Largo camino a la ruina #31: El hombre y su motosierra

He estado pensando todo el día sobre una cosa que me dejó bastante inquieto.
            Resulta que el Ignacio, un amigo un par de años mayor que yo, está en plena práctica de Enfermería realizando turnos completos en el pabellón de Urgencias del hospital de la ciudad. Siempre lo veo cansado, ojeroso y estudiando del montón de libros y cuadernos que anda trayendo consigo en su mochila. Por eso esta mañana, cuando fui a buscar unos libros (de Charles Bukowski) a la biblioteca, me lo encontré sentado a una mesa alejada de los demás, escuchando música con sus audífonos. Le dediqué una morisqueta con mis manos y me senté a su lado. Le pregunté si le molestaba.
            No, güeón, quédate nomá’ –Se pasó una mano por la cara con expresión cansina−. Estoy pa’ la cagá’.
            −¿Estuvo muy cuático el turno de ayer?
            −Estuvo como siempre –replicó el Ignacio−. Más gente que la mierda, cuál de todos más pa’l pico.
            Yo entendía cómo debía sentirse el pobre del Ignacio, todas las noches escuchando gritos, problemas, viendo gente perecer y bordear el filo de la muerte sin muchas esperanzas.
            El Ignacio hizo una pausa antes de poner un lápiz en el libro que leía previo a mi llegada, a modo de marca páginas, y proseguir:
            −Ayer pasó algo que me dejó marcando ocupa’o.
            −¿Qué te pasó?
            −Bueno, no tiene na’ que ver conmigo, pero me dejó loco, pensando mucho.
            −Cuéntame.
            −Como a eso de las nueve de la noche, llegó un hombre en una camilla, ensangrenta’o entero. Al principio vi sólo la sangre, pero después, cuando tuve que acercarme para atenderlo, me di cuenta que le faltaba la pierna derecha. Y lo que es peor, el hombre estaba consciente de todo lo que le ocurría. Imagínate mirar hacia tus pies y ver que te falta una pierna casi entera. ¡Una locura de mierda!
            Y lo creía: de puro pensar en el hecho de perder una pierna, empecé a sentir un extraño cosquilleo en las mías, como si padeciera de ese terrible mal que muchos llaman “extremidades fantasmas”, cuando un brazo, una pierna o un dedo acaba separado de tu cuerpo, pero sigues sintiendo que te pica, te molesta, y no puedes hacer nada para evitarlo porque, justamente, esa parte de tu cuerpo ya no está contigo.
            −Pero tení’ que estar acostumbrado a eso, po’ –le dije, tratando de recobrar la compostura. La visión del hombre en Urgencias me había producido una suerte de mareo, y no quería que el Ignacio se diera cuenta de eso−. Se supone que esto es lo que harás por el resto de tus días, ¿no?
            −No fue eso lo que me dejó pa’ la cagá’ realmente –enfatizó mi amigo−, si no lo que pasó después. Va más allá de la sangre y el asco tras ver cuerpo cercenados.
            Le hice un ademán con la cara para que siguiera.
            −El hombre tenía cincuenta y cinco años –continuó mi amigo−, y resulta que se cortó la pierna con una motosierra, haciendo un trabajo en su casa. Creo que estaba acostumbrado a hacer cosas así, pero esta vez algo se salió de control y ¡CHÁS!, cagó la pierna.
            −¡Qué horrible!
            −Horrible, horrible. La sierra le cortó todo, hueso incluido. Su hija mayor (la única persona que se hallaba en su casa en el momento del accidente) trajo la pierna cortada en una bolsa de basura con hielo, pero ya no había na’ qué hacer.
            No quise saber qué mierda habían hecho con esa pierna ahora que no servía para nada. Me imaginé un depósito enorme de pies y brazos cercenados y me entraron unas ganas espantosas de vomitar.
            −Cuando quedamos solos en la sala –siguió el Ignacio−, yo tomando datos y el hombre ahí, sobre la camilla, vi que éste se levantó un poco para mirar lo que le quedaba de pierna. En sus ojos vi la desesperanza mezclada con la resignación, y eso fue lo peor. Luego me miró y me preguntó si había alguna posibilidad de que todo mejorara, o si en verdad ya estaba todo fregado. No supe qué responder; tragué saliva y como no pude mentirle, le dije que no quedaban muchas posibilidades para que su pierna volviera a su cuerpo.
            »El hombre se recostó en la camilla con una tranquilidad horrible; sus ojos se veían brillosos, pero no parecían estar a punto de quebrar en llanto. De hecho –enfatizó mi amigo−, eso es lo que más me horroriza hasta ahora: su tranquilidad, el aceptar que todo estaba acabado. Y así, sin mirarme, como anunciándolo al voleo, me dice: “por la mierda, ¿qué voy a hacer ahora?”. Estaba a punto de hablarle de las recuperaciones y ese montón de mierda que alguien debe decirle a un paciente en el estado en el que se encontraba, como un maldito cretino que lo repite todo, cuando el hombre siguió hablando. Todavía me acuerdo de lo que dijo: “¿cómo voy a trabajar sin pierna?; ¡y justo ahora que tenía que pagar tantas cuentas!”.
            −Por la mierda…
            −Qué cosa más horrible; y me refiero a todo lo que conlleva este accidente. En primer lugar, era un hombre de cincuenta y cinco años, que se supone debería ya estar descansando sus largos años de trabajo y servicios para esta sociedad culiá’, no trabajando con una motosierra para ganarse unos cuantos pesos y así seguir sobreviviendo a toda esta mierda de sistema. Y en segundo lugar, está el hecho de que nadie va pagar por él sus cuentas, ni ofrecerle un tratamiento para que pueda seguir haciendo su vida como cualquier persona normal (aunque no sabría decir ahora qué mierda es ser alguien normal). ¿Te das cuenta que las cosas no marchan bien en esta mierda de país?
            No me fue difícil verme en el puesto del pobre hombre sin pierna, con una familia que mantener, cuentas que pagar, una vida que solventar, y con la carente posibilidad de recuperación y hallar un trabajo capaz de darle lo que necesitaba; pero tenía cincuenta y cinco años, y todos sabemos que en este país nadie le ofrece trabajo a alguien que tenga cincuenta y cinco años y más encima le falte una pierna. Así eran las cosas, y el pobre hombre las tenía difícil. No pude evitar sentir mucha pena al respecto.
            −Y así hay gente culiá’ que dice que en este país las cosas están bien –dijo el Ignacio−. ¡Já, qué ironía!
            −¿Por qué mejor no vamos a comer alguna güeá?; el casino se va a llenar más rato; mejor vamos ahora.
            Lo único que deseaba era salir de la biblioteca y tomar un poco de aire. Todo eso de la motosierra, la pierna cercenada y los problemas monetarios de esta sociedad tan deteriorada me habían mareado; necesitaba un poco de aire fresco cuanto antes para poder sacarme todas aquellas cosas de la cabeza.

            Pero aquí me tienen, a muchas horas de esa conversación y el almuerzo que siguió después, pensando, aún pensando, en el pobre hombre de la pierna y su motosierra.