Especial #9: 14 de Febrero ("El repartidor de pizzas")




Pensando en lo miserable que era su vida entregando pizzas a domicilio hasta altas horas de la noche, por un sueldo de mierda, Luis estacionó su moto en un costado de la entrada del edificio chasqueando la lengua con aire cansino; confirmó la dirección indicada con una rápida mirada y abrió el compartimiento trasero de su vehículo para sacar la pizza tamaño familiar que venía adentro. Sintiendo el fuerte golpe de su aroma penetrando sus fosas nasales y su estómago gruñir como respuesta a ello, el repartidor le hizo señas al guardia del otro lado de la entrada para que lo dejara entrar.
−Voy al 44 –dijo éste, haciendo un ligero ademán hacia la pizza que cargaba. El guardia llamó al departamento en cuestión, dijo sí un par de veces, asintiendo con la cabeza, y apretó el botón para abrirle la puerta al primero.
−Pasa –dijo el hombre, indicando hacia los ascensores.
Mirando su reflejo deslucido en el espejo que cubría el interior de estos con expresión abatida, Luis esperó a que la puerta se abriera y así poder cumplir con su trabajo lo más pronto posible. Luego caminó por el pasillo escuchando el eco de sus propias pisadas contra las paredes hasta dar con el departamento 44, donde tocó el timbre una sola vez y se quedó plantado frente a su entrada dispuesto a sonar lo más aburrido y podrido que pudiera.
Sin embargo, cuando la puerta se abrió y dejó entrever a una mujer morena de unos treinta años, ojos verdes y rizados cabellos hasta los hombros, Luis sintió como si una piedra cayera hasta el fondo de su estómago. La mujer debió haberlo captado, porque sonrió mostrando sus parejos dientes con un gesto coqueto.
−Espera, ya te abro –dijo ésta y cerró la puerta para correr el cerrojo metálico y abrirla de nuevo−. Pasa.
Casi tropezando con sus propias y delgadas piernas, el repartidor hizo una breve inclinación de cabeza y entró sin mirar a los ojos a la mujer. Temía que su nerviosismo se notara en los suyos.
−Permiso –farfulló mientras llegaba a un ordenado vestíbulo con una mesa de vidrio al medio, un sillón negro de aspecto mullido pegado a la pared izquierda (con un gran televisor pantalla plana y un equipo reproductor de música ubicados al frente) y las paredes llenas de cuadros que sólo parecían líneas de pintura hechas por un idiota−. ¿Dónde la dejo? –preguntó levantando un poco la pizza que llevaba en sus manos.
−Encima de la mesa, ahí –indicó la mujer después de cerrar la puerta tras ella.
Luis así lo hizo.
−¿Quieres un vaso de champaña, vino blanco, tinto, agua, algo? –le preguntó ésta.
El repartidor tragó saliva, sintiéndose algo tembloroso. No quitaba la vista de sus sucios zapatos.
−Agua, puede ser.
−¿Seguro que no quieres un vaso de vino, una cerveza, algo por estilo?
Luis se dio cuenta que la mujer lo estaba mirando fijamente desde la mesa de su cocina americana. También se percató que sostenía una copa de lo que parecía ser vino blanco en su mano derecha. La mujer le sonrió.
−Bueno, pues… −balbuceó el joven−, quizá una cerveza esté bien.
La mujer dio media vuelta, abrió su refrigerador y sacó de ella un botellín de cerveza artesanal.
−Es cero alcohol, para que no te metas en problemas en el trabajo –agregó al ofrecérselo.
−Gracias –dijo Luis, recibiéndola−. ¿Tienes cómo abrirla?
−Sí, toma.
−Gracias.
−¿Por qué no tomas asiento?
El repartidor aceptó con un gesto.
−¿Cómo te llamas, chico?
−Luis –replicó el aludido, agradeciendo que su nombre fuera monosílabo; de haber tenido más sílabas, de seguro que se le notaba el temblor en la voz−. ¿El tuyo? –añadió inconscientemente.  
−Mónica.
−Bonito nombre.
−Gracias.
Mónica le dio un sorbo a su vino y rodeó la mesa que la parapetaba hasta llegar al lado de su interlocutor. Luis no pudo evitar mirar sus piernas descubiertas cuando pasó frente a él.
−¿Te gustó la cerveza? –quiso saber la mujer.
−¡Sí, está muy buena!
−Tú igual estás muy bueno.
Luis bebió un poco de su cerveza sin decir nada.
