Historia #22: Volviendo a casa




Nunca supe su nombre; sólo le decíamos el gringo porque, a simple vista, no cabía duda de que era gringo: provenía de Arizona, Estados Unidos, no hablaba nada más que inglés y tenía cincuenta y tantos años que ni siquiera se le notaban; llevaba viviendo cerca de cuatro años en Chile por culpa de ciertos azares de la vida, con su esposa, y no hallaba la hora de volver a su tierra. “Este país es una basura”, me decía siempre, cuando fallaba la lectura de su tarjeta para pagar el pan de todas las tardes, o cuando esperaba el corte y la entrega de su boleta. “Es una basura porque aquí todo es caro y malo. Compras algo, no dura nada y por lo general cuesta un ojo de la cara”. Sí, claro, tiene razón, pienso lo mismo, le decía, y así nos llevábamos un buen rato conversando sobre lo mismo, intercambiando puntos de vistas que, a pesar de provenir de dos personas que nacieron en realidades muy distintas, coincidían en muchos aspectos, los más fundamentales.
“El mundo está mal. ¡Pero este país está peor!”, me dijo un día, con rabia; resulta que había comprado un vidrio para su auto recién robado, en el cual había gastado una pequeña fortuna; el vidrio, naturalmente, era una mierda, según sus propias palabras. “No puedo creer que la gente aguante tanto abuso. ¡Es horrible! ¡Horrible!”. Claro que es horrible, por supuesto, pero la gente es así, y no creo que vaya a cambiar jamás, concordé. Creo que va en nuestra sangre mestiza, no hay vuelta que darle, le dije; es como una maldición. El gringo rió con sinceridad y acercó un poco su rostro al mío. Me dijo: “Me iré de aquí a final de año. ¡Por fin volveré a casa!”, con ese entusiasmo que caracteriza tan bien a los estadounidenses. Me sentí verdaderamente contento al saberlo, por lo que no dudé en darle la mano y felicitarlo. ¡Qué bueno, no hay nada como volver a casa!, le comenté, sonriendo. “Sí, no hay nada como volver a casa”. Después de cuatro años, por fin se iba de esta tierra maldita.
Aún lo recuerdo diciendo eso, con la cara llena de esperanza. Lo recuerdo sonriente, con sus eses bien pronunciadas, con su carácter imponente típico de un gringo. Lo recuerdo así, diciendo: “volveré a casa”, como un niño que espera impaciente su regalo de Navidad.
Pero el gringo, por desgracia, jamás logrará hacerlo: mi hermano, que también trabaja en el mismo supermercado que yo, llegó diciéndome que unos días atrás, sin que nadie lo pudiera explicar muy bien, habían encontrado al gringo muerto en su cama.
−¿Cómo? ¿Qué fue lo que le pasó?
−Un paro cardiaco. Murió durmiendo.
¡Mierda!, pensé, mordiéndome el labio instintivamente. La vida es una jodida puta mierda, pensé.
−¿Te pasa algo? −me preguntó mi hermano, algo extrañado por mi reacción.
−No, nada. Qué mala por él −le respondí, pensando realmente en cuál hubiera sido la reacción del gringo al saber que por morir en un país de mierda como el nuestro, su esposa se vería afectada por las deudas de un cajón fúnebre de mierda hecho a la rápida, muy a la manera chilena.
Pareciera como si fuera uno de esos “colmos” que la gente suele contar para hacer reír a los demás, pero todo esto es cierto. Por desgracia, todo esto es cierto.
Descansa en paz, gringo.
Ahora vuelve a casa.

Historia #21: Celebración



La gente salía de sus casas, emocionada; gritaban, levantaban sus puños al cielo, entonaban una y otra vez el Himno Nacional y no paraban de clamar: “¡cé hache í!”, haciendo que los demás respondieran desde sus casas. Algunos lloraban, otros llamaban por celular a sus seres queridos para comunicarles la buena nueva. Los que tenían vehículos no tardaron en echarlos andar para recorrer las calles con sus familias, tocando la bocina sin parar, gritando a más no poder, ondeando sus banderas incansablemente desde sus ventanas abiertas.
Nadie lo podía creer, nadie. Una mujer de cuarenta años se acercó a su madre, de ochenta, que apenas podía mantenerse en pie con la ayuda de su bastón. Le dijo: “mami, al fin, al fin lo han hecho…”. Por la rugosa mejilla de la anciana se deslizó una silenciosa lágrima de emoción.
Al fin, luego de lapidar a la mayoría de los políticos corruptos en las principales Plazas de Armas del país, la Presidenta había aprobado la ley que subiría el Sueldo Mínimo a quinientos mil pesos de forma definitiva.
La gente común y corriente, la que se levantaba durante la madrugada para volver a casa de noche totalmente abatida, acabada, agobiada, sentía que por fin se les recompensaba por tantos años de abuso.