Historia #244: La suerte y lo simple

Se encuentran tres amigos veinteañeros sentados frente a una mesa tomando cervezas y fumando cigarros liados por ellos mismos. De repente uno de ellos, Leandro, se golpea fuerte la cabeza, y riendo dice:
            “De todos nosotros, yo soy el que más suerte tiene”. Sus amigos le dicen que a qué viene tanta palabrería. “Porque el otro día entré a un pub a mear, y justo me tercié con un tipo que se iba a Antofagasta, más cura’o que la mierda. El güeón tenía el pasaje a las 6:00, y eran las 5:40. Así que vino y me regaló las dos botellas de chela que acababa de pedir. Entré a mear, y salí más cura’o que la chucha”.
            Los otros se ríen, y Alonso añade:
            “Está’i má’ güeón: yo soy el que más suerte tiene”. Los demás le dicen que no le creen ni cagando. “El otro día estaba comiendo un completo, ahí donde se pone esa señora en la noche, y viene una mina, con lo’ ojo’ entero’ bonito’ y güeá, y me pregunta si fumo. «¿De la legal o de la ilegal?», le dije, sin cachar a qué se refería la loquita. «A si fuma’i hierba, po’», y entonces caché lo que quería esta loquita. Le dije que sí, obvio, y me dio una bolsa con caleta hierba. Me alcanzó pa’ dos pito’”.
            Leandro, el primero de los que habló, a quien nunca le gustaba dar su brazo a torcer, le pregunta a su segundo amigo:
            “¿Y por qué te regaló la hierba, güeón?”.
            “Porque ella no fumaba”.
            “Ah, pero eso no es na’”, insiste Leandro, haciendo una mueca de triunfo. “¿Te acorda’i de esa vez que la Pauli me mandó a la chucha?”. Sus amigos asienten: se emborracharon juntos casi todos los días que no estuvo con ella. “Ya po’, esa ve’ cuando me mandó a la chucha, fui a tomar solo al León Doma’o, y ahí me encontré con la Andrea; nos teníamo’ más gana’ que la mierda, así que nos comimos cuando cerró el local y no’ fuimo’ a culiar a su casa, toda la noche. Esa sí que fue suerte”.
            “¡Sale, güeón, eso no es suerte!”, le replica Alonso, el segundo de los amigos, totalmente avivado por el alcohol en sus venas. “Si e’ por eso, yo tengo má’ suerte que El Pianista po’, güeón. ¿Te acorda’i de esa ve’ que la tía de la botillería se equivocó y me cobró el whiskey a dos luca’? ¡Esa güeá fue suerte, conchetumare!”.
            Leandro se toma un momento antes de continuar con sus argumentos, pensando en qué situación/experiencia basarse para refutar a su amigo; y bueno, así como también lo está haciendo Alonso, naturalmente, quien mastica ya alguno de sus chispazos de buena fortuna que ha vivido hasta el momento en caso que Leandro intente rebatir sus últimas palabras.
            Sin embargo Eduardo, el tercer amigo que no se ha pronunciado hasta ese entonces, tiene la mente en cualquier lugar menos en los tontos ejemplos que anuncian los demás mientras salpican saliva por todos lados: él está pensando en que hay mejores cosas para demostrar la buena suerte que puede tener una persona acarreando consigo (imaginando la suerte como una mochila de tamaño proporcional a la sensación de ella inundando tu cuerpo); por ejemplo: estaba el haber tenido sexo con un montón de personas sin ninguna clase de protección y resultar con un examen de enfermedades de transmisión sexual totalmente limpio ni algún hijo bastardo abandonado por ahí. Si sus amigos no son capaces de ver la suerte en la simplicidad de esas cosas, pensó él, están cagados. Están muy cagados.

Entonces Eduardo, quien ve a sus amigos continuar con su discusión cada vez más acalorada, abre una de las botellas de cerveza intactas y se sirve un vaso, el primero de todos, el más refrescante. Qué suerte la suya que sus amigos no tuvieran oportunidad de reclamar por éste.