−¿Me encuentras buena, Luis? –dijo la mujer, acercándose unos cuantos centímetros.
El joven no supo qué responder. Pensó que de seguro se trataba de una cámara indiscreta o algo así. Tal vez la cámara estaba grabando desde el televisor, o escondida en uno de los resquicios del reproductor de música; probablemente eran sus amigos en uno de esos programas estúpidos que daban por la noche, animados por conductores irritantes.
−Te encuentro muy buena, sí –respondió éste, adoptando una expresión más seria, como si confiara en las palabras que pronunciaba.
−Qué bien –susurró Mónica, tomando otro sorbo de su vino. Ya estaba por acabarlo−. A veces me siento un poco fea.
Luis vio asombrado cómo la mujer ampliaba lentamente el escote de su camisa: primero apareció la línea entre sus pechos, luego los bordes de su sostén de encaje negro.
−¿Crees que soy fea? –preguntó ella.
−No, no, para nada –se apresuró a decir Luis; su corazón empezaba a latir cada vez más desbocado.
−¿En serio?
−Sí, es verdad. Lo juro.
            Mónica le sonrió y llevó su mano desocupada hasta la bragueta del pantalón de Luis.
            −¿Te gustaría probármelo?
            −¿Qué cosa?
            −¿Que soy bonita?
Luis miró cómo la mano de la mujer meneaba su aparato por sobre sus jeans sin saber qué hacer. Pensó en largarse de ahí; incluso no le importaba si la mujer le pagaba o no, aunque en ello tuviera que poner aún más dinero del que ganaba en un día. Pero recordó la posible cámara indiscreta que podía estar grabándolo desde quién sabía dónde. No quería quedar como un imbécil frente a un país entero.
−¿Cómo podría demostrarte que eres bonita? –dijo con un hilo de voz.
Mónica lo miraba a los ojos, sonriendo. Acto seguido, llevó su mirada hasta el entrepiernas de Luis por un breve segundo.
−Creo que ya lo estás demostrando –dijo divertida.
El repartidor sentía su pene duro como una piedra bajo la mano de la mujer; seguramente se refería a eso.
−Te daré una recompensa por ello –agregó ésta, vaciando su copa antes de dejarla sobre la mesa de vidrio y agacharse frente a Luis−. Sólo disfruta.
En menos de un minuto, Mónica ya tenía el pene del muchacho dentro de su boca. Luis apretaba la superficie del sillón con sus dedos, intentando no correrse de inmediato. Pensó en un gato muerto, en la horrible mujer que aparecía en el matinal de la mañana, hasta que por fin sintió que las ganas de acabar en la boca de la mujer se detenían por un momento.
−Lo tienes rico –comentó Mónica, sonriéndole mientras chorreaba saliva sobre las piernas del repartidor.
El aludido no replicó nada.
Mónica le mostró los dientes y desabrochó los últimos botones de su camisa, se quitó su corta falda y sus delgados calzones –también de encaje negro− y se posicionó sobre el pene de éste.
−¡Oh, qué rico, hijo de puta! –gritó al tenerlo dentro, arrugando la cara como si hubiera chupado un limón−. ¡Qué rico, mierda!
Luis también sentía algo parecido, pero el temor a fallar justamente en aquél momento hizo que se concentrara todavía más en la imagen de la espantosa mujer que conducía el matinal de la mañana.
Mónica se quitó el sostén con un ágil movimiento y se cernió aún más sobre el reponedor, quedando ambos cara a cara. Sus caderas se movían con una soltura propia de una deportista, sus senos se bamboleaban siempre firmes a cada movimiento. Luis apretó sus labios, conteniendo al máximo su respiración.
−¡Oh, qué rico tu pene, mierda! –exclamó la mujer, saltando cada vez más rápido sobre el repartidor, produciendo un constante sonido de cachetadas a cada golpe−. ¡Oh, hijo de perra!
Con todo lo que sucedía (con las tetas de la mujer encima, viendo su delgado estómago con el ombligo perforado y sus caderas moviéndose de atrás hacia adelante como un animal), Luis fue siendo irreversiblemente consciente de la buena suerte que tenía al respecto; porque hasta lo que él sabía, a ninguno de sus amigos, los mismos que se burlaban de su vida de mierda y su casi nula vida sexual, les había tocado algo como lo que estaba viviendo. Entonces se fijó en los pezones de la mujer, pequeños y puntudos a pesar de coronar senos mucho más grandes que la media de la mujer chilena, y en lo placentero que era tener el pene dentro de su vagina, apretada y húmeda.
