El otro día me pasó un hecho
digno de ser narrado: resulta que a eso de las diez y media de la noche, un
rato después de que la prepotencia y la violencia de los pacos parara, compré
unas chelas en la botillería de la avenida y me fui a sentar cerca de unos capuchas
en la cuneta, tomando vino en caja y escuchando trap a todo ritmo. Yo los había
visto pelear toda la tarde, y tanto los hombres como las mujeres no debían
superar los veinte años de edad (de hecho, ahora que lo pienso, parecían más escolares
que universitarios).
El
asunto fue que un hombre de unos cincuenta años, asiduo a las protestas y
conocido por sus aguardentosos comentarios sobre qué hacer con los pacos (“¡por
qué nadie pesca a un paco y lo mata, si es tan re fácil!”, entre otros de la
misma índole), se acercó a ellos trastrabillando por los efectos del copete. El
hombre se paró frente a ellos y les gritó: “¡cambien esa güeá de música, es una
mierda! La revolución se hace con Víctor Jara, Quilapayún, Sol y lluvia, no con
esas güeás”, haciendo los imaginables gestos con las manos y la cara.
Los
capuchas ni siquiera se calentaron la cabeza con el viejo (es muy recurrente
ver a este tipo de gente dando jugo en las protestas), por lo que siguieron
tomando y echando la talla, mientras los autos tocaban la bocina y evadían la
barricada a unos cuantos metros más allá.
Pero éste insistió tanto,
que uno de los capuchas se levantó y le dio cara. Yo cacho que el viejo se meó
ahí mismo, porque el capucha medía unos dos metros, se puso frente a él, todo
choro, y le dijo de una: “viejo culiao, yo siempre lo veo hablando güeás, pero
nunca lo veo pescar una piedra y tirársela a los pacos. Déjese de hablar güeás;
esa música que le gusta ya pasó. Esta güeá es del pueblo: nosotros no tenemos
partido ni esa’ güeás. No estamo’ ni ahí”.
Varios
escucharon la respuesta (en ese momento algunos prendían velas en una suerte de
santuario que hicieron los manifestantes en honor a los muertos, torturados y
desaparecidos por las fuerzas de la seguridad pública desde que empezó todo
esto), y nadie dijo nada. Podría haber sido que los amigos capuchas del capucha
se rieran o empezaran a insultar al viejo tan poco recurrente, pero ninguno de
ellos dijo ni hizo nada; era como si con la mirada le dijeran: “es verdad lo
que dice el amigo, viejo conchetumare, así que ándate mejor, culiao perkin, si
no querí’ que te saquemo’ la chucha”, secundando la idea del que le respondió.
El
viejo, obviamente, quedó destrozado, y ante el hecho de verse disminuido y
humillado por unos pendejos que debían ser más chicos que su hijo más chico (¡por
Dios que pienso en la persona que haya tenido que tolerar a este sujeto por
tanto tiempo a su lado!), y se fue para volver al día siguiente para seguir
hablando güeás y hacer olímpicos gestos para evitar mojarse el potito a la hora
de la verdad.
El
capucha volvió a la cuneta, mientras Bad Bunny hablaba sobre una casual rociada
de semen sobre la cara de una chica con la que de seguro se había involucrado
sexualmente, y siguió tomando vino de la caja con sus amigos. No recuerdo muy
bien si lo felicitaron o algo así, pero la verdad es que para ellos la respuesta
del capucha fue tan natural como para nosotros es vincular, de una u otra
manera, la figura de ciertos personajes históricos a un ideal más libertario y
decantado en la igualdad de clases que la de muchos otros, digamos, más fascistas,
vinculando a ciertos hombres y mujeres con los ideales populares de este
momento que vivimos a diario. Con esto no me refiero que se deba dejar de lado
una lucha inconclusa, mantenida en silencio por ya casi treinta años, y olvidar
a grandes artistas de un pensamiento digno de emular como ciudadanos de un
nuevo y mejor país; sin embargo, en palabras más simples: lo nuevo es nuevo, y
así como no tiene una cara visible (un enemigo real contra el cual actuar,
según el presidente), este movimiento tampoco tiene un color ni un amigo en las
altas esferas de la realidad política.
Las nuevas generaciones,
a pesar de todo el pronóstico funesto que tenía de ellos antes que estallara el
movimiento social, la tienen súper clara: no le creerán a nadie hasta que consigan
lo que quieren: que suban los sueldos, que la plata se reparta mejor, borrar
del mapa a todas las AFPs, que los políticos corruptos paguen todas las vidas
que han quitado con el fin de beneficiar sus bolsillos, una nueva Constitución,
etcétera. Son los mismos que han visto cometer errores a los más viejos y se
sienten atormentados por una inevitable vida de mierda que se les viene encima
sólo por ser parte de un sistema indigno; pero ellos en vez de quedarse de
brazos cruzados y esperar a que alguien les de alguna migaja con la cual
sentirse queridos y ajusticiados, tomaron las riendas del asunto y nos
demostraron que, a la manera nueva y nuestra de ver la vida (sin hijos, sin responsabilidades
arcaicas impuestas por unos vejestorios, por ejemplo), no tendría por qué haber
miedo: en un mundo en que sabemos que lo vamos a perder todo no importando qué
hagamos (trabajar en más de un trabajo para poder pagar las cuentas a final de
mes, o competir incansablemente para poder tener el sustento), el arriesgarse
un poco para por fin darle vuelta la mano a los hijos de puta que nos tienen
viviendo horrible y miserablemente desde hace épocas, lo vale. No es tan
difícil de entender, ¿no?
Por
eso digo que las nuevas generaciones la tienen más que clara: quieren algo y
están seguros que lo conseguirán (el lema patrio reza “por la razón o la fuerza”,
¿no?), no importa el costo. Escuchan la música que les gusta, se manifiestan de
la mejor manera que pueden (es lógico que la violencia sea el único camino
después de haber visto a sus papás o hermanos mayores haciendo el ridículo en
genkidamas por la educación o bailando Thriller
para intentar salvar el planeta), y no están ni ahí con los héroes de los
viejos: para ellos son todos lo mismo, tanto los malhechores como los cómplices
(ya saben de qué partidos políticos hablo). Por eso nada de comunismo ni nada
de fascismo. Al parecer su paleta de colores es más abierta que la nuestra:
como los pájaros, ven mejor la realidad que, por ejemplo, los perros con su visión
en escala de grises. Depende de nosotros elegir el animal correcto y su instintivo
paradigma, por supuesto.