La tarde transcurría lenta, letárgica, como todo día domingo en el
departamento del abuelo. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido en un
instante, por siempre; sólo el aleteo incesante de las palomas en el erial bajo
la ventana confirmaba que esto aún no había ocurrido. Ahí no habían juguetes,
ni televisor, mucho menos videojuegos o un computador con Internet; sólo habían
libros y más malditos libros, todos apolillados y con un olor que llegaban a
dar arcadas. Era por eso que Andrés odiaba los domingos en el departamento de
su abuelo.
−Acá está el agua que
me pediste –dijo el niño, tendiéndole un frío y rebosante vaso a su abuelo,
quien sentado en el balcón del departamento con vista al lejano atardecer
perdido entre los edificios, parecía estar esperando a que algo importante ocurriera−. Abuelo… Abuelo, ¿estás bien?
−¡Sí, sí, sí!
–respondió el hombre, dando un fuerte respingo−. Disculpa…, eh…, gracias por el
agua, hijo.
Acto seguido, tomó el
vaso extendido y se lo bebió de un solo trago.
−¿Quieres más,
abuelo?
−No, gracias, está
bien.
Andrés, sin saber qué
hacer a continuación para seguir matando el tiempo, apoyó sus brazos en la
baranda del balcón para ver cómo algunas palomas buscaban algo para comer
dentro de los límites del erial. Pensaba en lo estúpidas que se veían cuando
escuchó que su abuelo balbuceaba algo con un dejo iracundo; como creyó que le
estaba hablando a él, volteó su cabeza para mirarlo, encontrándose con que éste
seguía observando el panorama como si esperara a que algo malo sucediera.
−¿Dijiste algo,
abuelo?
−¿Sabes qué, hijo?
–le dijo éste, sin despegar su vista del mismo punto anterior−. Las palomas
nunca me han dado buena espina. Menos éstas. Éstas son las peores –agregó,
sombrío.
−¿Por qué lo dices,
abuelo? –Andrés miró instintivamente por sobre su hombro, como si esperara que
una paloma lo atacara por la espalda en ese mismo momento.
−Porque acá siempre
suceden cosas raras: se encuentran animales muertos, se pierden niños por los
alrededores, la gente ve cosas fuera de lo común… −El anciano se quedó un par
de segundos en silencio. Luego de aclarar su voz, continuó−: Desde que
enterraron aquella niña aquí que no han dejado de suceder cosas raras, a decir
verdad.
Andrés, a sus escasos
ocho años de edad, sintió un leve temblor al escuchar las palabras niña, enterrada y aquí.
−¿A qué te refieres,
abuelo?
−Hace un tiempo
atrás, en este país los milicos y los pacos podían hacer todo lo que querían
con la gente que se les cruzaba –explicó el hombre−. Podían dispararte en plena
calle si se les daba la gana, y nadie podía decirles nada. No les importaba si
lo hacían contra un niño, un bebé, una embarazada, o un anciano; les gustaba
matar, torturar, ver cómo otras personas sufrían. Eran bestias, Andrés, bestias
sin alma.
>>Fue por eso
que no les importó matar a una inocente niña y enterrarla aquí para que nadie
supiera de ello.
El niño se encontraba
paralizado por el relato de su abuelo.
−¿Cómo sabes eso,
abuelo?
−Porque lo vi con mis
propios ojos –El anciano se acomodó en su asiento, sin quitarle la vista a las
palomas que revoloteaban debajo−. Llegaron en un camión en la madrugada,
estacionándolo en esa entrada, la que está ahí,
a tu derecha. Los vi cómo la sacaron en una camilla envuelta hasta dejarla
cerca de ese auto abandonado. Ahí escavaron a oscuras durante minutos,
procurando no meter mucho ruido y así no despertar a la gente que vive en estos
departamentos.
−¿En serio eran así
de malos? –Andrés no concebía una realidad donde la misma gente que estaba ahí
para protegerte, era también capaz de matarte sin que nadie pudiera decir nada.
−De hecho, eran mucho
peores –sentenció su abuelo−. Esto no fue nada comparado con las cosas que le
hicieron a las otras personas.
−¿Y cómo supiste que
era una niña la que enterraban?
−Porque al día
siguiente, cuando cayó la noche y ya nadie podía salir de sus casas, me dirigí
ahí para investigar de qué se trataba todo el asunto, encontrando,
efectivamente, el cuerpo de una pequeña escolar enterrado en aquél punto.
−¿O sea que tuviste
entre tus manos a una niña… muerta? –Andrés no podía creer lo que estaba
escuchando.
