Cuento #24: La cabeza perdida

De repente, uno de los amigos apuntó hacia el erial al lado del camino; borracho, como los demás, dijo:
            −Cabros, cachen ‘sa güeá.
            Sus otros tres amigos se detuvieron y miraron al lugar indicado por el primero, donde no se veían más que sombras y los desperdicios que la gente comúnmente arrojaba en él.
            −¿Dónde?; ¿qué?
            −¡Miren, ahí!
            −¿Dónde, güeón?
            −¡Ahí, mira! –Pero nadie lograba dar con lo que llamaba la atención del primero de los amigos; entonces el joven se armó de valor y se internó en la negrura del erial. Sus amigos rieron y empezaron a insultarlo, llamándolo estúpido, imbécil y agüeonao’. No obstante, un grito de su parte hizo que todos se callaran de inmediato.
            −¡¿Qué te pasó, güeón?! –le preguntó uno de sus amigos a la distancia, preocupado.
            −Miren… −se escuchó decir al primero, volviendo desde el erial−. Cachen esta güeá.
            Al principio nadie pudo indagar qué era lo que traía consigo el joven en cuestión; se veía algo redondo colgar de sus costados, lo que les hizo pensar a los demás en una pelota de fútbol vieja y abandonada.
            Sin embargo, se trataba totalmente de otra cosa.
            −¿Una cabeza? –dijo uno de los amigos, sin poder dar crédito a lo que tenía frente a sus ojos−. ¡Güeón, encontraste una cabeza!
            −¡Sí! Está bonita, ¿no?
            Sus amigos la miraron: su antigua dueña debió haber tenido unos veintidós años; con el pelo rubio y melenudo, sus ojos azules y su piel blanca y tersa, la chica debió haber sido una de las más bonitas de su generación escolar y universitaria.
            −Sí, está bien güena en realidad.
            −Sí, loco, está mortal −El joven abrió su mochila y guardó la cabeza adentro−. ¿Vamo’?
            −Dale, vamo’.
            Así el grupo caminó por otros veinte minutos hasta la villa donde seguiría el carrete; por ahí encontraron una botillería clandestina, compraron vino y cerveza y terminaron por ir y encerrarse en el pequeño cuarto del anfitrión de la jornada. Armaron los primeros porros, le echaron cocaína encima y dieron comienzo a la segunda parte del jolgorio.
            De fondo sonaba The Trooper, el reloj marcaba más de las cuatro de la madrugada y entonces el amigo que había encontrado la cabeza recordó que la tenía guardada en su mochila; la sacó de ahí con un movimiento torpe, la limpió un poco con sus dedos y la levantó hacia la luz que colgaba del techo plagado de posters de bandas doom y black metal, mientras los demás cantaban los versos de la canción como si realmente estuvieran viendo a Iron Maiden en vivo, sin poleras ni pantalones, rojos por culpa de la sangre que fluía vertiginosamente en su interior.
            −Déjame sostenerla un rato, porfa’ –dijo uno de los jóvenes, con los ojos inyectados y la lengua adormecida−. Está re güena.
            Su amigo miró la cabeza y se la entregó sin decir palabra.
−Qué bonita, qué bonita –murmuró el joven al recibirla. Los demás, por su lado, no dejaban de imitar con su voz el solo doble de guitarra de la canción de fondo−. Qué bonita.
            El joven pasó sus dedos por los labios de la cabeza, luego por sus ojos, luego por su frente, pensando en que no importaban ni las costras de sangre ni los moretones que exhibía su piel. Imaginó que era su novia, la mujer que por fin le presentaría a sus padres y se casaría con él, la que le cocinaría para toda la vida cuando tuviera hambre y le asistiría cuando las cosas se estuvieran poniendo feas.
