Un día Roberto se percató
que muchas veces, cuando Bill Murray
despertaba, lo hacía confuso, ladrando con todas sus energías como si estuviera
muerto de miedo. Había leído en un artículo científico que los perros tenían
dos tipos de sueños: los buenos y los malos, y que su clasificación derivaba
del comportamiento que estos tenían mientras dormían; si el perro se revolvía
inquieto, es que era uno malo; si movía sus patas como andando por un prado, es
que era todo lo contrario. Sin embargo los ladridos de Bill Murray fueron aumentando en intensidad y cantidad a medida que
fueron pasando sus años perro, y Roberto sentía que no podía dejar que las
cosas siguieran así, con su amigo animal despertando asustado de muerte cada
vez que dormía. Por eso lo llevó con urgencia donde un par de amigos
veterinarios, quienes le explicaron algo relacionado con el Movimiento
Repentino del Ojo y que los perros, por lo general, padecen de los mismas
patologías del sueño que un ser humano; pero más allá de eso, no hubo solución
alguna.
Hasta que un día, un amigo recién llegado de Europa, le habló
de un nuevo artículo ideado para la comunicación con los perros.
−Es un bozal que traduce sus ladridos a palabras humanas.
−Me estai’ mintiendo, ¿cierto?
Su amigo negó con la cabeza, divertido.
−Sabía que no me ibai’ a creer –Entonces abrió su bolso y
sacó de su interior el aparato en cuestión: venía en una amplia caja llena de
fotos de perros felices y un instructivo preliminar en alemán; Roberto no
entendió nada−. Usar esta cosa es fácil, en serio –continuó el hombre,
extrayendo el bozal de la caja; era negro, tenía unos ganchos para amoldar su
tamaño a la mandíbula del animal y unos diales para seleccionar el idioma a traducir
y el nivel del volumen−. Lo colocai’ en el hocico del perro y listo; después
ajustai’ el idioma con esta perilla y apretai’ el botón de encendido.
−¿Solo eso?
−Solo eso.
Roberto dejó escapar un silbido.
−¿Cuánto te costó? –preguntó después.
−Digamos que es un regalo de cumpleaño’ atrasado.
Roberto sonrió; luego insistió:
−Na’, en serio; ¿cuánto te salió?
−Déjalo como un regalo, en serio –dijo su amigo
acomodándose en el sillón de su casa. Luego inclinó su vaso de whiskey y tomó
un sorbo−. Creo que el pobre de Bill
Murray y tú se lo merecen.
−Puede ser –resopló Roberto antes de sentarse y comenzar
a ojear las instrucciones en alemán; le dio un sorbo a su vodka con agua
tónica−. Puede ser.
Como esa noche llegó a casa muy pasada la madrugada y sin
ánimos de hacer nada más que dormir, decidió probar el aparato apenas
despertara al día siguiente; entonces fue a la cocina a tomar un poco de agua
(escuchando los ladridos de Bill Murray
en el patio), se desvistió lanzando su ropa por todos lados y se arrebujó entre
sus sábanas mareado y con la boca horriblemente pastosa.
Al otro día, y sin recordar nada de lo que acababa de
soñar, se dirigió al baño con cierta urgencia para orinar, tomar agua y lavarse
la cara; fue ahí que se acordó del bozal traductor y todo lo que le había dicho
su amigo. Tiró la cadena de un manotazo, encontró la caja con el aparato en
cuestión encima de la mesa y salió al patio lleno de curiosidad. Dentro de su
casa de madera, como era costumbre, se encontraba su perro durmiendo
profundamente; Roberto lo contempló un rato y se acercó a él dejando sus
pantuflas (y su siseo al friccionar contra el piso) de lado para no
despertarlo; le echó comida a sus pocillos vacíos, botó lo poco de agua que
quedaba en su bebedero sobre las plantas y volvió a llenarlo con agua filtrada.
