Historia #257: Los capuchas


El otro día me pasó un hecho digno de ser narrado: resulta que a eso de las diez y media de la noche, un rato después de que la prepotencia y la violencia de los pacos parara, compré unas chelas en la botillería de la avenida y me fui a sentar cerca de unos capuchas en la cuneta, tomando vino en caja y escuchando trap a todo ritmo. Yo los había visto pelear toda la tarde, y tanto los hombres como las mujeres no debían superar los veinte años de edad (de hecho, ahora que lo pienso, parecían más escolares que universitarios).
            El asunto fue que un hombre de unos cincuenta años, asiduo a las protestas y conocido por sus aguardentosos comentarios sobre qué hacer con los pacos (“¡por qué nadie pesca a un paco y lo mata, si es tan re fácil!”, entre otros de la misma índole), se acercó a ellos trastrabillando por los efectos del copete. El hombre se paró frente a ellos y les gritó: “¡cambien esa güeá de música, es una mierda! La revolución se hace con Víctor Jara, Quilapayún, Sol y lluvia, no con esas güeás”, haciendo los imaginables gestos con las manos y la cara.
            Los capuchas ni siquiera se calentaron la cabeza con el viejo (es muy recurrente ver a este tipo de gente dando jugo en las protestas), por lo que siguieron tomando y echando la talla, mientras los autos tocaban la bocina y evadían la barricada a unos cuantos metros más allá.
Pero éste insistió tanto, que uno de los capuchas se levantó y le dio cara. Yo cacho que el viejo se meó ahí mismo, porque el capucha medía unos dos metros, se puso frente a él, todo choro, y le dijo de una: “viejo culiao, yo siempre lo veo hablando güeás, pero nunca lo veo pescar una piedra y tirársela a los pacos. Déjese de hablar güeás; esa música que le gusta ya pasó. Esta güeá es del pueblo: nosotros no tenemos partido ni esa’ güeás. No estamo’ ni ahí”.
            Varios escucharon la respuesta (en ese momento algunos prendían velas en una suerte de santuario que hicieron los manifestantes en honor a los muertos, torturados y desaparecidos por las fuerzas de la seguridad pública desde que empezó todo esto), y nadie dijo nada. Podría haber sido que los amigos capuchas del capucha se rieran o empezaran a insultar al viejo tan poco recurrente, pero ninguno de ellos dijo ni hizo nada; era como si con la mirada le dijeran: “es verdad lo que dice el amigo, viejo conchetumare, así que ándate mejor, culiao perkin, si no querí’ que te saquemo’ la chucha”, secundando la idea del que le respondió.
            El viejo, obviamente, quedó destrozado, y ante el hecho de verse disminuido y humillado por unos pendejos que debían ser más chicos que su hijo más chico (¡por Dios que pienso en la persona que haya tenido que tolerar a este sujeto por tanto tiempo a su lado!), y se fue para volver al día siguiente para seguir hablando güeás y hacer olímpicos gestos para evitar mojarse el potito a la hora de la verdad.
            El capucha volvió a la cuneta, mientras Bad Bunny hablaba sobre una casual rociada de semen sobre la cara de una chica con la que de seguro se había involucrado sexualmente, y siguió tomando vino de la caja con sus amigos. No recuerdo muy bien si lo felicitaron o algo así, pero la verdad es que para ellos la respuesta del capucha fue tan natural como para nosotros es vincular, de una u otra manera, la figura de ciertos personajes históricos a un ideal más libertario y decantado en la igualdad de clases que la de muchos otros, digamos, más fascistas, vinculando a ciertos hombres y mujeres con los ideales populares de este momento que vivimos a diario. Con esto no me refiero que se deba dejar de lado una lucha inconclusa, mantenida en silencio por ya casi treinta años, y olvidar a grandes artistas de un pensamiento digno de emular como ciudadanos de un nuevo y mejor país; sin embargo, en palabras más simples: lo nuevo es nuevo, y así como no tiene una cara visible (un enemigo real contra el cual actuar, según el presidente), este movimiento tampoco tiene un color ni un amigo en las altas esferas de la realidad política.
Las nuevas generaciones, a pesar de todo el pronóstico funesto que tenía de ellos antes que estallara el movimiento social, la tienen súper clara: no le creerán a nadie hasta que consigan lo que quieren: que suban los sueldos, que la plata se reparta mejor, borrar del mapa a todas las AFPs, que los políticos corruptos paguen todas las vidas que han quitado con el fin de beneficiar sus bolsillos, una nueva Constitución, etcétera. Son los mismos que han visto cometer errores a los más viejos y se sienten atormentados por una inevitable vida de mierda que se les viene encima sólo por ser parte de un sistema indigno; pero ellos en vez de quedarse de brazos cruzados y esperar a que alguien les de alguna migaja con la cual sentirse queridos y ajusticiados, tomaron las riendas del asunto y nos demostraron que, a la manera nueva y nuestra de ver la vida (sin hijos, sin responsabilidades arcaicas impuestas por unos vejestorios, por ejemplo), no tendría por qué haber miedo: en un mundo en que sabemos que lo vamos a perder todo no importando qué hagamos (trabajar en más de un trabajo para poder pagar las cuentas a final de mes, o competir incansablemente para poder tener el sustento), el arriesgarse un poco para por fin darle vuelta la mano a los hijos de puta que nos tienen viviendo horrible y miserablemente desde hace épocas, lo vale. No es tan difícil de entender, ¿no?
            Por eso digo que las nuevas generaciones la tienen más que clara: quieren algo y están seguros que lo conseguirán (el lema patrio reza “por la razón o la fuerza”, ¿no?), no importa el costo. Escuchan la música que les gusta, se manifiestan de la mejor manera que pueden (es lógico que la violencia sea el único camino después de haber visto a sus papás o hermanos mayores haciendo el ridículo en genkidamas por la educación o bailando Thriller para intentar salvar el planeta), y no están ni ahí con los héroes de los viejos: para ellos son todos lo mismo, tanto los malhechores como los cómplices (ya saben de qué partidos políticos hablo). Por eso nada de comunismo ni nada de fascismo. Al parecer su paleta de colores es más abierta que la nuestra: como los pájaros, ven mejor la realidad que, por ejemplo, los perros con su visión en escala de grises. Depende de nosotros elegir el animal correcto y su instintivo paradigma, por supuesto.