−¡Me voy, me voy, me voy! –empezó a gritar la mujer sufriendo verdaderos espasmos, arqueando la espalda, abriendo mucho la boca. Luis tomó sus nalgas y empezó a apretarlas con energía hasta que las fuerzas de ambos estallaron dentro de Mónica. Acto seguido, se quedaron quietos por un rato sin decir nada al respecto−. ¡Eso estuvo muy bueno, Luis! –comentó finalmente, sonriendo.
−Sí; estuvo bueno.
Luis se percató que un celular llevaba mucho rato vibrando en algún punto del vestíbulo. Luis demoró otro tanto en darse cuenta que se trataba de su propio celular guardado en uno de los bolsillos de su pantalón, ahora en el suelo junto a sus pies.
−¡Debo volver al trabajo, maldición! –urgió el joven, recordando de sopetón la vida de mierda que llevaba. Los autos y la vida nocturna afuera parecieron haber vuelto a su ir y venir de siempre. Luis había estado tan concentrado tratando de no correrse antes de tiempo, que ni siquiera había reparado en que se hallaba en un cuarto piso con vista a todo el centro de la ciudad−. ¡Me deben estar llamando para que vuelva!
−¿No puedes quedarte un rato más? –quiso saber Mónica sin quitarse de encima.
−No puedo, lo siento.
−Es catorce de Febrero y no tengo a nadie con quien estar. ¿No podrías quedarte un rato conmigo? ¡Hay pizza para comer!
−No, lo siento.
Como Luis hizo el ademán de levantarse, la mujer se quitó con un suave movimiento, dejando su pene fláccido y mojado como un gusano sobre sus testículos. Lo quedó mirando mientras éste volvía a ponerse sus pantalones.
−Lo siento de veras, Mónica.
−Ya, no importa. Podemos hacerlo otro día.
−¡Claro, cómo no!     
Luis caminó hasta la puerta del departamento seguido por Mónica, aún desnuda.
−Ya sabes: puedes llamar a la pizzería y preguntar por mí –dijo el repartidor, sonriendo un poco nervioso−. Ya sabes mi nombre.
−Sí, Luis –La mujer parecía un poco frustrada.
−Lo siento, Mónica. De veras –dijo Luis antes de abrir la puerta y salir por ella.
No fue hasta que Luis llegó al mismo ascensor que lo había llevado al piso en el que se encontraba que comenzó a reírse como un verdadero lunático. ¡Ya sabrían los muy malditos de sus amigos en qué clase de asuntos andaba metido! Se despidió del guardia haciendo un alegre gesto con la mano y volvió hasta su moto estacionada. Al subirse a ella intentó ubicar el departamento de Mónica, pero vio sólo repeticiones de terrazas que terminaron por confundirlo y hacerlo desistir de su objetivo.
Sintiendo el vibrar de su celular dentro de su bolsillo (desesperado, urgido), Luis encendió su moto y se dirigió lo más rápido que pudo a la pizzería donde seguramente su jefe le estaría esperando para regañarlo y descontarle parte de su sueldo como siempre lo hacía con todos. Mas si alguien hubiera visto su expresión tras el casco, con toda probabilidad creería que tenía frente a sus ojos al tipo más feliz del mundo.
Entonces los días sucedieron uno tras otro y Luis no volvió a saber más de la morena ojos verdes que lo había recibido en su departamento. A veces, por las noches, tenía fe de que volviera a hacer un pedido como pretexto para repetir lo de aquella noche, pero el lunes se volvió martes, el martes miércoles, y el miércoles jueves, el mismo jueves en que mientras compraba un cigarro suelto en el kiosco cerca de su casa por la mañana, se detuvo a ver los titulares de los diarios para descubrir una extraña noticia que le inquietó sobremanera. Sacó un par de monedas de su bolsillo para pagarlo y se lo llevó a la banca más cercana para revisarlo mientras terminaba su cigarro.
Luis no vio la cara de Natalia Valdivia –ese era el verdadero nombre de Mónica− hasta que llegó a la página 10 del diario. Ahí salía ella con sus rizos oscuros y sus bonitos ojos verdes, sonriendo como la primera vez que la había visto por el resquicio de la entrada de su departamento, en una foto tomada a principio de año por una de sus amigas con la que había compartido sus vacaciones. Ésta misma declaraba en el artículo que nunca había sospechado nada respecto a Natalia, no, de ella nada, era una mujer buena y dedicada, soltera y todo lo demás, pero que nadie hubiera esperado que terminara suicidándose en su propio departamento.
