Historia #99: Cajero automático



Un cliente se me acerca desde la entrada del supermercado mirando su celular de manera ininterrumpida; me pregunta, levantando la mirada por unos segundos:
            −¿Sabes dónde está el cajero automático?
            −Ahí, justo al lado suyo, mire, donde dice “cajero automático” en ese cartel grande con la flecha apuntándolo. ¿Lo ve?

Historia #98: En todo el ir y venir de la noche



En todo el ir y venir de la noche, no me di cuenta que me faltaba la plata para el pasaje de vuelta a casa hasta que todos mis amigos se habían ido y no quedaban nada más que flaites y curaos en el área; miré mi celular: eran las 5:39 de la madrugada. Conchetumare, dije pensando en todo lo que demoraría para estar en casa si me iba caminando hasta ella; me sentía como la callampa y no quería más guerra por el día…, pero luego de revisar todos los escondrijos de mi billetera, me di cuenta que en realidad no había otra salida al problema que esa. Así que respiré hondo, me pegué un par de cachetadas para despabilar y empecé a caminar cuesta arriba hacia donde vivía. Al principio todo bien, caminaba con mucha energía, dando grandes zancadas y respirando de manera muy precisa, pero al cabo de un buen rato (unos cinco, seis minutos después), mi corazón empezó a palpitar descontrolado mientras que mis ojos comenzaban a cerrarse solos, dejándome a oscuras por lapsos cada vez más largos; sentía que no daba más, que en cualquier momento me iba a ir a la mierda y no iba a saber más de mí. Así que frente a ese presagio, decidí parar en la primera plaza que encontré para descansar un rato, sólo un rato; me arrellané en un rincón oscuro, pasado a meado, y dije: ya, sólo un ratito, sólo un ratito, sólo un… Hasta que algo hizo que volviera a abrir los ojos, asustado: la noche había dado paso al día y frente a mí tenía al caballero que regaba el pasto pinchándome cuidadosamente con un palo; di un respingo, tratando de levantarme infructuosamente, y le pedí perdón por estar ahí como un animal. No se preocupe, ‘mijo, me dijo, y me ayudó a levantarme extendiéndome su mano nudosa. Le di las gracias, recobré un poco el sentido de la orientación, y seguí mi camino a casa bajo los primeros rayos de sol del día. Al cabo de muchos minutos llegué a mi casa, recibido por mi mamá y el desayuno recién preparado. ¿Por qué venís llegando a esta hora?, me preguntó, mirándome enojada. Larga historia, mamá, le dije mientras me preparaba un crujiente pan tostado con huevo revuelto, larga historia.  

