Cuento #35: La historia del erial



La tarde transcurría lenta, letárgica, como todo día domingo en el departamento del abuelo. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido en un instante, por siempre; sólo el aleteo incesante de las palomas en el erial bajo la ventana confirmaba que esto aún no había ocurrido. Ahí no habían juguetes, ni televisor, mucho menos videojuegos o un computador con Internet; sólo habían libros y más malditos libros, todos apolillados y con un olor que llegaban a dar arcadas. Era por eso que Andrés odiaba los domingos en el departamento de su abuelo.
            −Acá está el agua que me pediste –dijo el niño, tendiéndole un frío y rebosante vaso a su abuelo, quien sentado en el balcón del departamento con vista al lejano atardecer perdido entre los edificios, parecía estar esperando a que algo importante ocurriera−. Abuelo… Abuelo, ¿estás bien?
            −¡Sí, sí, sí! –respondió el hombre, dando un fuerte respingo−. Disculpa…, eh…, gracias por el agua, hijo.
            Acto seguido, tomó el vaso extendido y se lo bebió de un solo trago.
            −¿Quieres más, abuelo?
            −No, gracias, está bien.
            Andrés, sin saber qué hacer a continuación para seguir matando el tiempo, apoyó sus brazos en la baranda del balcón para ver cómo algunas palomas buscaban algo para comer dentro de los límites del erial. Pensaba en lo estúpidas que se veían cuando escuchó que su abuelo balbuceaba algo con un dejo iracundo; como creyó que le estaba hablando a él, volteó su cabeza para mirarlo, encontrándose con que éste seguía observando el panorama como si esperara a que algo malo sucediera.
            −¿Dijiste algo, abuelo?
            −¿Sabes qué, hijo? –le dijo éste, sin despegar su vista del mismo punto anterior−. Las palomas nunca me han dado buena espina. Menos éstas. Éstas son las peores –agregó, sombrío.
            −¿Por qué lo dices, abuelo? –Andrés miró instintivamente por sobre su hombro, como si esperara que una paloma lo atacara por la espalda en ese mismo momento.
            −Porque acá siempre suceden cosas raras: se encuentran animales muertos, se pierden niños por los alrededores, la gente ve cosas fuera de lo común… −El anciano se quedó un par de segundos en silencio. Luego de aclarar su voz, continuó−: Desde que enterraron aquella niña aquí que no han dejado de suceder cosas raras, a decir verdad.
            Andrés, a sus escasos ocho años de edad, sintió un leve temblor al escuchar las palabras niña, enterrada y aquí.
            −¿A qué te refieres, abuelo?
            −Hace un tiempo atrás, en este país los milicos y los pacos podían hacer todo lo que querían con la gente que se les cruzaba –explicó el hombre−. Podían dispararte en plena calle si se les daba la gana, y nadie podía decirles nada. No les importaba si lo hacían contra un niño, un bebé, una embarazada, o un anciano; les gustaba matar, torturar, ver cómo otras personas sufrían. Eran bestias, Andrés, bestias sin alma.
            >>Fue por eso que no les importó matar a una inocente niña y enterrarla aquí para que nadie supiera de ello.
            El niño se encontraba paralizado por el relato de su abuelo.
            −¿Cómo sabes eso, abuelo?
            −Porque lo vi con mis propios ojos –El anciano se acomodó en su asiento, sin quitarle la vista a las palomas que revoloteaban debajo−. Llegaron en un camión en la madrugada, estacionándolo en esa entrada, la que está ahí, a tu derecha. Los vi cómo la sacaron en una camilla envuelta hasta dejarla cerca de ese auto abandonado. Ahí escavaron a oscuras durante minutos, procurando no meter mucho ruido y así no despertar a la gente que vive en estos departamentos.
            −¿En serio eran así de malos? –Andrés no concebía una realidad donde la misma gente que estaba ahí para protegerte, era también capaz de matarte sin que nadie pudiera decir nada.
            −De hecho, eran mucho peores –sentenció su abuelo−. Esto no fue nada comparado con las cosas que le hicieron a las otras personas.
            −¿Y cómo supiste que era una niña la que enterraban?
            −Porque al día siguiente, cuando cayó la noche y ya nadie podía salir de sus casas, me dirigí ahí para investigar de qué se trataba todo el asunto, encontrando, efectivamente, el cuerpo de una pequeña escolar enterrado en aquél punto.
            −¿O sea que tuviste entre tus manos a una niña… muerta? –Andrés no podía creer lo que estaba escuchando.
            −Así es… −Los ojos del anciano brillaron con melancolía−. Fue horrible…, horrible. Era solo una niña, Andrés, ¿sabes?, una niña que no merecía morir a esa edad ni ser enterrada en un lugar como éste.
            El hombre hizo otra ligera pausa.
            −Entonces vino lo de las palomas –añadió después−. Empezaron a llegar en grupos, posicionándose siempre en el mismo lugar.