“Pobre −decía su amiga en una parte del artículo−, quién hubiera pensado que tenía Sida y que eso iba a hacer que tomara tan mala decisión al respecto, sabiendo que hoy en día hay muchas maneras de tratar la enfermedad como cualquier otra”.
Resulta que Natalia se había quitado la vida llenándose el estómago de pastillas para dormir. La encontraron a los días después desnuda en el vestíbulo de su departamento con una pizza familiar a medio comer, una copa vacía (marcada con su lápiz labial) y una botella sin alcohol abierta frente a ella gracias a que su vecina alegaba que desde ahí le llegaba un olor muy parecido al de la muerte y la descomposición. La Policía de Investigaciones se encargaba ahora de las pesquisas correspondientes para determinar quién había bebido de la botella de cerveza sin alcohol casi llena sobre la mesa, y si habían indicios de violación o algún tipo de agresión hacia la víctima capaz de indicar si…
Luis dejó de leer en ese mismo momento: había estado tan enfrascado devorando el artículo, que no se dio cuenta que el cigarro que sostenía entre sus dedos se había extinguido hasta el extremo de llegar a quemarle sus falanges.

Cuento #57: "Bill Murray"



Un día Roberto se percató que muchas veces, cuando Bill Murray despertaba, lo hacía confuso, ladrando con todas sus energías como si estuviera muerto de miedo. Había leído en un artículo científico que los perros tenían dos tipos de sueños: los buenos y los malos, y que su clasificación derivaba del comportamiento que estos tenían mientras dormían; si el perro se revolvía inquieto, es que era uno malo; si movía sus patas como andando por un prado, es que era todo lo contrario. Sin embargo los ladridos de Bill Murray fueron aumentando en intensidad y cantidad a medida que fueron pasando sus años perro, y Roberto sentía que no podía dejar que las cosas siguieran así, con su amigo animal despertando asustado de muerte cada vez que dormía. Por eso lo llevó con urgencia donde un par de amigos veterinarios, quienes le explicaron algo relacionado con el Movimiento Repentino del Ojo y que los perros, por lo general, padecen de los mismas patologías del sueño que un ser humano; pero más allá de eso, no hubo solución alguna.
            Hasta que un día, un amigo recién llegado de Europa, le habló de un nuevo artículo ideado para la comunicación con los perros.
            −Es un bozal que traduce sus ladridos a palabras humanas.
            −Me estai’ mintiendo, ¿cierto?
            Su amigo negó con la cabeza, divertido.
            −Sabía que no me ibai’ a creer –Entonces abrió su bolso y sacó de su interior el aparato en cuestión: venía en una amplia caja llena de fotos de perros felices y un instructivo preliminar en alemán; Roberto no entendió nada−. Usar esta cosa es fácil, en serio –continuó el hombre, extrayendo el bozal de la caja; era negro, tenía unos ganchos para amoldar su tamaño a la mandíbula del animal y unos diales para seleccionar el idioma a traducir y el nivel del volumen−. Lo colocai’ en el hocico del perro y listo; después ajustai’ el idioma con esta perilla y apretai’ el botón de encendido.
            −¿Solo eso?
            −Solo eso.
            Roberto dejó escapar un silbido.
            −¿Cuánto te costó? –preguntó después.
            −Digamos que es un regalo de cumpleaño’ atrasado.
            Roberto sonrió; luego insistió:
            −Na’, en serio; ¿cuánto te salió?
            −Déjalo como un regalo, en serio –dijo su amigo acomodándose en el sillón de su casa. Luego inclinó su vaso de whiskey y tomó un sorbo−. Creo que el pobre de Bill Murray y tú se lo merecen.
            −Puede ser –resopló Roberto antes de sentarse y comenzar a ojear las instrucciones en alemán; le dio un sorbo a su vodka con agua tónica−. Puede ser.
            Como esa noche llegó a casa muy pasada la madrugada y sin ánimos de hacer nada más que dormir, decidió probar el aparato apenas despertara al día siguiente; entonces fue a la cocina a tomar un poco de agua (escuchando los ladridos de Bill Murray en el patio), se desvistió lanzando su ropa por todos lados y se arrebujó entre sus sábanas mareado y con la boca horriblemente pastosa.
