Después de pagar toda la carne para nuestro asado
(gracias a las becas de alimentación del Gobierno), con mis compañeros de
carrera salimos del supermercado por su salida este, llevando un carro repleto
de cervezas, botellones de tinto y mucha comida. Estábamos echando la talla,
riéndonos de cualquier mierda, cuando nos dimos cuenta que afuera el ambiente
se hallaba tenso, hostil. La culpa la tenía una pareja discutiendo
acaloradamente.
−¡Que
sea mujer no significa que me tenga’i que hacer todo, güeón!
Esto
lo dijo ella.
−Oye,
si te ofrecí ayuda nomá’.
Y
esto lo dijo él.
Capté
de inmediato que no eran pareja. Ni que tampoco se conocían.
−Es
que así son todos ustedes –dijo ella, alterada−. Creen que porque somo’ mujeres
nos tienen que hacer todo. ¡Yo puedo sola, ¿me escuchaste?!
−¡Oye,
yo sólo estaba ayudando nomá’! –El hombre, a su vez, también se hallaba un poco
exaltado.
−No,
no me venga’i con güeás –recriminó ella, apuntándolo con un dedo−. Son todos
iguales.
Con
mis compañeros nos hallábamos paralizados, sin saber qué hacer. Me di cuenta
que a nuestro lado se había reunido más gente a ver el desarrollo de la escena.
Pero nadie hacía nada.
−Ya,
bueno, da lo mismo –dijo el tipo, haciendo un gesto burlón de indiferencia.
Entonces
la mujer echó chispas y tomó al hombre por el brazo, volteándolo para quedar
cara cara con él.
−¡Erí’
un conchetumare! –le gritó, antes de plantarle una feroz cachetada que resonó y
provocó que todos los presentes aguantásemos la respiración.
En
la cara del hombre se formó una mueca horrible.
−¡Te
voy a sacar la conchetumare! –gritó a su vez éste, rojo de ira.
Así
fue que mis amigos reaccionaron y se abalanzaron contra él.
−¡No,
güeón!
Entre
los cuatro pudieron retenerlo. La mujer se veía totalmente asombrada, pero el
fuego en sus ojos no se había ido. Para nada.
−¡Qué
está pasando acá! –dijo alguien entre el público. Era uno de los guardias,
quien tal y como si fuera una rutina humorística en la que se resalta lo peor
de cada arquetipo de trabajador, venía acomodándose la correa de sus
pantalones.
−¡Esta
mujer está loca! –dijo el hombre retenido por mis compañeros de carrera−. ¡Ella
es la culpable!
−¡Cómo
que yo soy la culpable, si tú fuiste el que empezó, monigote de mierda!
Daba
la sensación de que ahí se estaban liberando las típicas fuerzas previas a una
tormenta. No hay nada más horrible en el mundo que ver dos personas combatir
verbalmente por una cuestión totalmente solucionable, sin ánimos de dar el
brazo a torcer.
La
puerta electrónica se abrió detrás de nosotros. Aparecieron tres guardias más
para saber qué mierda ocurría en aquel sitio.
Mis
amigos, al igual que yo, nos percatamos que el número de espectadores era aun
mayor que instantes atrás. Por lo mismo, soltaron al hombre –ahora ya más
calmado− y se unieron a nuestro grupo.
−Mejor
vámonos –dijo el Miguel. Nadie le llevó la contraria.
Ya
en el auto, escuchando a Los Prisioneros
salir por los parlantes –y mientras los demás comentaban el tenso hecho que
acabábamos de presenciar−, me puse a darle vueltas al asunto con un nudo en el
estómago. ¿Qué mierda está pasando en el mundo?; ¿dónde estaba la empatía con
la que todos solían pavonearse cuando sucedían catástrofes, o cuando las
campañas de colectas anuales volvían a la palestra pública? ¡Por la mierda, si
todos somos lo mismo al final de cuentas! ¿Qué diferencia hay entre un pene y
una vagina el día que morimos?
Me
sentía raro; no le dejaba de dar vueltas al hecho de que si nadie hubiera
estado ahí para detenerlo, ese hombre probablemente hubiera golpeado a la mujer
solo por haber perdido la paciencia para con ella.
−Hay
que entenderlo –dijo el Marcelo de repente, sentado en el asiento del
copiloto−. Históricamente, los hombres las hemos hecho mierda por años. Lo más
sensato sería apoyarlas, ¿no?
En
lo personal, puedo decir que lo que dijo el Marcelo fue lo más sensato que
escuché desde que salimos del supermercado por la puerta este, hasta que
llegamos a la casa del Miguel para hacer nuestro esperado asado.