            −¿En el sitio donde…?
            −Sí, Andrés: en el sitio donde estaba enterrada la niña.
            −¿Entonces ya no está enterrada ahí? –Andrés miró impacientemente hacia el punto en el que se encontraba el vehículo abandonado que había mencionado su abuelo.
            −No: la sacaron hace unos años, luego de que un fuerte temporal moviera ciertos trozos de tierra del erial; así se supo toda la verdad del caso…, bueno, sin que encontraran a los verdaderos culpables, como siempre.
            −¿No encarcelaron a los que la mataron?
            −No, hijo; como te decía, los muy malditos podían hacer lo que querían con la gente en este país sin que nadie dijera nada.
            −Pero si sacaron el cuerpo de la niña del erial, ¿qué tienen que ver las palomas con todo esto?
            El anciano arrugó el ceño, aparentemente sin darse cuenta de lo que hacía.
            −Nunca me han gustado mucho las palomas: tienen una mirada macabra, malintencionada, y siempre parecen estar vinculadas a situaciones no muy claras. Me da la impresión que fueran recipientes para almas en pena…, algo así como vasos vacíos donde poder echar el agua –ejemplificó, moviendo ligeramente el vaso que sostenía−. Creo que la misma alma de la niña atrajo a estos seres, quienes se alimentaron de ella para poder seguir trayendo más muerte a este lugar. De ahí que desaparezcan niños y se encuentren perros y gatos destrozados entre los desperdicios repartidos por el erial y sus alrededores.
            Andrés no supo qué decir; todo lo que le estaba diciendo su abuelo lo tenía con los pelos de punta.
            Fue por eso que cuando sonó el viejo timbre del departamento, tanto nieto como abuelo dieron un brinco del susto.
            −¡Yo voy, yo voy! –dijo el anciano, levantándose lo más rápido que pudo para ir a abrir la puerta de entrada−. ¡Gloria, no pensaba que ibas a llegar tan temprano!
            −Nos dejaron salir antes porque la empresa está de aniversario –dijo una joven de unos 26 años de edad, luego de saludarlo con un beso en la mejilla−. ¿Cómo se portó el Andrés?
            −¡Bien, bien! Se portó excelente. ¿Cierto, Andrés?
            El aludido asintió sin poder quitarse la imagen mental que había creado su abuelo con su relato.
            −¿Quieres ir al baño antes de irnos, Andrés? –le preguntó su madre, agachándose al frente suyo para darle un beso en la mejilla.
            −No, mamá.
            −¿En serio?; después no me andes diciendo que quieres orinar por ahí.
            −No, mamá, estoy bien.
            −Muy bien –Gloria se levantó y se dirigió hasta su padre para abrazarlo−. Muchas gracias por cuidarlo, papá.
            −De nada, hija.
            −Andrés, despídete de tu abuelo.
            El niño se acercó hasta el anciano y lo envolvió en un sincero abrazo; luego de besarle su áspera mejilla, le dijo al oído:
            −Cuídate de las palomas.
            −Tú igual –le dijo de vuelta el hombre−; nunca te fíes de ellas.
            Gloria abrió la puerta de entrada y desde ahí se despidió de su papá antes de salir y cerrarla detrás suyo.
            Esa noche, Andrés no dejó de soñar con palomas que lo perseguían y picoteaban hasta matarlo, arrancándole cada uno de sus trozos de piel hasta borrarlo de la faz de la Tierra, todo por culpa de un volantín que se le escapaba de las manos.  
Cuando despertó sobresaltado y cubierto por el frío sudor de la pesadilla en plena madrugada, creyó que una parte de él aún seguía soñando, porque no dejaba de escuchar el constante sonido de picoteos que lo había matado en el sueño; sin embargo, luego de ver en dirección a la ventana que tenía a su izquierda, se dio cuenta que aquello estaba lejos de ser producto de su imaginación: ahí afuera, junto a la ventana, había una paloma golpeando constantemente el cristal de ésta; al darse cuenta que el niño por fin le prestaba atención, ululó sonoramente, casi como emitiendo una especie de advertencia, y se largó hasta perderse en la oscuridad de la noche, dejando a Andrés con la duda si sería o no la niña que su abuelo había visto enterrada en aquél erial frente a su departamento.
           

Cuento #34: Ahí vamos de nuevo



−Mira, qué bonito perro –dijo Verónica, apuntando ligeramente a un pequeño perro encerrado en el jardín de una casa−. Hola, cómo estás –lo saludó como si le hablara a un bebé, acercándose a él.
            −Cómo puedes encontrar bonito un perro así –Ernesto miró al animal con asco−. Hasta un peluche es más grande y escalofriante que esa cosa.
            −¡Hey, no seas duro con el pobre perrito! –Verónica se acercó aún más a la reja hasta tener al animal al alcance de su mano−. Eres muy bonito, ¿cierto, perrito?
