Esteban miró su reloj de pulsera por novena vez en treinta minutos.
−¿Me vas a decir por
qué miras tanto la hora? –le preguntó su madre sin dejar de masticar mientras
hablaba.
−Por nada –mintió
Esteban, volviendo la atención hacia su plato de arroz con pollo asado mientras
uno de sus tíos borrachos pedía hacer un brindis por la familia sosteniendo una
lata de cerveza; entonces todos aplaudieron y la música ranchera volvió a
inundar la parcela con su ritmo enfermizo. Esteban quería marcharse de ahí
cuanto antes.
−¿Vas a querer
ensalada? –le volvió a preguntar su mamá, señalándole la bandeja llena de
lechugas y algunos restos de otras verduras.
−No, gracias, mamá,
está bien así –respondió el joven, sintiendo el fuerte vibrar de su celular en
el bolsillo de su pantalón; le había llegado un mensaje de Andrea que decía: “Mis
papás se fueron. Estoy sola. Ven”−. ¡Mierda! –exclamó sobresaltado, sin poder
evitarlo.
−Qué te pasó.
−Me pillé el dedo con
la mesa.
−Mmmm –Su mamá lo
miró con cara de: “qué idiota es mi hijo”.
Esteban volvió a leer
el mensaje recibido sin poder creer en lo dual que se había tornado su suerte: los
padres de Andrea, después de tanto aplazarlo, al fin se habían ido lejos, dejando
la casa a su total disposición por todo lo que restaba de semana; sin embargo,
él se encontraba a kilómetros de la ciudad y la casa de Andrea, celebrando una
reunión familiar donde el miembro más pequeño tenía veinte años (el cual, cómo
no, era él mismo) y nadie parecía estar en las condiciones reglamentarias como
para manejar y llevarlo de vuelta a casa. Esteban ahogó un insulto y pensó en
lo que podía hacer para salir de ahí aunque fuera lo último que hiciera.
−Mamá, creo que me
siento mal –rezongó el joven, dejando caer el tenedor a un lado del plato; un
poco más allá, tres de sus tíos se abrazaban para cantar una canción de Los
Charros de Lumaco.
−¡Eso es porque te
comes la comida fría! Mejor dile a tu tía que te haga un agua de monte, o algo
así.
Esteban buscó con la
mirada a su tía, recordando con esperanza que ella también sabía manejar; no
obstante, al observar la mesa que tenía del otro lado, se percató que se
encontraba durmiendo sobre su superficie como si estuviera inconsciente; su
mano encerraba fuertemente una botella de vino por su cuello.
−Creo que no podrá hacer mucho por mí.
−¿Cómo dices? –dijo
su mamá, metiéndose el meñique en uno de sus oídos.
−Creo que iré a
buscar algo a la cocina.
−Bueno, bueno; no
vayas a quebrar nada, ¿eh?
“Los borrachos son
ustedes, malditas perras”, pensó el joven al levantarse de su asiento, haciendo
como que sentía un gran dolor en el estómago. Al entrar a la casa de sus tíos,
fue directamente hasta el cuarto de los invitados para buscar su mochila entre
todas las demás pertenencias de sus otros familiares. Luego de meditarlo por
unos segundos, sacó dinero de las billeteras de los que más mal le caían y
trató de dejar todo lo más parecido a como estaba antes de su entrada. Miró por
la ventana de la cocina hacia las mesas donde la gente no paraba de celebrar y,
seguro de que nadie se acordaría de él hasta que ya fuera demasiado tarde,
escribió un escueto mensaje en la pizarra del refrigerador explicando que se
había ido a casa por sentirse terriblemente mal del estómago. Entonces cerró la
puerta tras de sí y se marchó por el flanco de la casa donde nadie podía verlo
salir. Para cuando llegó al paradero de la carretera, eran ya las cuatro de la
tarde y la infernal música ranchera de la fiesta familiar seguía resonando como
si los parlantes estuvieran ubicados a escasos metros suyos.
Durante los primeros
veinte minutos, Esteban se mostró positivo y paciente, evitando perder el
control cada vez que se daba cuenta que lo que veía a lo lejos no eran los
buses que necesitaba, sino furgones familiares repletos y camionetas llenas de
cajas con frutas y verduras. Pero luego de recibir un segundo mensaje de
Andrea, en el que decía expresamente que se estaba aburriendo sola en casa, el
joven creyó que quizá fuera hora de acelerar un poco las cosas. Fue por eso que
empezó a levantar el pulgar cada vez que un vehículo pasaba por su lado; pensó
en mostrar los billetes robados para hacer que los conductores se fijaran de
inmediato en él, pero tras reflexionar sobre la cantidad de asaltantes y
cuatreros que vivían cerca del sector, optó por creer que aquello tal vez no
fuera la mejor de las ideas.
Transcurrieron
alrededor de veinte minutos más, cuando por fin una camioneta vieja se detuvo
en el arcén unos cuantos metros más allá.
