Una
vez conocí a una joven que solía sentarse en la cuneta de la calle cada vez que
salíamos de una fiesta, donde vomitaba desparramándolo todo y se ponía a hacer
figuras y cuadros en el charco con sus propios dedos. Formaba campos floreados
ordenando los granos de arroz, alineaba estrellas con trozos de duraznos y creaba
formas humanas con los fideos mal procesados de su estómago. Solía decirme que
era su don más grande, la razón por la cual había nacido, y que algún día me
iba a sorprender enormemente. Nunca le creí realmente: borracha, en verdad,
solía hablar más idioteces que cosas importantes. Sin embargo, llegó una noche
en que vomitó más de la cuenta (quedando al borde de la deshidratación), armó
un bonito cuadro de lo que parecían ser casas ubicadas sobre pilotes, y, sin
que yo pudiera hacer nada siquiera, se arrojó sobre él, rodando encima suyo con
una violencia totalmente inusitada. Traté de detenerla, obviamente, pero como
estaba más borracho que ella, caí torpemente de espaldas. Intenté levantarme de
inmediato, pero un creciente movimiento activó una alarma en mi interior: la
tierra comenzó a moverse impetuosamente, deteniendo fiestas, reviviendo
borrachos, derrumbando casas y sumiendo al mundo en la oscuridad y la hecatombe
misma. Fueron cuatro minutos en los que de verdad pensé que todo iba por fin a
acabar: la gente salía de sus casas despavoridas, gritando a todo pulmón, pidiéndole
perdón a Dios rey de todos los reyes por todos sus pecados cometidos. Todo era
un caos digno de los Últimos Tiempos, lo juro.
−¿Ves? −dijo mi amiga desde el suelo,
sonriendo con su cara y su flequillo llenos de vómitos−. Te dije que algún día
te sorprendería.