            −Ay, demonios –resopló su novio, como diciendo: “ahí vamos de nuevo”.
            −¡Míralo, si es muy tierno! –La joven empezó a pasarle su mano por su cabeza, haciendo que éste se relajara y empezara a mover su cola−. ¿Te gusta esto, bonito, te gusta esto?
            −No sé cómo puede gustarte un perro así –le dijo Ernesto, acercándose a su lado−. Tiene las patas cortas, el pelaje horrible y parece ser el perro más gay de todos. De hecho –agregó, pasando su mano por entre las rejas para tocarle la cabeza−, creo que podría matarlo de un solo golpe.
            −¡Hey, Ernesto, no digas eso! –dijo Verónica, mirándolo asesinamente−. ¿Cómo puedes pensar algo así?
            −Sólo te lo digo porque… ¡Ahhhhhh, mierda!
            −¿Qué te pasa…? ¡Oh, mierda! –Verónica se llevó ambas manos hasta su boca; no podía creer lo que veía: el pequeño perro había cerrado fuertemente su mandíbula en la mano de Ernesto, provocando que de ésta empezara a manar un montón de sangre−. ¡No, perro, por favor, suéltalo, suéltalo!
            Pero el perro seguía en lo suyo, apretando más y más.     
            −¡Ahhhhhh, me duele, mierda, por favor, para, para, por favor! –Ernesto intentaba pegarle al perro con su mano libre sin poder acertar ninguno de sus golpes−. ¡Para, por favor! ¡Pa… AHHHHHHHH!
            Cuando Ernesto escuchó el horrible chasquido producido por su mano, supo de inmediato que algo malo le había sucedido a ésta. Verónica lanzó un fuerte y penetrante grito lleno de miedo.
            Ernesto miró entonces al animal en cuestión, percatándose que su mano derecha, la misma que segundos antes le había servido para tomar la cintura de su novia, abrir puertas de vehículos y casas, pagar los pasajes de la micro, estaba ahora colgando de su boca. No lo pudo creer en un comienzo, pero cuando se fue haciendo consciente de lo real que era todo lo que estaba viviendo, su mente pulsó una especie de botón de apagado, llevándolo a un temporal estado de inconsciencia.
            −¡ERNESTO! –gritó Verónica, sin moverse; sus ojos iban del perro al cuerpo de su novio y viceversa, rápidos, expectantes; temía que el perro le intentase atacar también a ella, arrancándole la yugular o una de sus queridas extremidades. No obstante el animal había arrojado la mano de Ernesto a un lado, como si la hubiera escupido, y, con una tranquilidad demasiado extraña para la situación, retrocedió unos cuantos pasos hasta contraer su cuerpo, mirando siempre la reja que tenía al frente. Entonces se levantó y empezó a correr en contra de ésta última, tomando impulso con sus patas en los pocos puntos que podía, como en su cerradura, sus bisagras y los fierros que la atravesaban de derecha a izquierda.
            Verónica pensó que aquello no podía estar ocurriendo: un perro saltando una reja como un humano, con una fuerza imposible para su pequeño cuerpo, era algo que superaba catastróficamente la realidad.
            Entonces el perro cayó a su lado, cerca del desmayado Ernesto que no paraba de sangrar.
            −¡No me hagas nada, por favor! –le suplicó Verónica sin darse cuenta que estaba llorando a mares mientras lo hacía.
            Pero el perro, impasible, sólo la miró y se largó lejos, perdiéndose calle arriba entre las piernas de los vecinos que se acercaban a ellos sin entender muy bien lo que ocurría.
            Un vecino corpulento, de unos cuarenta años, llegó hasta su lado para revisar la sangrante herida del joven inconsciente.
            −¡Qué pasó aquí, niña! –dijo el hombre, escupiendo saliva−. ¡Esta herida es inmensa!
            −Fue... fue…
            La puerta principal de la casa enrejada se abrió lentamente, fantasmagórica. Todos la miraron expectantes, llenos de una fría y tensa incertidumbre. Entonces primero apareció una mano, luego un brazo, luego el torso entero de una chiquilla que se arrastraba para salir al ante jardín utilizando sus últimas energías. Debía tener unos diez, once años, aproximadamente; tenía el pelo rubio desordenado y lleno de sangre, así como también lo estaba su cara y su ropa entera.
            La mitad de los espectadores ahogaron un grito de sorpresa al notar que a la pobre chica le faltaba uno de sus brazos y la mitad posterior de su cuerpo.
            La niña estiró su mano hacia su vecino corpulento, como si de alcanzarlo dependieran sus últimos segundos de vida.
            −Por fa... vor… No… dejen… que… ese… perro… es… cape… −El ambiente, tenso, podría haber sido cortado con un cuchillo en ese mismo momento. Nadie parecía respirar siquiera−. Es un… un demonio…