Reseña #7: Relatos de lo inesperado

Título: Relatos de lo inesperado (Tales of the Unexpected)
Idioma original: inglés
Autor: Roald Dahl
Año de publicación: 1979


Hay autores cuyo trabajo se concentra primordialmente en segmentos particulares, hilando su obra según los patrones que rijan a estos últimos. Tenemos a nuestro Hernán Rivera Letelier, con sus incansables historias ambientadas en la pampa, a John Grisham con sus novelas de juicios y abogacía, a Patricia Highsmith con sus relatos crueles y criminales, y así un largo etcétera, etcétera. Por lo mismo cuando nombramos a Roald Dahl, se nos ocurren un montón de títulos que inmediatamente lo clasifican como un escritor de historias para niños; ¿no conocen ninguno de sus títulos?; pues bien, aquí les va una ayuda: ¿les suena Charlie y la Fábrica de chocolates?; ¿les dice algo el nombre de Matilda?; ¿han visto alguna vez la película animada de El Súperzorro, dirigida por Wes Anderson? Ahora que tienes una noción de su trabajo, de seguro enlazas su obra con niños y jóvenes.
            Sin embargo Roald Dahl no sólo se dedicaba a este tipo de relatos; de hecho el gran porcentaje de su oficio lo compone la escritura de un montón de cuentos en el que el humor negro y el misterio son los agentes más importantes para ellos, con finales escalofriantes y totalmente imprevistos; y bueno, con esto no digo que su obra dedicada al público infantil esté exento de ellos (me refiero al humor negro y el misterio), no. Es más, toda la obra de Dahl parece exponer de alguna manera su forma de pensar y ver las cosas, aun estando destinada a lectores que no comprenderían estos mensajes entre líneas hasta una lectura más tardía o mejor explicada, mucho más consciente.
            Ambientados en las primeras décadas del siglo pasado, las dieciséis historias que componen este Relatos de lo inesperado cuentan con personajes y estereotipos muy marcados de la época: esposos déspotas, mujeres sumisas que logran hallar venganza de alguna manera, apostadores empedernidos e hijos de puta que tienen lo que merecen; y con esto no estoy diciendo que las historias tengan finales totalmente predecibles: de hecho sucede todo lo contrario: Roald Dahl parece ser un experto en la aplicación de los famosos giros de la trama, generando situaciones en que todo cambia para acabar de una manera completamente diferente de la prevista, sorprendiéndote y sacándote más de una risa nerviosa.

Y bueno, el mérito está en que si pensamos que estos textos se escribieron hace más de sesenta años, donde la mayoría de los escritores sólo relataba historias por relatar, sin mayores desconciertos, nos hallamos ante un autor que estuvo más adelantado a su época que muchos otros de su tiempo. Porque sí, las historias, a pesar de pertenecer a otro marco temporal, se oyen frescas (porque la narrativa tiene música), cuentan con la cadencia de las narraciones modernas y tienen el poder de mantenerte pegados a ellas aunque el mundo se esté acabando afuera. Por algo se llama Relatos de lo inesperado, ¿no?

