Mis
padres se habían ido a la misa nocturna del día martes como lo venían haciendo
desde hacía un mes; me invitaron, obviamente, pero me negué diciendo que tenía
cosas más importantes que hacer para el colegio al día siguiente, por lo que me
creyeron sin mucho esfuerzo. Me dieron un ligero beso en la frente y se
marcharon prontamente en el auto, dejándome solo junto a la eterna compañía de Los Simpsons en la tele. Esperé hasta
que el motor dejara de escucharse y apagué todas las luces del vestíbulo, incluida
la caja tonta donde no dejaban de transmitir mis dibujos animados favoritos.
Subí a ciegas las escaleras hacia nuestros dormitorios y me infiltré en el de
mi hermano mayor sin la necesidad de ver por donde pisaba: ya me sabía el
camino de memoria. Caminé cuidadosamente por entre sus pertenencias procurando
no mover nada hasta dar con su ventana, la cual abrí para dejar que el frío
viento de invierno y las luces de la ciudad entraran, reflejándose estas
últimas en el techo como si bailaran. Me senté en su cama y encendí el mini
componente con el control que descansaba sobre su mesita de noche. Apreté play
y al cabo de unos segundos comenzó a sonar la primera canción del disco que
venía escuchando al menos una vez por día desde que las cosas habían cambiado
drásticamente en casa; los primeros acordes de guitarra acústica de Silent lucidity llenaron el cuarto
entero y yo me sentí flotando, perdido entre los ruidos de los autos afuera y
la pálida luz de los faroles arañando las paredes. Pensé en lo mucho que le
debía haber gustado a mi hermano para haberla grabado al comienzo del disco en
vez de todas las demás que le seguían, la primera que escuchaba por las mañanas
cuando se iba al colegio, la primera que escuchaba cuando volvía de clases,
probablemente la que más veces reproducía al día, tal como yo lo hacía ahora. Entonces
me acordé de su olor a perfume cuando se iba de fiesta con sus amigos, siempre
con su chaqueta de cuero negra encima, la misma que al otro día apestaba a
alcohol y a humo de cigarro, y que cuando me pillaba por ahí solo, me decía que
cuando yo fuera grande, se iría conmigo a la playa para enseñarme cómo bebían
los hombres rudos. Pablo, si supieras cuánto te echo de menos, cuánto, cuánto
te echo de menos… Lentamente me recosté en la cama; la sección de cuerdas de la
canción siempre hacía que la carne se me pusiera de gallina, llenándome de
escalofríos; quizá era eso lo que sentía mi hermano cuando la escuchaba: esa
sensación de estar muriendo paulatinamente, de forma desgarradora, pero muy,
muy lenta…; cómo me dolía escuchar el coro, mierda, me hacía sentir como si un
puñal atravesara mi pecho… Un día cualquiera, aburrido en clases, saqué el
cálculo que en lo que demoraban mis padres en la misa de los martes, podía
escuchar la canción desde unas diez a quince veces, dependiendo de lo que
demoraban en llegar desde la iglesia, si se topaban con algún embotellamiento,
si la misa terminaba antes (o después, generalmente después), etcétera,
etcétera; a veces los minutos pasaban volando, otras me quedaba dormido y no
entendía nada hasta que sentía a mis padres estacionarse afuera; pero todo daba
lo mismo: cuando cerraba los ojos, era como si aún siguiera ahí conmigo,
cantando sin que le importaran las desafinaciones, dándome instrucciones para
la vida, sentándose a mi lado para preguntarme cómo había ido mi día; él y sus
formas de hacerme sentir querido como buen hermano mayor. Acaricié su almohada
tratando de exprimir algo del olor suyo, pero ya lo había agotado todo; no
había forma de volverlo atrás. Me limpié las lágrimas y volví a escuchar una y
otra vez la primera canción del disco hasta que el conocido rumor del vehículo
de mis padres hizo que me levantara rápido, cerrara la ventana, alisara las
sábanas de la cama y apagara el reproductor de música de mi hermano. Para
cuando mis papás abrieron la puerta para entrar al vestíbulo, me pillaron
viendo Los Simpsons como habían
acostumbrado hacerlo desde que todo había cambiado en casa, me saludaron con
cierto desánimo y yo hice como si nunca nada hubiera pasado, a pesar que sentía
que una parte de mí también había muerto con todo lo ocurrido.