            −Eres hermosa –farfulló sin dejar de acariciarla; y sin que nadie se diera cuenta de lo que hacía, se llevó la cabeza hasta la boca y comenzó a besarla con una pasión que nunca antes había sentido, pasándole la lengua por sus magullados labios repetidas veces. Entonces algo dentro de sus pantalones comenzó a cobrar vida: era como si le gritara hambriento, descontrolado, y él no pudiera hacer otra cosa que abrir el cierre de su pantalón para darle en el gusto y callarlo.
            Sus amigos le miraron, sin comprender muy bien lo que ocurría; la fiesta continuaba, la música retumbaba desenfrenada, pero no entendían por qué la cabeza que habían encontrado pendía de su pene, entrando y saliendo una y otra vez, formando un espeso charco de saliva, sangre y otros fluidos bajo ella.
            −¿Qué onda, güeón? –le preguntó uno de sus amigos con trabajoso modular−. ¿Qué estai’ haciendo?
            −¡Loco, esto es lo mejor del mundo!
            −¿Me dejai’ intentar?
            −¡Oye, yo también quiero!
            −¡Yo igual!
            −Sí po’, obvio.
            Así los amigos fueron compartiendo la cabeza perdida, imitando el actuar del primero de ellos; y así, mientras uno la utilizaba, los demás no dejaban de preparar más porros, servir más vino y vaciar más cervezas.
            −¿Y si la usamos todos a la vez? –dijo uno de ellos luego de sentir el chispazo de la idea.
            −¡Ya! –exclamaron los demás.
            Pusieron la cabeza al medio del cuarto y alrededor de ella formaron un cerrado corro, todos con los calzoncillos abajo y sus penes al aire, apuntándole directamente con ellos. Y así, sin dejar de tocarse pensando en lo bella que había sido su antigua dueña, los amigos terminaron por chorrearla entera con los líquidos que salían de ellos.
            −Qué hermosa se ve así.
            −Sí; es como si tuviera cola fría encima.
            −No: es como si tuviera brillo.
            −Sí, puede ser, puede ser.
            Corrieron los últimos vasos de cerveza, se rompieron las últimas botellas de vino vacías contra la pared y terminaron por agotarse las últimas energías de los amigos sin que nadie pudiera hacer nada contra ello. Entonces optaron por recostarse donde cupieran sus cuerpos y perder el conocimiento hasta que todo hubiera pasado.
            Al día siguiente, el dueño de casa no lograba recordar nada: vio a sus amigos tirados por ahí, con vómito chorreando por las comisuras de sus labios, sin pantalones ni calzoncillos, las paredes manchadas con vino, y entonces se acordó de la cabeza encontrada en el erial; “mierda”, pensó, mirando de inmediato hacia todos lados sin poder hallarla. No estaba en el suelo, ni debajo del mueble de su computador, ni encerrada en su guardaropa; sin embargo, luego de buscarla debajo de su cama, logró vislumbrarla ente las sombras y el montón de polvo que cubría el piso; probablemente alguien la había pateado de casualidad antes de acostarse.
            Extendiendo su brazo, el joven logró sacarla de ahí tomándola del pelo, encontrándola llena de mugre adherida a la piel; no obstante, de su belleza magullada no quedaba absolutamente nada: se la habían arrebatado toda la madrugada anterior, con su apasionada violencia y confusión.
            El joven se quedó un buen rato ahí parado, pensando en lo que haría a continuación; volvió a mirar la cabeza, como buscando alguna señal que le hiciera decidir: ahora le faltaba un ojo, se le habían roto unos cuantos dientes y los labios estaban totalmente despedazados por la constante fricción de la noche; era un completo horror. El joven entonces respiró hondo y se dirigió hasta el basurero del antejardín de su casa, pretendiendo no ser visto por nadie, y arrojó la cabeza en su interior, rogando que su recuerdo fuera sólo un buen y vertiginoso sueño para sus amigos así como lo había sido para él.

