente llegara a viejo y padeciera de una enfermedad mental degenerativa antes de olvidarse por completo de su persona. Y es que alguien como ella era muy difícil de ignorar, con su carácter extrovertido y analítico, siempre teniendo una palabra y una respuesta para todo, con sus canciones por la mañana y sus lecturas por la noche. Carlos pensaba que como ella no podría haber otra igual, y eso le dio aún más pena, lo hizo sentir más solo que nunca.
            Así, pensando en que ordenaría todo el desastre provocado al día siguiente, Carlos se dirigió a su cuarto –porque ahora lo correcto era decir que era su cuarto– hallándolo ordenado, tal y como lo había dejado Sofía antes de marcharse a su trabajo y…, bueno, morir atropellada por aquél hijo de puta. Carlos no había estado ahí desde el accidente: sus padres creyeron que sería una mala idea que su retoño durmiera en la misma cama de su fallecida esposa, más por creencia que por algo sentimental, por lo que no dudaron en acomodarlo en su antigua habitación de soltero hasta que todo el asunto del entierro hubiera pasado; sin embargo, aquello no había ayudado en lo más mínimo: ahora se encontraba de cara con una escena del pasado, una imagen estática que parecía seguir una línea histórica en que Sofía no había muerto, una en que Sofía había ido a trabajar, almorzado junto a sus colegas traductoras, y en la que ahora se encontraba camino de regreso a casa para tomar onces junto a él, ver una película echados en el mullido sofá del living, hacer el amor cuando perdieran el interés por ella, y leer, leer, leer hasta que ya fuera pasada la medianoche y se despidieran hasta el día siguiente, haciendo el amor otra vez antes de apagar las luces del cuarto y sumirse en la oscuridad y las imágenes difuminadas de sus sueños.
            Pero Sofía no regresaría jamás: había visto su cuerpo magullado y pálido descansando sobre la camilla de una fría habitación llena de otros cadáveres esperando ser reconocidos, había visto su hermoso rostro del otro lado del cristal del ataúd que la llevó  bajo tierra, de ahí de donde nunca más podría volver.
            Carlos, ante todo, no pudo reprimir sus ganas de llorar nuevamente y querer desvanecerse, desaparecer de ahí, del planeta, y así olvidarlo todo. El joven se sentó en un borde de la cama y se llevó las manos a la cara para ahogar sus sollozos. Al principio pensó que alguien lloraba con él, en otra habitación de la casa, pero se percató que sólo era él y su deseo, su necesidad de sentir alguien a su lado, o al menos en el mismo entorno en el que ahora se hallaba totalmente desolado.
            Se restregó los ojos con el dorso de su mano, abriendo el borroso campo visual que tenía al frente, y miró a su derecha: ahí, sobre la cama y doblada en cuatro partes, se encontraba el chaleco que Sofía siempre vestía cuando andaba en casa, uno rosado y deshilachado en muchos puntos que le había pertenecido a su madre. Carlos lo quedó observando por un buen rato sin saber qué hacer; en un comienzo sintió un leve acceso de temor, como si al tocarlo pudiera desencadenar una serie de eventos paranormales que jamás lo abandonaría por el resto de sus días, pero tras pensar lógicamente, toda sensación desagradable fue destituida por un mar de melancolía que a Carlos le pareció una verdadera puñalada en su pecho. Era consciente a cada segundo que transcurría que Sofía no regresaría jamás, que se había transformado en eso: en algo que ya no podía ver, ni oír, ni tocar, ni besar nunca más.
            Carlos tomó el chaleco rosado y se lo llevó a la cara, sintiendo la dulce fragancia que emanaba de él. Nunca más podré volver a sentir este olor, pensó con amargura, nunca más podré sentirlo. Sabía que no había tecnología capaz de revivir un detalle como aquél; y si bien podía llevarse a la nariz el mismo perfume que ocupaba Sofía cuantas veces quisiera, jamás podría dar con esa mezcla del olor entre su sudor seco por las mañanas y su esencia limpia de las noches. Por lo mismo pensó que debía racionar el olor que aún permanecía en su ropa, olerlo de vez en vez para recordarla y dejar sus cosas, sus pertenencias tal cual, hasta que por desgracia todo rastro suyo se borrara de ese lugar y la realidad volviera a caer sobre sus hombros.

            Aún había luz de día afuera; la hora del crepúsculo se acercaba dispuesta a manchar todo con sus delicados y oscuros tonos anaranjados. Pero Carlos tenía sueño, sentía que el sopor y el cansancio por fin le vencían. Se quitó los zapatos, los pantalones, la camisa y la ropa interior con lentitud, como si no pudiera hacerlo a otra velocidad que esa, y se metió dentro de la cama, arrebujando su rostro en el chaleco rosado de su esposa. Aún olía como ella por las mañanas al despertar ambos sin ánimos de trabajar ni seguir con la rutina; aún olía como ella cuando se levantaba por las noches para ir al baño entre sueño y sueño; aún olía como ella y Carlos pudo por fin sentirse tranquilo. No dejó de pensar en que Sofía regresaría esa misma noche, o tal vez mañana, hasta que se quedó dormido a la hora en que el sol comenzaba a sumergirse lentamente en el horizonte, allá lejos.