Para cuando se disponía a ordenar las toallas colgadas
del tendedero tratando de ganar algo de tiempo, Roberto oyó que su perro se
estaba moviendo dentro de su casa de manera muy inquieta, sufriendo otro de sus
extraños y frecuentes ataques. Roberto abrió la caja del bozal y lo sacó para
manejar sus perillas y dejarlo todo listo para cuando Bill Murray despertara; lo quedó mirando por un rato, esperando a que
su cuerpo dejara de temblar como lo hacía; luego pensó en lo mucho que se
parecían los perros a los humanos y sintió una inexplicable oleada de afecto
hacia su mascota.
Cuando Bill Murray
despertó confundido y turbado, lo primero que vio fue a Roberto cerniéndose
sobre él. Entonces comenzó a ladrar.
−Tranquilo, Bill,
ya pasó –le dijo éste mientras le acariciaba la cabeza; acto seguido le puso el
bozal encima, ajustándolo a su medida, y lo encendió−. Tranquilo, no te hará
nada.
Bill Murray volvió
a ladrar con fuerza y el aparato en su hocico lanzó un ruido parecido al de la
estática de las radios; al cabo de dos segundos, una voz grave y cálida salió
de los diminutos parlantes que tenía en la zona del cuello diciendo:
−Erto, erto, lo he
soñado de nuevo –con un marcado acento extranjero y carente de toda
expresión.
Roberto se sintió enormemente maravillado: no podía creer
que su perro estuviera contándole algo tan personal como que había vuelto a
soñar con lo mismo de siempre; su corazón dio un brinco de felicidad y
ansiedad: deseaba saber cuánto antes qué era lo que le afectaba desde hacía
tanto tiempo.
−¿Qué has soñado de nuevo, Bill?
El perro volvió a ladrar como respuesta; Roberto notó que
sus ojos estaban llenos de miedo.
El bozal lanzó entonces:
−Era humano, caminaba en mis dos patas.
−Vaya… −susurró Roberto, anonadado; se sentía como un astronauta
mirando por primera vez la Tierra desde el espacio.
Bill Murray siguió ladrando y el aparato
transmitiendo.
−Me miré al espejo
y barba, ojos, dientes chicos. Una cosa vibraba y salía números. Luego temblor,
todo se caía. Corrí afuera y el cielo estaba sin sol. ¡Miedo, mucho miedo!
−¿Miedo?
El perro continuó ladrando.
−El cielo se abrió
y todo se puso como el sol. Una explosión, todo fuego, todos muertos.
Roberto sintió un escalofrío por culpa de la revelación
que acababa de escuchar y la forma en que el traductor pronunciaba cada una de
las palabras que salían por él: jamás habría imaginado que un perro pudiera
soñar con cosas tan raras y nefastas como esas; ahora podía entender mejor por
qué Bill siempre despertaba asustado
hasta la médula.
Pero eso no fue todo: el perro volvió a ladrar y el bozal
a hacer su trabajo.
−Nos vamos a morir,
Erto, morir, morir.
−Ya, Bill, eso
no va a pasar, tranquilo –le dijo su dueño tragando saliva nerviosamente; le
acarició el lomo con ternura−. No va a pasar nada de…
−Morir, morir,
morir, morir, morir, morir –comenzó a ladrar el perro con demencial
energía; Roberto entendió entonces qué querían decir todos sus desesperados y
frecuentes ladridos después de despertar: anunciaban muerte, sueños llenos de
ella, una secuencia que se venía repitiendo una y otra vez por años: despertar
como ser humano y presenciar el fin de todos los tiempos; era una idea
descabellada aún para la mente de un humano−. Morir, morir, morir, morir, morir…
Roberto quería callarlo, hacerle
entender que eso no iba a ocurrir, pero el cielo comenzó a cambiar de color de
manera rápida, vertiginosa, oscureciéndose casi por completo, y entonces no
pudo no pensar en otra cosa más que en el sueño de su mascota y en lo mucho que
le había advertido de aquél momento.