−Así es… −Los ojos
del anciano brillaron con melancolía−. Fue horrible…, horrible. Era solo una
niña, Andrés, ¿sabes?, una niña que no merecía morir a esa edad ni ser
enterrada en un lugar como éste.
El hombre hizo otra
ligera pausa.
−Entonces vino lo de
las palomas –añadió después−. Empezaron a llegar en grupos, posicionándose
siempre en el mismo lugar.
−¿En el sitio donde…?
−Sí, Andrés: en el
sitio donde estaba enterrada la niña.
−¿Entonces ya no está
enterrada ahí? –Andrés miró impacientemente hacia el punto en el que se
encontraba el vehículo abandonado que había mencionado su abuelo.
−No: la sacaron hace
unos años, luego de que un fuerte temporal moviera ciertos trozos de tierra del
erial; así se supo toda la verdad del caso…, bueno, sin que encontraran a los
verdaderos culpables, como siempre.
−¿No encarcelaron a
los que la mataron?
−No, hijo; como te
decía, los muy malditos podían hacer lo que querían con la gente en este país
sin que nadie dijera nada.
−Pero si sacaron el
cuerpo de la niña del erial, ¿qué tienen que ver las palomas con todo esto?
El anciano arrugó el
ceño, aparentemente sin darse cuenta de lo que hacía.
−Nunca me han gustado
mucho las palomas: tienen una mirada macabra, malintencionada, y siempre
parecen estar vinculadas a situaciones no muy claras. Me da la impresión que
fueran recipientes para almas en pena…, algo así como vasos vacíos donde poder
echar el agua –ejemplificó, moviendo ligeramente el vaso que sostenía−. Creo
que la misma alma de la niña atrajo a estos seres, quienes se alimentaron de
ella para poder seguir trayendo más muerte a este lugar. De ahí que
desaparezcan niños y se encuentren perros y gatos destrozados entre los
desperdicios repartidos por el erial y sus alrededores.
Andrés no supo qué
decir; todo lo que le estaba diciendo su abuelo lo tenía con los pelos de
punta.
Fue por eso que
cuando sonó el viejo timbre del departamento, tanto nieto como abuelo dieron un
brinco del susto.
−¡Yo voy, yo voy!
–dijo el anciano, levantándose lo más rápido que pudo para ir a abrir la puerta
de entrada−. ¡Gloria, no pensaba que ibas a llegar tan temprano!
−Nos dejaron salir
antes porque la empresa está de aniversario –dijo una joven de unos 26 años de
edad, luego de saludarlo con un beso en la mejilla−. ¿Cómo se portó el Andrés?
−¡Bien, bien! Se
portó excelente. ¿Cierto, Andrés?
El aludido asintió
sin poder quitarse la imagen mental que había creado su abuelo con su relato.
−¿Quieres ir al baño
antes de irnos, Andrés? –le preguntó su madre, agachándose al frente suyo para
darle un beso en la mejilla.
−No, mamá.
−¿En serio?; después
no me andes diciendo que quieres orinar por ahí.
−No, mamá, estoy
bien.
−Muy bien –Gloria se
levantó y se dirigió hasta su padre para abrazarlo−. Muchas gracias por
cuidarlo, papá.
−De nada, hija.
−Andrés, despídete de
tu abuelo.
El niño se acercó
hasta el anciano y lo envolvió en un sincero abrazo; luego de besarle su áspera
mejilla, le dijo al oído:
−Cuídate de las
palomas.
−Tú igual –le dijo de
vuelta el hombre−; nunca te fíes de ellas.
Gloria abrió la
puerta de entrada y desde ahí se despidió de su papá antes de salir y cerrarla
detrás suyo.
Esa noche, Andrés no
dejó de soñar con palomas que lo perseguían y picoteaban hasta matarlo,
arrancándole cada uno de sus trozos de piel hasta borrarlo de la faz de la
Tierra, todo por culpa de un volantín que se le escapaba de las manos.
Cuando despertó sobresaltado y cubierto por el frío
sudor de la pesadilla en plena madrugada, creyó que una parte de él aún seguía
soñando, porque no dejaba de escuchar el constante sonido de picoteos que lo
había matado en el sueño; sin embargo, luego de ver en dirección a la ventana
que tenía a su izquierda, se dio cuenta que aquello estaba lejos de ser
producto de su imaginación: ahí afuera, junto a la ventana, había una paloma
golpeando constantemente el cristal de ésta; al darse cuenta que el niño por
fin le prestaba atención, ululó sonoramente, casi como emitiendo una especie de
advertencia, y se largó hasta perderse en la oscuridad de la noche, dejando a
Andrés con la duda si sería o no la niña que su abuelo había visto enterrada en
aquél erial frente a su departamento.