Largo camino a la ruina #52: Problemas de género


Después de pagar toda la carne para nuestro asado (gracias a las becas de alimentación del Gobierno), con mis compañeros de carrera salimos del supermercado por su salida este, llevando un carro repleto de cervezas, botellones de tinto y mucha comida. Estábamos echando la talla, riéndonos de cualquier mierda, cuando nos dimos cuenta que afuera el ambiente se hallaba tenso, hostil. La culpa la tenía una pareja discutiendo acaloradamente.
            −¡Que sea mujer no significa que me tenga’i que hacer todo, güeón!
            Esto lo dijo ella.
            −Oye, si te ofrecí ayuda nomá’.
            Y esto lo dijo él.
            Capté de inmediato que no eran pareja. Ni que tampoco se conocían.
            −Es que así son todos ustedes –dijo ella, alterada−. Creen que porque somo’ mujeres nos tienen que hacer todo. ¡Yo puedo sola, ¿me escuchaste?!
            −¡Oye, yo sólo estaba ayudando nomá’! –El hombre, a su vez, también se hallaba un poco exaltado.
            −No, no me venga’i con güeás –recriminó ella, apuntándolo con un dedo−. Son todos iguales.
            Con mis compañeros nos hallábamos paralizados, sin saber qué hacer. Me di cuenta que a nuestro lado se había reunido más gente a ver el desarrollo de la escena. Pero nadie hacía nada.
            −Ya, bueno, da lo mismo –dijo el tipo, haciendo un gesto burlón de indiferencia.
            Entonces la mujer echó chispas y tomó al hombre por el brazo, volteándolo para quedar cara cara con él.
            −¡Erí’ un conchetumare! –le gritó, antes de plantarle una feroz cachetada que resonó y provocó que todos los presentes aguantásemos la respiración.
            En la cara del hombre se formó una mueca horrible.
            −¡Te voy a sacar la conchetumare! –gritó a su vez éste, rojo de ira.
            Así fue que mis amigos reaccionaron y se abalanzaron contra él.
            −¡No, güeón!
            Entre los cuatro pudieron retenerlo. La mujer se veía totalmente asombrada, pero el fuego en sus ojos no se había ido. Para nada.
            −¡Qué está pasando acá! –dijo alguien entre el público. Era uno de los guardias, quien tal y como si fuera una rutina humorística en la que se resalta lo peor de cada arquetipo de trabajador, venía acomodándose la correa de sus pantalones.
            −¡Esta mujer está loca! –dijo el hombre retenido por mis compañeros de carrera−. ¡Ella es la culpable!
            −¡Cómo que yo soy la culpable, si tú fuiste el que empezó, monigote de mierda!
            Daba la sensación de que ahí se estaban liberando las típicas fuerzas previas a una tormenta. No hay nada más horrible en el mundo que ver dos personas combatir verbalmente por una cuestión totalmente solucionable, sin ánimos de dar el brazo a torcer.
            La puerta electrónica se abrió detrás de nosotros. Aparecieron tres guardias más para saber qué mierda ocurría en aquel sitio.
            Mis amigos, al igual que yo, nos percatamos que el número de espectadores era aun mayor que instantes atrás. Por lo mismo, soltaron al hombre –ahora ya más calmado− y se unieron a nuestro grupo.
            −Mejor vámonos –dijo el Miguel. Nadie le llevó la contraria.
            Ya en el auto, escuchando a Los Prisioneros salir por los parlantes –y mientras los demás comentaban el tenso hecho que acabábamos de presenciar−, me puse a darle vueltas al asunto con un nudo en el estómago. ¿Qué mierda está pasando en el mundo?; ¿dónde estaba la empatía con la que todos solían pavonearse cuando sucedían catástrofes, o cuando las campañas de colectas anuales volvían a la palestra pública? ¡Por la mierda, si todos somos lo mismo al final de cuentas! ¿Qué diferencia hay entre un pene y una vagina el día que morimos?
            Me sentía raro; no le dejaba de dar vueltas al hecho de que si nadie hubiera estado ahí para detenerlo, ese hombre probablemente hubiera golpeado a la mujer solo por haber perdido la paciencia para con ella.
            −Hay que entenderlo –dijo el Marcelo de repente, sentado en el asiento del copiloto−. Históricamente, los hombres las hemos hecho mierda por años. Lo más sensato sería apoyarlas, ¿no?
            En lo personal, puedo decir que lo que dijo el Marcelo fue lo más sensato que escuché desde que salimos del supermercado por la puerta este, hasta que llegamos a la casa del Miguel para hacer nuestro esperado asado.