De repente, uno de los amigos apuntó hacia el erial al lado del
camino; borracho, como los demás, dijo:
−Cabros, cachen ‘sa
güeá.
Sus otros tres amigos
se detuvieron y miraron al lugar indicado por el primero, donde no se veían más
que sombras y los desperdicios que la gente comúnmente arrojaba en él.
−¿Dónde?; ¿qué?
−¡Miren, ahí!
−¿Dónde, güeón?
−¡Ahí, mira! –Pero
nadie lograba dar con lo que llamaba la atención del primero de los amigos;
entonces el joven se armó de valor y se internó en la negrura del erial. Sus
amigos rieron y empezaron a insultarlo, llamándolo estúpido, imbécil y
agüeonao’. No obstante, un grito de su parte hizo que todos se callaran de
inmediato.
−¡¿Qué te pasó,
güeón?! –le preguntó uno de sus amigos a la distancia, preocupado.
−Miren… −se escuchó
decir al primero, volviendo desde el erial−. Cachen esta güeá.
Al principio nadie
pudo indagar qué era lo que traía consigo el joven en cuestión; se veía algo
redondo colgar de sus costados, lo que les hizo pensar a los demás en una
pelota de fútbol vieja y abandonada.
Sin embargo, se
trataba totalmente de otra cosa.
−¿Una cabeza? –dijo
uno de los amigos, sin poder dar crédito a lo que tenía frente a sus ojos−.
¡Güeón, encontraste una cabeza!
−¡Sí! Está bonita,
¿no?
Sus amigos la
miraron: su antigua dueña debió haber tenido unos veintidós años; con el pelo
rubio y melenudo, sus ojos azules y su piel blanca y tersa, la chica debió
haber sido una de las más bonitas de su generación escolar y universitaria.
−Sí, está bien güena
en realidad.
−Sí, loco, está
mortal −El joven abrió su mochila y guardó la cabeza adentro−. ¿Vamo’?
−Dale, vamo’.
Así el grupo caminó por
otros veinte minutos hasta la villa donde seguiría el carrete; por ahí
encontraron una botillería clandestina, compraron vino y cerveza y terminaron
por ir y encerrarse en el pequeño cuarto del anfitrión de la jornada. Armaron
los primeros porros, le echaron cocaína encima y dieron comienzo a la segunda
parte del jolgorio.
De fondo sonaba The Trooper, el reloj marcaba más de las
cuatro de la madrugada y entonces el amigo que había encontrado la cabeza
recordó que la tenía guardada en su mochila; la sacó de ahí con un movimiento
torpe, la limpió un poco con sus dedos y la levantó hacia la luz que colgaba
del techo plagado de posters de bandas doom y black metal, mientras los demás
cantaban los versos de la canción como si realmente estuvieran viendo a Iron
Maiden en vivo, sin poleras ni pantalones, rojos por culpa de la sangre que
fluía vertiginosamente en su interior.
−Déjame sostenerla un
rato, porfa’ –dijo uno de los jóvenes, con los ojos inyectados y la lengua
adormecida−. Está re güena.
Su amigo miró la
cabeza y se la entregó sin decir palabra.
−Qué bonita, qué bonita –murmuró el joven al
recibirla. Los demás, por su lado, no dejaban de imitar con su voz el solo
doble de guitarra de la canción de fondo−. Qué bonita.
El joven pasó sus
dedos por los labios de la cabeza, luego por sus ojos, luego por su frente,
pensando en que no importaban ni las costras de sangre ni los moretones que
exhibía su piel. Imaginó que era su novia, la mujer que por fin le presentaría
a sus padres y se casaría con él, la que le cocinaría para toda la vida cuando
tuviera hambre y le asistiría cuando las cosas se estuvieran poniendo feas.
