−¡M’ijo!
¡M’ijo!
Sebastián se acercó rápidamente a su
abuelo.
−¿Qué pasa, tata?
−M’ijo, ¿qué le pasa a esta cosa?
−¿Por qué, qué onda?
−¡Los Venegas! –dijo el abuelo−. ¡No están por ni’ún lado! Deberían
estarlos dando ahora.
Sebastián tragó saliva, pensando que
ahí iba de nuevo.
−Mire, tata –comenzó a explicarle su
nieto−, el canal canceló Los Venegas hace
años. Ya han pasado casi diez desde que no los dan.
El rostro del abuelo se desencajó
abruptamente.
−Pero… −tartamudeó, haciendo temblar
la piel colgante bajo su barbilla−. ¡Pero si los vi ayer! El Compadre Moncho se
fue a vivir a la casa de al frente con sus hijas, ¿acaso no te acordai’? Si no
lo’ hubieran transmitido ayer, ¿cómo podría saber eso, eh?
Sebastián pensó en lo triste que era
la enfermedad de su abuelo: vivir en un periodo de tiempo pasado, perdido y
nebuloso, repitiendo cada cierto tanto lo mismo una y otra vez sin recordar
absolutamente nada de las nuevas experiencias ni los nuevos cambios.
Sebastián tomó aire, llenándose de paciencia.
−Tata, Los Venegas terminaron hace tiempo. De hecho, la Hildita está
muerta.
−No…
−En serio, tata, no tendría por qué
mentirle.
−Por la miércale… −El abuelo parecía
realmente conmocionado por las palabras de su nieto−. No puede ser…
−Tata, se lo he dicho un montón de
veces, pero usted siempre se olvida…
−¿Cómo eso de que me lo hai’ dicho
un montón de veces?
−No se alarme, tata, no me haga
caso. La cosa es que Los Venegas, por
desgracia, no van a volver –Sebastián, sintiendo un repentino acceso de afecto
hacia su abuelo (sentado ahí en el sofá, con aire abatido y frágil), se sentó a
su lado y le rodeó los hombros con su brazo−. A mí igual me gustaban, pero creo
que los gustos de la gente fueron cambiando con el tiempo. No sé, me acuerdo
que después ya ni siquiera me daban ganas de verlos a la hora del almuerzo.
Además –agregó, teniendo un chispazo−, me acuerdo que nos redujeron las horas
del almuerzo de una hora y media, a cuarenta y cinco minuto’ en el colegio. Ni
cagando alcanzábamo’ a ir a la casa a almorzar. Eso sí que fue una mierda.
El abuelo estaba anonadado.
Sebastián podía notar con el tacto cómo le temblaba el cuerpo por dentro al
pobre hombre.
−¿Entonce’ tú ya no estai’ en el
colegio…?
−No, tata, salí hace tiempo.
−Entonce’…, ¿en qué año estamos
ahora?
−Tata, eso no sirve de nada.
Su abuelo intentó decir algo, pero
no logró encontrar las palabras. Tenía un aspecto destrozado.
−Pero…, pero… ¿En qué terminaron Los Venegas?
−Terminaron en nada, tata. Por lo
que me acuerdo, los cancelaron sin que existiera un final aparente. Una
lástima.
−No me digas entonces que todas
estas cosas que están dando ahora en la tele −el abuelo hizo un ademán vago
hacia el televisor al frente−, ¿son en reemplazo de… Los Venegas?
−Sí, abuelo. Así es.
Sebastián, sin poder explicarse bien
por qué, comenzó a sentir una extraña amargura en el pecho. Se le vinieron a la
mente un montón de recuerdos vagos, pero felices, de cuando llegaba con su
hermano a casa luego del colegio para almorzar y ver tele por un rato. Los Venegas, ahora que lo pensaba,
siempre estuvieron ahí, y él lo había olvidado.
El joven movió su cabeza, como
espantando malas ideas, y decidió apagar el televisor.
−Mire, tata, lo que dan hoy en día
en la tele ni se compara con lo que daban antes. Está lleno de tipos hablando
mentiras, copuchas y mierdas que a nadie le importa. Creo que ahora la tele
desinforma y estimula mucho más que en años pasados. Debo admitir que cada vez
me impresiona menos lo que dan los canales.
El abuelo abrió la boca para decir
algo, pero no hizo más esfuerzo que ése. Se veía totalmente resignado.
−Ya, no importa, tata –le dijo su
nieto, dándole una suave palmada en la espalda−. No importa.
−¿Qué no importa, hijo? –preguntó el
abuelo, extrañado. Sus ojos habían perdido su brillo.
−Nada, tata –le dijo Sebastián,
ayudándole a levantarse−. Venga, vamos a la calle un rato.