Hoy día ocurrió lo
siguiente:
estaba trabajando en el supermercado, empacando cosas
como siempre, cuando llegó hasta la caja en la que me encontraba un ceñudo hombre
mayor (de unos cincuenta años) con tres hallullas y tres torrejas de mortadela en
la mano; la cajera y yo lo saludamos pero no respondió: simplemente se dedicó a
pasar las cosas y contar unas cuantas monedas para pagar la compra. Como soy
atento y prefiero prevenir que lamentar, le pregunté si quería las dos cosas en
una sola bolsa para ahorrarlas y así no contribuir con la destrucción del
mundo, qué se yo, a lo que me respondió, a diferencia de muchas personas que concurren
por ahí a esa hora de la mañana, que las quería separadas, que como era tan
tonto, si la mortadela siempre se echa a perder cuando va con el pan caliente;
ya, me dije muy tranquilo, tocando los tres panes para comprobar que
efectivamente estaban más fríos que el corazón de un agente de la CNI, lo
dejaré pasar, me dije, y seguí sonriendo como siempre y le eché sus productos
en dos bolsas chicas como quería. Sin embargo, el asunto no terminó ahí, no, no,
no: el muy estúpido, sin siquiera darme las gracias, me pidió otra bolsa grande
para echar las otras pequeñas adentro, y otra más para recubrirla. Es que voy
pal centro, me dijo, tratando de explicar la estupidez que estaba cometiendo.
Sólo di media vuelta y lo dejé que se fuera, sintiendo una rabia enorme. ¿Cómo
podía ser que la gente fuera de verdad tan estúpida?
−Es que algunos tienen un talento innato para serlo –me comentó
un compañero cuando le expliqué la situación.
−Lo peor es que a esa gente nunca le pasa nada –dije,
apretando los puños−. Siguen siendo igual de mierda que siempre y nunca les
pasa nada.
−¿Desde cuándo que en el mundo ganan los que no son una
mierda?
La pregunta me quedó dando vueltas por la cabeza. No supe
qué decir.
−No lo sé, güeón… No lo sé –respondí.