            Al otro día, y sin recordar nada de lo que acababa de soñar, se dirigió al baño con cierta urgencia para orinar, tomar agua y lavarse la cara; fue ahí que se acordó del bozal traductor y todo lo que le había dicho su amigo. Tiró la cadena de un manotazo, encontró la caja con el aparato en cuestión encima de la mesa y salió al patio lleno de curiosidad. Dentro de su casa de madera, como era costumbre, se encontraba su perro durmiendo profundamente; Roberto lo contempló un rato y se acercó a él dejando sus pantuflas (y su siseo al friccionar contra el piso) de lado para no despertarlo; le echó comida a sus pocillos vacíos, botó lo poco de agua que quedaba en su bebedero sobre las plantas y volvió a llenarlo con agua filtrada.
            Para cuando se disponía a ordenar las toallas colgadas del tendedero tratando de ganar algo de tiempo, Roberto oyó que su perro se estaba moviendo dentro de su casa de manera muy inquieta, sufriendo otro de sus extraños y frecuentes ataques. Roberto abrió la caja del bozal y lo sacó para manejar sus perillas y dejarlo todo listo para cuando Bill Murray despertara; lo quedó mirando por un rato, esperando a que su cuerpo dejara de temblar como lo hacía; luego pensó en lo mucho que se parecían los perros a los humanos y sintió una inexplicable oleada de afecto hacia su mascota.
            Cuando Bill Murray despertó confundido y turbado, lo primero que vio fue a Roberto cerniéndose sobre él. Entonces comenzó a ladrar.
            −Tranquilo, Bill, ya pasó –le dijo éste mientras le acariciaba la cabeza; acto seguido le puso el bozal encima, ajustándolo a su medida, y lo encendió−. Tranquilo, no te hará nada.
            Bill Murray volvió a ladrar con fuerza y el aparato en su hocico lanzó un ruido parecido al de la estática de las radios; al cabo de dos segundos, una voz grave y cálida salió de los diminutos parlantes que tenía en la zona del cuello diciendo:
            Erto, erto, lo he soñado de nuevo –con un marcado acento extranjero y carente de toda expresión.
            Roberto se sintió enormemente maravillado: no podía creer que su perro estuviera contándole algo tan personal como que había vuelto a soñar con lo mismo de siempre; su corazón dio un brinco de felicidad y ansiedad: deseaba saber cuánto antes qué era lo que le afectaba desde hacía tanto tiempo.
            −¿Qué has soñado de nuevo, Bill?
            El perro volvió a ladrar como respuesta; Roberto notó que sus ojos estaban llenos de miedo.
            El bozal lanzó entonces:
            Era humano, caminaba en mis dos patas.
            −Vaya… −susurró Roberto, anonadado; se sentía como un astronauta mirando por primera vez la Tierra desde el espacio.
                Bill Murray siguió ladrando y el aparato transmitiendo.
            Me miré al espejo y barba, ojos, dientes chicos. Una cosa vibraba y salía números. Luego temblor, todo se caía. Corrí afuera y el cielo estaba sin sol. ¡Miedo, mucho miedo!
            −¿Miedo?
            El perro continuó ladrando.
            El cielo se abrió y todo se puso como el sol. Una explosión, todo fuego, todos muertos.
            Roberto sintió un escalofrío por culpa de la revelación que acababa de escuchar y la forma en que el traductor pronunciaba cada una de las palabras que salían por él: jamás habría imaginado que un perro pudiera soñar con cosas tan raras y nefastas como esas; ahora podía entender mejor por qué Bill siempre despertaba asustado hasta la médula.
            Pero eso no fue todo: el perro volvió a ladrar y el bozal a hacer su trabajo.
            Nos vamos a morir, Erto, morir, morir.
            −Ya, Bill, eso no va a pasar, tranquilo –le dijo su dueño tragando saliva nerviosamente; le acarició el lomo con ternura−. No va a pasar nada de…
            Morir, morir, morir, morir, morir, morir –comenzó a ladrar el perro con demencial energía; Roberto entendió entonces qué querían decir todos sus desesperados y frecuentes ladridos después de despertar: anunciaban muerte, sueños llenos de ella, una secuencia que se venía repitiendo una y otra vez por años: despertar como ser humano y presenciar el fin de todos los tiempos; era una idea descabellada aún para la mente de un humano−. Morir, morir, morir, morir, morir…
            Roberto quería callarlo, hacerle entender que eso no iba a ocurrir, pero el cielo comenzó a cambiar de color de manera rápida, vertiginosa, oscureciéndose casi por completo, y entonces no pudo no pensar en otra cosa más que en el sueño de su mascota y en lo mucho que le había advertido de aquél momento.