La gente salía
de sus casas, emocionada; gritaban, levantaban sus puños al cielo, entonaban
una y otra vez el Himno Nacional y no paraban de clamar: “¡cé hache í!”,
haciendo que los demás respondieran desde sus casas. Algunos lloraban, otros
llamaban por celular a sus seres queridos para comunicarles la buena nueva. Los
que tenían vehículos no tardaron en echarlos andar para recorrer las calles con
sus familias, tocando la bocina sin parar, gritando a más no poder, ondeando
sus banderas incansablemente desde sus ventanas abiertas.
Nadie lo podía creer, nadie. Una mujer de cuarenta
años se acercó a su madre, de ochenta, que apenas podía mantenerse en pie con
la ayuda de su bastón. Le dijo: “mami, al fin, al fin lo han hecho…”. Por la rugosa
mejilla de la anciana se deslizó una silenciosa lágrima de emoción.
Al fin, luego de lapidar a la mayoría de los
políticos corruptos en las principales Plazas de Armas del país, la Presidenta
había aprobado la ley que subiría el Sueldo Mínimo a quinientos mil pesos de
forma definitiva.
La gente común y corriente, la que se levantaba
durante la madrugada para volver a casa de noche totalmente abatida, acabada,
agobiada, sentía que por fin se les recompensaba por tantos años de abuso.