Historia #237: Bonito, bonito

−Hola.
            −Eh, hola.
            −Bonito día.
            −Bonito bonito.
            −¿Cómo te llamas?
            −No me llamo. Me dicen Felipe.
            −Felipe. Yo me llamo Felipe.
            −Pero eso es imposible.
            −¿Por qué imposible?
−Porque es imposible.
−¿Acaso la gente no recibe un nombre cuando nace?
            −Sí. Pero yo soy Felipe.
            −¿Y?
            −No pueden haber dos Felipes en el mundo. Es mucho.
            −No es mucho. Es demasiado.
            −Demasiado con ese.
            −Y también con ce.
            −A veces desearía dejar de llamarme Felipe.
            −A mí igual.
            −Pero eso no tiene ni pies ni cabeza.
            −¿Por qué?
            −Porque yo también quiero dejar de llamarme Felipe.
            −…
            −…
            −¿Bonito día?
            −Bonito bonito.

Historia #236: Una quemada

El otro día mi mamá me vio vola’o, hecho pico, y ahora me güebea con que soy un drogadicto de  mierda y la güeá, lo cual es rotundamente falso, en serio, nunca le crean a la señora ésta.
            A todo esto, ¿quién se saca uno?
            …

Ya po’, en serio: lo chupo por una quemada…

Historia #235: No importa, tata

−¡M’ijo! ¡M’ijo!
            Sebastián se acercó rápidamente a su abuelo.
            −¿Qué pasa, tata?
            −M’ijo, ¿qué le pasa a esta cosa?
            −¿Por qué, qué onda?
            −¡Los Venegas! –dijo el abuelo−. ¡No están por ni’ún lado! Deberían estarlos dando ahora.
            Sebastián tragó saliva, pensando que ahí iba de nuevo.
            −Mire, tata –comenzó a explicarle su nieto−, el canal canceló Los Venegas hace años. Ya han pasado casi diez desde que no los dan.
            El rostro del abuelo se desencajó abruptamente.
            −Pero… −tartamudeó, haciendo temblar la piel colgante bajo su barbilla−. ¡Pero si los vi ayer! El Compadre Moncho se fue a vivir a la casa de al frente con sus hijas, ¿acaso no te acordai’? Si no lo’ hubieran transmitido ayer, ¿cómo podría saber eso, eh?
            Sebastián pensó en lo triste que era la enfermedad de su abuelo: vivir en un periodo de tiempo pasado, perdido y nebuloso, repitiendo cada cierto tanto lo mismo una y otra vez sin recordar absolutamente nada de las nuevas experiencias ni los nuevos cambios.
Sebastián tomó aire, llenándose de paciencia.
            −Tata, Los Venegas terminaron hace tiempo. De hecho, la Hildita está muerta.
            −No…
            −En serio, tata, no tendría por qué mentirle.
            −Por la miércale… −El abuelo parecía realmente conmocionado por las palabras de su nieto−. No puede ser…
            −Tata, se lo he dicho un montón de veces, pero usted siempre se olvida…
            −¿Cómo eso de que me lo hai’ dicho un montón de veces?
            −No se alarme, tata, no me haga caso. La cosa es que Los Venegas, por desgracia, no van a volver –Sebastián, sintiendo un repentino acceso de afecto hacia su abuelo (sentado ahí en el sofá, con aire abatido y frágil), se sentó a su lado y le rodeó los hombros con su brazo−. A mí igual me gustaban, pero creo que los gustos de la gente fueron cambiando con el tiempo. No sé, me acuerdo que después ya ni siquiera me daban ganas de verlos a la hora del almuerzo. Además –agregó, teniendo un chispazo−, me acuerdo que nos redujeron las horas del almuerzo de una hora y media, a cuarenta y cinco minuto’ en el colegio. Ni cagando alcanzábamo’ a ir a la casa a almorzar. Eso sí que fue una mierda.
            El abuelo estaba anonadado. Sebastián podía notar con el tacto cómo le temblaba el cuerpo por dentro al pobre hombre.
            −¿Entonce’ tú ya no estai’ en el colegio…?
            −No, tata, salí hace tiempo.
            −Entonce’…, ¿en qué año estamos ahora?
            −Tata, eso no sirve de nada.
            Su abuelo intentó decir algo, pero no logró encontrar las palabras. Tenía un aspecto destrozado.
            −Pero…, pero… ¿En qué terminaron Los Venegas?
            −Terminaron en nada, tata. Por lo que me acuerdo, los cancelaron sin que existiera un final aparente. Una lástima.
            −No me digas entonces que todas estas cosas que están dando ahora en la tele −el abuelo hizo un ademán vago hacia el televisor al frente−, ¿son en reemplazo de… Los Venegas?
            −Sí, abuelo. Así es.
            Sebastián, sin poder explicarse bien por qué, comenzó a sentir una extraña amargura en el pecho. Se le vinieron a la mente un montón de recuerdos vagos, pero felices, de cuando llegaba con su hermano a casa luego del colegio para almorzar y ver tele por un rato. Los Venegas, ahora que lo pensaba, siempre estuvieron ahí, y él lo había olvidado.
            El joven movió su cabeza, como espantando malas ideas, y decidió apagar el televisor.
            −Mire, tata, lo que dan hoy en día en la tele ni se compara con lo que daban antes. Está lleno de tipos hablando mentiras, copuchas y mierdas que a nadie le importa. Creo que ahora la tele desinforma y estimula mucho más que en años pasados. Debo admitir que cada vez me impresiona menos lo que dan los canales.
            El abuelo abrió la boca para decir algo, pero no hizo más esfuerzo que ése. Se veía totalmente resignado.
            −Ya, no importa, tata –le dijo su nieto, dándole una suave palmada en la espalda−. No importa.
            −¿Qué no importa, hijo? –preguntó el abuelo, extrañado. Sus ojos habían perdido su brillo.

            −Nada, tata –le dijo Sebastián, ayudándole a levantarse−. Venga, vamos a la calle un rato.