Largo camino a la ruina #31: El hombre y su motosierra

He estado pensando todo el día sobre una cosa que me dejó bastante inquieto.
            Resulta que el Ignacio, un amigo un par de años mayor que yo, está en plena práctica de Enfermería realizando turnos completos en el pabellón de Urgencias del hospital de la ciudad. Siempre lo veo cansado, ojeroso y estudiando del montón de libros y cuadernos que anda trayendo consigo en su mochila. Por eso esta mañana, cuando fui a buscar unos libros (de Charles Bukowski) a la biblioteca, me lo encontré sentado a una mesa alejada de los demás, escuchando música con sus audífonos. Le dediqué una morisqueta con mis manos y me senté a su lado. Le pregunté si le molestaba.
            No, güeón, quédate nomá’ –Se pasó una mano por la cara con expresión cansina−. Estoy pa’ la cagá’.
            −¿Estuvo muy cuático el turno de ayer?
            −Estuvo como siempre –replicó el Ignacio−. Más gente que la mierda, cuál de todos más pa’l pico.
            Yo entendía cómo debía sentirse el pobre del Ignacio, todas las noches escuchando gritos, problemas, viendo gente perecer y bordear el filo de la muerte sin muchas esperanzas.
            El Ignacio hizo una pausa antes de poner un lápiz en el libro que leía previo a mi llegada, a modo de marca páginas, y proseguir:
            −Ayer pasó algo que me dejó marcando ocupa’o.
            −¿Qué te pasó?
            −Bueno, no tiene na’ que ver conmigo, pero me dejó loco, pensando mucho.
            −Cuéntame.
            −Como a eso de las nueve de la noche, llegó un hombre en una camilla, ensangrenta’o entero. Al principio vi sólo la sangre, pero después, cuando tuve que acercarme para atenderlo, me di cuenta que le faltaba la pierna derecha. Y lo que es peor, el hombre estaba consciente de todo lo que le ocurría. Imagínate mirar hacia tus pies y ver que te falta una pierna casi entera. ¡Una locura de mierda!
            Y lo creía: de puro pensar en el hecho de perder una pierna, empecé a sentir un extraño cosquilleo en las mías, como si padeciera de ese terrible mal que muchos llaman “extremidades fantasmas”, cuando un brazo, una pierna o un dedo acaba separado de tu cuerpo, pero sigues sintiendo que te pica, te molesta, y no puedes hacer nada para evitarlo porque, justamente, esa parte de tu cuerpo ya no está contigo.
            −Pero tení’ que estar acostumbrado a eso, po’ –le dije, tratando de recobrar la compostura. La visión del hombre en Urgencias me había producido una suerte de mareo, y no quería que el Ignacio se diera cuenta de eso−. Se supone que esto es lo que harás por el resto de tus días, ¿no?
            −No fue eso lo que me dejó pa’ la cagá’ realmente –enfatizó mi amigo−, si no lo que pasó después. Va más allá de la sangre y el asco tras ver cuerpo cercenados.
            Le hice un ademán con la cara para que siguiera.
            −El hombre tenía cincuenta y cinco años –continuó mi amigo−, y resulta que se cortó la pierna con una motosierra, haciendo un trabajo en su casa. Creo que estaba acostumbrado a hacer cosas así, pero esta vez algo se salió de control y ¡CHÁS!, cagó la pierna.
            −¡Qué horrible!
            −Horrible, horrible. La sierra le cortó todo, hueso incluido. Su hija mayor (la única persona que se hallaba en su casa en el momento del accidente) trajo la pierna cortada en una bolsa de basura con hielo, pero ya no había na’ qué hacer.
            No quise saber qué mierda habían hecho con esa pierna ahora que no servía para nada. Me imaginé un depósito enorme de pies y brazos cercenados y me entraron unas ganas espantosas de vomitar.
            −Cuando quedamos solos en la sala –siguió el Ignacio−, yo tomando datos y el hombre ahí, sobre la camilla, vi que éste se levantó un poco para mirar lo que le quedaba de pierna. En sus ojos vi la desesperanza mezclada con la resignación, y eso fue lo peor. Luego me miró y me preguntó si había alguna posibilidad de que todo mejorara, o si en verdad ya estaba todo fregado. No supe qué responder; tragué saliva y como no pude mentirle, le dije que no quedaban muchas posibilidades para que su pierna volviera a su cuerpo.
            »El hombre se recostó en la camilla con una tranquilidad horrible; sus ojos se veían brillosos, pero no parecían estar a punto de quebrar en llanto. De hecho –enfatizó mi amigo−, eso es lo que más me horroriza hasta ahora: su tranquilidad, el aceptar que todo estaba acabado. Y así, sin mirarme, como anunciándolo al voleo, me dice: “por la mierda, ¿qué voy a hacer ahora?”. Estaba a punto de hablarle de las recuperaciones y ese montón de mierda que alguien debe decirle a un paciente en el estado en el que se encontraba, como un maldito cretino que lo repite todo, cuando el hombre siguió hablando. Todavía me acuerdo de lo que dijo: “¿cómo voy a trabajar sin pierna?; ¡y justo ahora que tenía que pagar tantas cuentas!”.
            −Por la mierda…
            −Qué cosa más horrible; y me refiero a todo lo que conlleva este accidente. En primer lugar, era un hombre de cincuenta y cinco años, que se supone debería ya estar descansando sus largos años de trabajo y servicios para esta sociedad culiá’, no trabajando con una motosierra para ganarse unos cuantos pesos y así seguir sobreviviendo a toda esta mierda de sistema. Y en segundo lugar, está el hecho de que nadie va pagar por él sus cuentas, ni ofrecerle un tratamiento para que pueda seguir haciendo su vida como cualquier persona normal (aunque no sabría decir ahora qué mierda es ser alguien normal). ¿Te das cuenta que las cosas no marchan bien en esta mierda de país?
            No me fue difícil verme en el puesto del pobre hombre sin pierna, con una familia que mantener, cuentas que pagar, una vida que solventar, y con la carente posibilidad de recuperación y hallar un trabajo capaz de darle lo que necesitaba; pero tenía cincuenta y cinco años, y todos sabemos que en este país nadie le ofrece trabajo a alguien que tenga cincuenta y cinco años y más encima le falte una pierna. Así eran las cosas, y el pobre hombre las tenía difícil. No pude evitar sentir mucha pena al respecto.
            −Y así hay gente culiá’ que dice que en este país las cosas están bien –dijo el Ignacio−. ¡Já, qué ironía!
            −¿Por qué mejor no vamos a comer alguna güeá?; el casino se va a llenar más rato; mejor vamos ahora.
            Lo único que deseaba era salir de la biblioteca y tomar un poco de aire. Todo eso de la motosierra, la pierna cercenada y los problemas monetarios de esta sociedad tan deteriorada me habían mareado; necesitaba un poco de aire fresco cuanto antes para poder sacarme todas aquellas cosas de la cabeza.