Historia #97: Un buen hijo



Como mis papás se habían ido de vacaciones dejándome a cargo de la casa, no demoré ni diez minutos en llamar a la Jimena para que viniera a hacerme compañía; así, en menos de una hora, ya estaba conmigo tomándose una que otra copa de vino para amenizar la jornada. Cocinamos un poco, nos reímos de las estupideces que nos habían sucedido hasta el momento, y para cuando la primera botella de vino se hubo acabado (robada del mini bar de mis padres, por supuesto), ya nos estábamos besando corriéndonos mano y todo lo demás. Le quité la polera y el sostén y ella hizo lo mismo con mis zapatillas, pantalones y calzoncillos antes de posicionarse sobre mi desnudo regazo y empezar a besarme con creciente energía. Hagámoslo, me susurró, bufando aire tibio en mi cuello; entonces le dije que siempre había querido hacer una cosa.  ¿Qué cosa?, me preguntó, y yo sólo tomé su mano y la conduje hasta la habitación de mis padres ubicada en la segunda planta de la casa. Esta no es tu pieza, me dijo la Jimena, mirándome raro; me di cuenta que tenía manchas de vino en los dientes. Es la cama de mis papás, le dije, siempre he querido hacerlo con alguien aquí. Eres un tipo muy enfermo, me comentó ella entre risas, antes que la arrojara sobre la cama y continuara desvistiéndola. Entonces tomó mi cosa y la introdujo en ella con un breve espasmo y ahí comenzó todo. No recuerdo cuánto tiempo fue que pasó en realidad hasta que se levantó y se puso en cuatro patas como si quisiera jugar al Twister, pero para ese momento ya estábamos sudados enteros y el sol (que se podía ver desde la amplia ventana a nuestra derecha) ya había avanzado un gran tanto hacia su desaparición. Me gusta a lo perrito, me dijo, y yo, con todas las copas de vino a cuestas, ni lento ni tonto, decidí proseguir con mi ataque; sin embargo, sin darme cuenta muy bien de lo que hacía, metí la herramienta por el lugar donde no se conciben hijos; tampoco es que lo hubiera sentido de inmediato (en realidad no sentí ninguna diferencia), pero el asunto siguió sin que nadie dijera nada. ¡Pégame, pégame!, me gritaba a veces, pero yo temía que le doliera y quedaran marcadas mis manos en sus nalgas. ¡Pégame, maldito maricón!, repitió y yo le hice caso. ¡Oh, sí!, ¡oh, sí!, y el asunto me quedó gustando tanto, que empecé a hacerlo más y más seguido, encendiendo dentro de mí una llama que nunca había creído existente. Así fue que llegaron las ganas de acabar dentro suyo como si se tratara de la rápida cabalgata de una caballería furiosa, dispuesta a no dejar ni niños ni mujeres vivas en el pueblo; intenté controlarlo, pero la mezcla de gritos, movimientos y placer fueron miles de veces superiores a mí. No obstante, todo se fue al carajo cuando al sacar mi cosa de su trasero, vi cómo caían gotas de un líquido de aspecto y consistencia parecida al de la mostaza; así fue al principio, pero luego de un par de segundos fue como si una avalancha de mierda y otros líquidos cayeran como una cascada sobre el cubrecama de mis papás. Mierda, susurré y me puse a vomitar ahí mismo sin poder aguantarlo; la Jimena dio media vuelta para ver (con vergüenza, era que no) lo sucedido y tampoco pudo aguantarlo; podría decir que vomitó incluso más que yo y que su capacidad para masticar la comida no era tan buena como la mía. Mierda, mis papás me van a matar, dije mirando la escena, mezcla de mierda, vómitos e hijos que nunca verían la luz del día. Lo siento, me dijo la Jimena, roja de vergüenza, nunca pensé que el vino me fuera a hacer tan mal. Sin dejar pasar más tiempo, tomamos las sábanas (cuyo olor sigo sintiendo de vez en cuando) y las llevamos hasta el patio, donde las dejamos remojando en un recipiente plástico lleno de agua y detergente. Creo que ahí estará bien, resoplé contemplándolas ahí parado; aún sentía el olor clavado en mi nariz; me di cuenta que se trataba de mi pene recubierto por esa pasta que había salido de ella. Lo siento, me repitió, y yo le dije que no importaba, que cosas así sucedían todo el tiempo cuando se mezclaba el alcohol con el sexo. Sonrió y le dije que mejor se fuera, porque iban a llegar unos amigos dentro de poco para celebrar un SummerSlam o un Royal Rumble, no lo recuerdo muy bien, con tres jabas de cerveza, a menos claro que quisiera ver los eventos con nosotros; me respondió que no, gracias, nos dimos una corta ducha y la despedí con un ligero beso en la boca. Abrí otra botella de vino, puse Gorillaz en el reproductor de música y me pasé todo lo que quedaba de tarde (y algo de la noche) limpiando el caos reinante en la pieza de mis padres; tuve que repasarlo al menos unas tres veces en los siguientes tres días para que el hedor se fuera de ahí.
            Lo único bueno de todo esto, es que cuando mis papás volvieron de su viaje, me felicitaron por haber cuidado tan bien la casa y haberme dado el tiempo de limpiar su cuarto entero. Tan bonito que es mi hijo, dijo mi mamá, apretándome una mejilla. Sólo sonreí al respecto.