Me ha pasado la cosa más
inverosímil del mundo: cuando pensé que nada podía salir mal justo el día en
que con los demás habíamos decidido mantenernos sobrios hasta que éste finalizara,
salí de la casa para comprar frutas en dirección al local más cercano, tarareando
alguna porquería que se me había quedado pegada de la radio con la esperanza de
volver antes que los fideos estuvieran listos. Entré al local, saludé a los
demás compradores y seleccioné unas cuantas peras y plátanos ayudándome con el
cuenco de mis brazos. Estaba en la fila, escuchando cómo el dueño del local le
explicaba a una vecina que la solución para sus dolores musculares eran los
cambuchos de papel y su humo dirigido, cuando entró un tipo con casco de motociclista
y aire de pato malo gritando: “’¡ya, conchetumare, pásenme to’as sus güeás,
AHORA!”, sacando una pistola de su cinturón. Oh, dije, cagué, pero al ver que
la gente empezaba a entregar todas sus pertenencias (celulares, billeteras,
tarjetas, monedas, billetes, las ganancias del día del local, etcétera), me
embargó una extraña sensación de relajo. Entonces saqué las pocas monedas de mi
bolsillo y se las extendí al hombre con gesto sumiso, quien no dudó un segundo en
tomarlas. Y así igual de rápido, éste echó un último vistazo a su alrededor y
salió disparado hacia su moto estacionada afuera, donde arrojó el botín al
interior de una mochila y desapareció haciendo un montón de ruido calle abajo.
La gente no sabía qué decir: estaban anonadados, pálidos, con la boca cómicamente
desencajada. Dejé las frutas al frente del afligido dueño del local, en el
mesón, y me agaché para sacar el billete escondido en mi calcetín derecho.
Pensé en qué hubiera pasado si hubiera gastado mis ahorros (o en haber aceptado
dinero de mi mamá) para comprar otro celular que cumpliera con las mismas
funciones que el que se me había perdido días atrás; probablemente me estaría
lamentando un montón, sintiéndome muy mal al respecto.
Le extendí el billete al dueño
del local, me dio el vuelto como si todavía no consiguiera entender muy bien
qué acababa de suceder, y me fui de ahí tarareando la misma porquería que se me
había quedado pegada de la radio, con la esperanza de volver antes que los
fideos estuvieran listos.