            Pero aquí me tienen, a muchas horas de esa conversación y el almuerzo que siguió después, pensando, aún pensando, en el pobre hombre de la pierna y su motosierra.

Microcuento #43: Optimista promedio

A veces me siento tan feliz, que tengo la certeza que terminará por ocurrirme una de dos:
            −o me atropellarán apenas salga de casa,
            −o me llegará una paloma mensajera comunicándome que me quedan 12 horas de vida.



#reflexión de un optimista promedio.

Historia #244: La suerte y lo simple

Se encuentran tres amigos veinteañeros sentados frente a una mesa tomando cervezas y fumando cigarros liados por ellos mismos. De repente uno de ellos, Leandro, se golpea fuerte la cabeza, y riendo dice:
            “De todos nosotros, yo soy el que más suerte tiene”. Sus amigos le dicen que a qué viene tanta palabrería. “Porque el otro día entré a un pub a mear, y justo me tercié con un tipo que se iba a Antofagasta, más cura’o que la mierda. El güeón tenía el pasaje a las 6:00, y eran las 5:40. Así que vino y me regaló las dos botellas de chela que acababa de pedir. Entré a mear, y salí más cura’o que la chucha”.
            Los otros se ríen, y Alonso añade:
            “Está’i má’ güeón: yo soy el que más suerte tiene”. Los demás le dicen que no le creen ni cagando. “El otro día estaba comiendo un completo, ahí donde se pone esa señora en la noche, y viene una mina, con lo’ ojo’ entero’ bonito’ y güeá, y me pregunta si fumo. «¿De la legal o de la ilegal?», le dije, sin cachar a qué se refería la loquita. «A si fuma’i hierba, po’», y entonces caché lo que quería esta loquita. Le dije que sí, obvio, y me dio una bolsa con caleta hierba. Me alcanzó pa’ dos pito’”.
            Leandro, el primero de los que habló, a quien nunca le gustaba dar su brazo a torcer, le pregunta a su segundo amigo:
            “¿Y por qué te regaló la hierba, güeón?”.
            “Porque ella no fumaba”.
            “Ah, pero eso no es na’”, insiste Leandro, haciendo una mueca de triunfo. “¿Te acorda’i de esa vez que la Pauli me mandó a la chucha?”. Sus amigos asienten: se emborracharon juntos casi todos los días que no estuvo con ella. “Ya po’, esa ve’ cuando me mandó a la chucha, fui a tomar solo al León Doma’o, y ahí me encontré con la Andrea; nos teníamo’ más gana’ que la mierda, así que nos comimos cuando cerró el local y no’ fuimo’ a culiar a su casa, toda la noche. Esa sí que fue suerte”.
            “¡Sale, güeón, eso no es suerte!”, le replica Alonso, el segundo de los amigos, totalmente avivado por el alcohol en sus venas. “Si e’ por eso, yo tengo má’ suerte que El Pianista po’, güeón. ¿Te acorda’i de esa ve’ que la tía de la botillería se equivocó y me cobró el whiskey a dos luca’? ¡Esa güeá fue suerte, conchetumare!”.
            Leandro se toma un momento antes de continuar con sus argumentos, pensando en qué situación/experiencia basarse para refutar a su amigo; y bueno, así como también lo está haciendo Alonso, naturalmente, quien mastica ya alguno de sus chispazos de buena fortuna que ha vivido hasta el momento en caso que Leandro intente rebatir sus últimas palabras.
            Sin embargo Eduardo, el tercer amigo que no se ha pronunciado hasta ese entonces, tiene la mente en cualquier lugar menos en los tontos ejemplos que anuncian los demás mientras salpican saliva por todos lados: él está pensando en que hay mejores cosas para demostrar la buena suerte que puede tener una persona acarreando consigo (imaginando la suerte como una mochila de tamaño proporcional a la sensación de ella inundando tu cuerpo); por ejemplo: estaba el haber tenido sexo con un montón de personas sin ninguna clase de protección y resultar con un examen de enfermedades de transmisión sexual totalmente limpio ni algún hijo bastardo abandonado por ahí. Si sus amigos no son capaces de ver la suerte en la simplicidad de esas cosas, pensó él, están cagados. Están muy cagados.

Entonces Eduardo, quien ve a sus amigos continuar con su discusión cada vez más acalorada, abre una de las botellas de cerveza intactas y se sirve un vaso, el primero de todos, el más refrescante. Qué suerte la suya que sus amigos no tuvieran oportunidad de reclamar por éste.