Como mis papás se habían ido
de vacaciones dejándome a cargo de la casa, no demoré ni diez minutos en llamar
a la Jimena para que viniera a hacerme compañía; así, en menos de una hora, ya
estaba conmigo tomándose una que otra copa de vino para amenizar la jornada.
Cocinamos un poco, nos reímos de las estupideces que nos habían sucedido hasta
el momento, y para cuando la primera botella de vino se hubo acabado (robada
del mini bar de mis padres, por supuesto), ya nos estábamos besando
corriéndonos mano y todo lo demás. Le quité la polera y el sostén y ella hizo
lo mismo con mis zapatillas, pantalones y calzoncillos antes de posicionarse
sobre mi desnudo regazo y empezar a besarme con creciente energía. Hagámoslo,
me susurró, bufando aire tibio en mi cuello; entonces le dije que siempre había
querido hacer una cosa. ¿Qué cosa?, me
preguntó, y yo sólo tomé su mano y la conduje hasta la habitación de mis padres
ubicada en la segunda planta de la casa. Esta no es tu pieza, me dijo la
Jimena, mirándome raro; me di cuenta que tenía manchas de vino en los dientes.
Es la cama de mis papás, le dije, siempre he querido hacerlo con alguien aquí.
Eres un tipo muy enfermo, me comentó ella entre risas, antes que la arrojara
sobre la cama y continuara desvistiéndola. Entonces tomó mi cosa y la introdujo
en ella con un breve espasmo y ahí comenzó todo. No recuerdo cuánto tiempo fue
que pasó en realidad hasta que se levantó y se puso en cuatro patas como si
quisiera jugar al Twister, pero para ese momento ya estábamos sudados enteros y
el sol (que se podía ver desde la amplia ventana a nuestra derecha) ya había
avanzado un gran tanto hacia su desaparición. Me gusta a lo perrito, me dijo, y
yo, con todas las copas de vino a cuestas, ni lento ni tonto, decidí proseguir
con mi ataque; sin embargo, sin darme cuenta muy bien de lo que hacía, metí la
herramienta por el lugar donde no se conciben hijos; tampoco es que lo hubiera
sentido de inmediato (en realidad no sentí ninguna diferencia), pero el asunto
siguió sin que nadie dijera nada. ¡Pégame, pégame!, me gritaba a veces, pero yo
temía que le doliera y quedaran marcadas mis manos en sus nalgas. ¡Pégame,
maldito maricón!, repitió y yo le hice caso. ¡Oh, sí!, ¡oh, sí!, y el asunto me
quedó gustando tanto, que empecé a hacerlo más y más seguido, encendiendo
dentro de mí una llama que nunca había creído existente. Así fue que llegaron
las ganas de acabar dentro suyo como si se tratara de la rápida cabalgata de
una caballería furiosa, dispuesta a no dejar ni niños ni mujeres vivas en el pueblo;
intenté controlarlo, pero la mezcla de gritos, movimientos y placer fueron
miles de veces superiores a mí. No obstante, todo se fue al carajo cuando al
sacar mi cosa de su trasero, vi cómo caían gotas de un líquido de aspecto y
consistencia parecida al de la mostaza; así fue al principio, pero luego de un
par de segundos fue como si una avalancha de mierda y otros líquidos cayeran como
una cascada sobre el cubrecama de mis papás. Mierda, susurré y me puse a
vomitar ahí mismo sin poder aguantarlo; la Jimena dio media vuelta para ver
(con vergüenza, era que no) lo sucedido y tampoco pudo aguantarlo; podría decir
que vomitó incluso más que yo y que su capacidad para masticar la comida no era
tan buena como la mía. Mierda, mis papás me van a matar, dije mirando la
escena, mezcla de mierda, vómitos e hijos que nunca verían la luz del día. Lo
siento, me dijo la Jimena, roja de vergüenza, nunca pensé que el vino me fuera
a hacer tan mal. Sin dejar pasar más tiempo, tomamos las sábanas (cuyo olor
sigo sintiendo de vez en cuando) y las llevamos hasta el patio, donde las
dejamos remojando en un recipiente plástico lleno de agua y detergente. Creo
que ahí estará bien, resoplé contemplándolas ahí parado; aún sentía el olor clavado
en mi nariz; me di cuenta que se trataba de mi pene recubierto por esa pasta
que había salido de ella. Lo siento, me repitió, y yo le dije que no importaba,
que cosas así sucedían todo el tiempo cuando se mezclaba el alcohol con el
sexo. Sonrió y le dije que mejor se fuera, porque iban a llegar unos amigos
dentro de poco para celebrar un SummerSlam o un Royal Rumble, no lo recuerdo
muy bien, con tres jabas de cerveza, a menos claro que quisiera ver los eventos
con nosotros; me respondió que no, gracias, nos dimos una corta ducha y la despedí
con un ligero beso en la boca. Abrí otra botella de vino, puse Gorillaz en el
reproductor de música y me pasé todo lo que quedaba de tarde (y algo de la
noche) limpiando el caos reinante en la pieza de mis padres; tuve que
repasarlo al menos unas tres veces en los siguientes tres días para que el
hedor se fuera de ahí.
Lo único bueno de todo esto, es que cuando mis papás
volvieron de su viaje, me felicitaron por haber cuidado tan bien la casa y
haberme dado el tiempo de limpiar su cuarto entero. Tan bonito que es mi hijo,
dijo mi mamá, apretándome una mejilla. Sólo sonreí al respecto.