Cuento #23: La "Santa María"



Nadie sobre la Santa María había visto tierra firme desde hacía una semana exacta. Pero su capitán seguía escudriñando el límite infinito del cielo y el mar con un deseo férreo, indiferente a todas las posibilidades de no encontrar absolutamente nada por otros cuantos días más. No le importaba, sinceramente, que la moral de su tripulación estuviera baja, que el pan estuviera cada día más rancio y avinagrado, y que cinco de sus grumetes presentaran claros indicios de tener agusanados sus estómagos. No, ni siquiera le preocupaba el motín que sabía se fraguaba en los fríos dormitorios del barco, ni que su cabeza estuviera en verdadero peligro por culpa de su gran y arriesgada empresa.
Era pasado el mediodía, el sol brillaba fuerte sobre el tranquilo mar aterciopelado y el aire parecía haberse quedado completamente estancado. Nadie quería trabajar, menos con una esperanza de gloria tan nula como la que todos los tripulantes tenían en ese momento; todos gruñían en vez de responder, o utilizaban los golpes en vez de las palabras. El ambiente se notaba tan tenso, que alguien podría haberlo abierto hasta con una navaja de hoja fina.
Todos, esa tarde, se encontraban tan ensimismados rumiando su propia rabia, que nadie se percató de que el barco vibraba progresivamente como si una mano gigante lo estuviera agitando por debajo del agua. Fue uno de los grumetes que se encontraba sobre la cubierta el que advirtió el creciente movimiento. Para cuando todos le hubieron prestado atención, incluso el propio capitán del barco, el movimiento era ya totalmente perceptible.
Fue en eso que el trozo de cielo encima de ellos se oscureció en menos de diez segundos; para cuando todos hubieron dirigido su mirada a él, de éste comenzaron a salir relámpagos en todas direcciones.
El capitán se hallaba pasmado, sin saber qué hacer ni decir. Veía cómo los grumetes maldecían, otros gritaban, unos cuantos se ponían a resguardo, mirando atemorizados el violento cielo sobre ellos. Murmuró una palabrota, y movido por un acto instintivo, miró en dirección a los otros dos barcos que los acompañaban a lo lejos, percatándose que encima de ellos el cielo también se había tornado oscuro, despidiendo rayos a diestra y siniestra.
−¡Capitán! −gritó alguien; mas el capitán no pudo responderle: en ese momento, sin que nadie pudiera preverlo, un fuerte relámpago impactó el centro de la cubierta del barco. Un resplandor blanco los cegó a todos por unos instantes; para cuando abrieron de nuevo los ojos, vieron que delante de ellos había un ser negro, con una cosa que parecía un arma sobre sus manos. Todos quedaron de una sola pieza. Nadie atinó a hacer nada. Sólo se escuchaba el gruñido de los relámpagos encima.
El ser gritó:
−¡Muéranse, hijos de puta! −y tras apuntarlos con su arma, comenzó a dispararles ráfagas de gruesas balas a todo quien tuviera al frente. Los trozos de carne saltaban desparramados hacia todos lados: pedazos de brazos, cabezas, piernas.  
El capitán no podía creer lo que estaba viendo: alguien caído del cielo estaba masacrándolos a todos, sin dejar a nadie vivo, avanzando y disparando, avanzando y disparando, riendo como un perverso demonio oscuro.
Entonces el demonio llegó hasta él, quedando ambos cara a cara; ahí se dio cuenta que parecía un extraño niño disfrazado, luciendo una misteriosa y asesina sonrisa.
−Por favor, no…
−Hasta la vista, Colón y la conchetumare −y dicho esto, el ser extrajo lo que parecía una pelota metálica de uno de sus bolsillos y se la metió a la fuerza por la boca, quebrándole un par de sucios y corroídos dientes; acto seguido, y sin que el capitán pudiera evitarlo realmente, el demonio le quitó la anilla a la pelota y se marchó, volviendo al punto exacto en el que había caído. Desapareció antes que el capitán explotara en mil pedazos y la cubierta resultara con graves daños en su estructura, dejándola prácticamente partida en dos.
Luego de eso, el cielo volvió a aclararse, el mar continuó siendo infinito y América nunca fue ensuciada por ningún extranjero.