−Eres hermosa
–farfulló sin dejar de acariciarla; y sin que nadie se diera cuenta de lo que
hacía, se llevó la cabeza hasta la boca y comenzó a besarla con una pasión que
nunca antes había sentido, pasándole la lengua por sus magullados labios repetidas
veces. Entonces algo dentro de sus
pantalones comenzó a cobrar vida: era como si le gritara hambriento,
descontrolado, y él no pudiera hacer otra cosa que abrir el cierre de su
pantalón para darle en el gusto y callarlo.
Sus amigos le
miraron, sin comprender muy bien lo que ocurría; la fiesta continuaba, la
música retumbaba desenfrenada, pero no entendían por qué la cabeza que habían
encontrado pendía de su pene, entrando
y saliendo una y otra vez, formando
un espeso charco de saliva, sangre y otros fluidos bajo ella.
−¿Qué onda, güeón?
–le preguntó uno de sus amigos con trabajoso modular−. ¿Qué estai’ haciendo?
−¡Loco, esto es lo
mejor del mundo!
−¿Me dejai’ intentar?
−¡Oye, yo también
quiero!
−¡Yo igual!
−Sí po’, obvio.
Así los amigos fueron
compartiendo la cabeza perdida, imitando el actuar del primero de ellos; y así,
mientras uno la utilizaba, los demás no dejaban de preparar más porros, servir
más vino y vaciar más cervezas.
−¿Y si la usamos
todos a la vez? –dijo uno de ellos luego de sentir el chispazo de la idea.
−¡Ya! –exclamaron los
demás.
Pusieron la cabeza al
medio del cuarto y alrededor de ella formaron un cerrado corro, todos con los
calzoncillos abajo y sus penes al aire, apuntándole directamente con ellos. Y
así, sin dejar de tocarse pensando en lo bella que había sido su antigua dueña,
los amigos terminaron por chorrearla entera con los líquidos que salían de
ellos.
−Qué hermosa se ve
así.
−Sí; es como si
tuviera cola fría encima.
−No: es como si
tuviera brillo.
−Sí, puede ser, puede
ser.
Corrieron los últimos
vasos de cerveza, se rompieron las últimas botellas de vino vacías contra la
pared y terminaron por agotarse las últimas energías de los amigos sin que
nadie pudiera hacer nada contra ello. Entonces optaron por recostarse donde
cupieran sus cuerpos y perder el conocimiento hasta que todo hubiera pasado.
Al día siguiente, el
dueño de casa no lograba recordar nada: vio a sus amigos tirados por ahí, con
vómito chorreando por las comisuras de sus labios, sin pantalones ni
calzoncillos, las paredes manchadas con vino, y entonces se acordó de la cabeza
encontrada en el erial; “mierda”, pensó, mirando de inmediato hacia todos lados
sin poder hallarla. No estaba en el suelo, ni debajo del mueble de su computador,
ni encerrada en su guardaropa; sin embargo, luego de buscarla debajo de su
cama, logró vislumbrarla ente las sombras y el montón de polvo que cubría el
piso; probablemente alguien la había pateado de casualidad antes de acostarse.
Extendiendo su brazo,
el joven logró sacarla de ahí tomándola del pelo, encontrándola llena de mugre
adherida a la piel; no obstante, de su belleza magullada no quedaba absolutamente
nada: se la habían arrebatado toda la madrugada anterior, con su apasionada violencia
y confusión.
El joven se quedó un
buen rato ahí parado, pensando en lo que haría a continuación; volvió a mirar
la cabeza, como buscando alguna señal que le hiciera decidir: ahora le faltaba
un ojo, se le habían roto unos cuantos dientes y los labios estaban totalmente
despedazados por la constante fricción de la noche; era un completo horror. El
joven entonces respiró hondo y se dirigió hasta el basurero del antejardín de
su casa, pretendiendo no ser visto por nadie, y arrojó la cabeza en su
interior, rogando que su recuerdo fuera sólo un buen y vertiginoso sueño para
sus amigos así como lo había sido para él.