Nunca supe su nombre; sólo le
decíamos el gringo
porque, a simple vista, no cabía duda de que era gringo: provenía de Arizona,
Estados Unidos, no hablaba nada más que inglés y tenía cincuenta y tantos años que
ni siquiera se le notaban; llevaba viviendo cerca de cuatro años en Chile por
culpa de ciertos azares de la vida, con su esposa, y no hallaba la hora de
volver a su tierra. “Este país es una basura”, me decía siempre, cuando fallaba
la lectura de su tarjeta para pagar el pan de todas las tardes, o cuando
esperaba el corte y la entrega de su boleta. “Es una basura porque aquí todo es
caro y malo. Compras algo, no dura nada y por lo general cuesta un ojo de la
cara”. Sí, claro, tiene razón, pienso lo mismo, le decía, y así nos llevábamos
un buen rato conversando sobre lo mismo, intercambiando puntos de vistas que, a
pesar de provenir de dos personas que nacieron en realidades muy distintas,
coincidían en muchos aspectos, los más fundamentales.
“El mundo está mal. ¡Pero este
país está peor!”, me dijo un día, con rabia; resulta que había comprado un
vidrio para su auto recién robado, en el cual había gastado una pequeña
fortuna; el vidrio, naturalmente, era una mierda, según sus propias palabras.
“No puedo creer que la gente aguante tanto abuso. ¡Es horrible! ¡Horrible!”.
Claro que es horrible, por supuesto, pero la gente es así, y no creo que vaya a
cambiar jamás, concordé. Creo que va en nuestra sangre mestiza, no hay vuelta
que darle, le dije; es como una maldición. El gringo rió con
sinceridad y acercó un poco su rostro al mío. Me dijo: “Me iré de aquí a final
de año. ¡Por fin volveré a casa!”, con ese entusiasmo que caracteriza tan bien
a los estadounidenses. Me sentí verdaderamente contento al saberlo, por lo que
no dudé en darle la mano y felicitarlo. ¡Qué bueno, no hay nada como volver a
casa!, le comenté, sonriendo. “Sí, no hay nada como volver a casa”. Después de
cuatro años, por fin se iba de esta tierra maldita.
Aún lo recuerdo diciendo eso, con
la cara llena de esperanza. Lo recuerdo sonriente, con sus eses bien
pronunciadas, con su carácter imponente típico de un gringo. Lo recuerdo así,
diciendo: “volveré a casa”, como un niño que espera impaciente su regalo de
Navidad.
Pero el gringo, por
desgracia, jamás logrará hacerlo: mi hermano, que también trabaja en el mismo
supermercado que yo, llegó diciéndome que unos días atrás, sin que nadie lo
pudiera explicar muy bien, habían encontrado al gringo muerto en
su cama.
−¿Cómo? ¿Qué fue lo que le pasó?
−Un paro cardiaco. Murió
durmiendo.
¡Mierda!, pensé, mordiéndome el
labio instintivamente. La vida es una jodida puta mierda, pensé.
−¿Te pasa algo? −me preguntó mi
hermano, algo extrañado por mi reacción.
−No, nada. Qué mala por él −le
respondí, pensando realmente en cuál hubiera sido la reacción del gringo al saber
que por morir en un país de mierda como el nuestro, su esposa se vería afectada
por las deudas de un cajón fúnebre de mierda hecho a la rápida, muy a la manera
chilena.
Pareciera como si fuera uno de
esos “colmos” que la gente suele contar para hacer reír a los demás, pero todo
esto es cierto. Por desgracia, todo esto es cierto.
Descansa en paz, gringo.
Ahora vuelve a casa.