−Mira, qué bonito perro –dijo Verónica, apuntando ligeramente a un
pequeño perro encerrado en el jardín de una casa−. Hola, cómo estás –lo saludó como
si le hablara a un bebé, acercándose a él.
−Cómo puedes
encontrar bonito un perro así –Ernesto miró al animal con asco−. Hasta un
peluche es más grande y escalofriante que esa cosa.
−¡Hey, no seas duro
con el pobre perrito! –Verónica se acercó aún más a la reja hasta tener al
animal al alcance de su mano−. Eres muy bonito, ¿cierto, perrito?
−Ay, demonios –resopló
su novio, como diciendo: “ahí vamos de nuevo”.
−¡Míralo, si es muy
tierno! –La joven empezó a pasarle su mano por su cabeza, haciendo que éste se
relajara y empezara a mover su cola−. ¿Te gusta esto, bonito, te gusta esto?
−No sé cómo puede gustarte
un perro así –le dijo Ernesto, acercándose a su lado−. Tiene las patas cortas,
el pelaje horrible y parece ser el perro más gay de todos. De hecho –agregó,
pasando su mano por entre las rejas para tocarle la cabeza−, creo que podría
matarlo de un solo golpe.
−¡Hey, Ernesto, no
digas eso! –dijo Verónica, mirándolo asesinamente−. ¿Cómo puedes pensar algo
así?
−Sólo te lo digo
porque… ¡Ahhhhhh, mierda!
−¿Qué te pasa…? ¡Oh,
mierda! –Verónica se llevó ambas manos hasta su boca; no podía creer lo que veía:
el pequeño perro había cerrado fuertemente su mandíbula en la mano de Ernesto,
provocando que de ésta empezara a manar un montón de sangre−. ¡No, perro, por
favor, suéltalo, suéltalo!
Pero el perro seguía
en lo suyo, apretando más y más.
−¡Ahhhhhh, me duele,
mierda, por favor, para, para, por favor! –Ernesto intentaba pegarle al perro
con su mano libre sin poder acertar ninguno de sus golpes−. ¡Para, por favor!
¡Pa… AHHHHHHHH!
Cuando Ernesto
escuchó el horrible chasquido producido por su mano, supo de inmediato que algo
malo le había sucedido a ésta. Verónica lanzó un fuerte y penetrante grito
lleno de miedo.
Ernesto miró entonces
al animal en cuestión, percatándose que su mano derecha, la misma que segundos
antes le había servido para tomar la cintura de su novia, abrir puertas de
vehículos y casas, pagar los pasajes de la micro, estaba ahora colgando de su
boca. No lo pudo creer en un comienzo, pero cuando se fue haciendo consciente
de lo real que era todo lo que estaba viviendo, su mente pulsó una especie de
botón de apagado, llevándolo a un temporal estado de inconsciencia.
−¡ERNESTO! –gritó
Verónica, sin moverse; sus ojos iban del perro al cuerpo de su novio y
viceversa, rápidos, expectantes; temía que el perro le intentase atacar también
a ella, arrancándole la yugular o una de sus queridas extremidades. No obstante
el animal había arrojado la mano de Ernesto a un lado, como si la hubiera
escupido, y, con una tranquilidad demasiado extraña para la situación,
retrocedió unos cuantos pasos hasta contraer su cuerpo, mirando siempre la reja
que tenía al frente. Entonces se levantó y empezó a correr en contra de ésta
última, tomando impulso con sus patas en los pocos puntos que podía, como en su
cerradura, sus bisagras y los fierros que la atravesaban de derecha a
izquierda.
Verónica pensó que
aquello no podía estar ocurriendo: un perro saltando una reja como un humano,
con una fuerza imposible para su pequeño cuerpo, era algo que superaba catastróficamente
la realidad.
Entonces el perro
cayó a su lado, cerca del desmayado Ernesto que no paraba de sangrar.
−¡No me hagas nada,
por favor! –le suplicó Verónica sin darse cuenta que estaba llorando a mares
mientras lo hacía.
Pero el perro, impasible,
sólo la miró y se largó lejos, perdiéndose calle arriba entre las piernas de
los vecinos que se acercaban a ellos sin entender muy bien lo que ocurría.
Un vecino corpulento,
de unos cuarenta años, llegó hasta su lado para revisar la sangrante herida del
joven inconsciente.
−¡Qué pasó aquí,
niña! –dijo el hombre, escupiendo saliva−. ¡Esta herida es inmensa!
−Fue... fue…
La puerta principal
de la casa enrejada se abrió lentamente, fantasmagórica. Todos la miraron
expectantes, llenos de una fría y tensa incertidumbre. Entonces primero
apareció una mano, luego un brazo, luego el torso entero de una chiquilla que
se arrastraba para salir al ante jardín utilizando sus últimas energías. Debía
tener unos diez, once años, aproximadamente; tenía el pelo rubio desordenado y
lleno de sangre, así como también lo estaba su cara y su ropa entera.
La mitad de los
espectadores ahogaron un grito de sorpresa al notar que a la pobre chica le
faltaba uno de sus brazos y la mitad posterior de su cuerpo.
La niña estiró su
mano hacia su vecino corpulento, como si de alcanzarlo dependieran sus últimos
segundos de vida.
−Por fa... vor… No…
dejen… que… ese… perro… es… cape… −El ambiente, tenso, podría haber sido
cortado con un cuchillo en ese mismo momento. Nadie parecía respirar siquiera−.
Es un… un demonio…