−¿A dónde vas? –le
preguntó el chofer, un anciano de unos sesenta años. Le faltaban casi todos sus
dientes, su piel parecía estar hecha de pergaminos y el interior de su
camioneta, horriblemente ornamentada, olía a empanada de pino.
−A la ciudad –dijo Esteban,
ansioso.
−Mmmm; creo que este
no es tu día: llego hasta el pueblo que está antes, nada más…
−Pero le puedo pagar
–Esteban sacó los primeros cuatro billetes azules que encontró en su bolsillo−.
Mire, son de verdad.
−Vaya, vaya –El
anciano lo meditó por un breve momento, mirando los billetes con la avidez de
un hambriento−. Sube, muchacho, hagámoslo rápido.
Esteban aguantó la
respiración y se subió a la camioneta del hombre, contento de estar por fin
rumbo a la casa de Andrea.
Al principio el anciano
se mostró un poco esquivo, concentrándose sólo en el camino que tenía al
frente; sin embargo, cuando ya habían avanzado un cuarto del trayecto total, el
hombre empezó a hacerle preguntas a Esteban sobre su vida personal.
−¿Qué estudias?
−Ingeniería.
−¿Ingeniería en qué?
−En informática.
−¿Te falta mucho para
terminar?
−Un poco; éste es mi
segundo año.
−Yo tengo un hijo que
también estudió lo mismo que tú; pero el muy vago se dedicó a tocar la guitarra
y bueno, se fue…
Entonces Esteban
comenzó a concentrarse en el paisaje que los rodeaba, tratando de cerrarse a
las palabras del desdentado viejo que lo llevaba; se imaginó a Andrea desnuda,
sola en casa, masturbándose mientras lo esperaba, tocándose los pezones,
lamiendo sus dedos para luego…
−¡Malditos pacos!
–exclamó el hombre, frenando fuertemente; Esteban, de no haber sido por que llevaba
puesto su cinturón de seguridad, probablemente hubiera perdido una buena
cantidad de dientes contra el salpicadero de la camioneta.
−¡¿Qué pasó?! –quiso
saber el joven, con el corazón en la garganta. Frente a ellos, por el carril de
la carretera que les correspondía, se extendía una gran fila de vehículos;
Esteban pudo reconocer entre ellos algunos de los que no le habían querido
parar cuando estuvo esperando en el paradero.
−No lo sé; pero no
están dejando pasar a nadie.
−A lo mejor fue un
atropello, o algo así –aventuró el joven.
−Entonces hay que
esperar a que llegue la ambulancia.
−¿Y eso va a demorar
mucho? –Esteban sintió un nuevo vacío en su estómago.
−Conociendo cómo
funcionan las cosas acá, me temo que sí.
Esteban estuvo a
punto de soltar un grito de rabia mezclada con frustración. No podía creer su
mala suerte.
−¿Señor?
−Sí, dime, muchacho.
−¿Usted conoce algún
atajo que nos saque rápido de aquí?
El anciano se mantuvo
en silencio mirando la larga fila de vehículos.
−Sólo si agregas un
par de billetes más a mi paga –dijo, sin quitar la vista del frente.
Esteban no lo
entendió muy bien en un principio; pero luego de encontrarle sentido a las
palabras, sintió que una ira repentina estaba a punto de dominarlo. Entonces
contó mentalmente hasta tres y revisó su bolsillo, sacando de él los dos
billetes pedidos por el hombre. Eran los dos últimos que le quedaban.
−Aquí están.
−Gracias –dijo el
anciano, sonriendo mientras revisaba ambos billetes a contraluz−. Bien, vamos.
El anciano sacó el
freno de mano y viró inmediatamente hacia la derecha, devolviéndose unos
cuantos metros manejando por el arcén hasta que apareció un escondido pasaje
entre frondosos árboles a su izquierda. Nadie más parecía saber de ése atajo.
−¿Es seguro?; me
refiero a este camino.
−Tranquilo, chico,
tranquilo.
La camioneta avanzó
por entre destartaladas casas, levantando grandes cantidades de tierra y polvo;
si no fuera porque la gran mayoría de sus dueños se encontraban afuera tomando
el sol, haciendo nada productivo, Esteban hubiera pensado que se encontraban
totalmente abandonadas a su suerte. Al cabo de unos diez minutos, el camino
torció a la izquierda, tornándose más sinuoso que antes. La camioneta saltaba
para todos lados, haciendo que la cabeza del joven golpeara constantemente
contra el marco de la puerta.
−¡¿Está seguro que es
por aquí?! –preguntó, tratando de hacerse oír por sobre el ajetreo del viaje.
−¡He vivido toda mi
vida por estos lares!
Esteban tragó saliva.
Llegó un punto,
luego, que el camino empezó a ascender de manera pronunciada por entre dos
cerros que el joven ni siquiera sabía que existían.
“Por favor, que no
nos matemos aquí, por favor”, pidió mentalmente el joven, cerrando los ojos al
tiempo que la camioneta iniciaba su ascenso. Para cuando iban a la mitad de
ésta, parecía que el vehículo ya no podía más; sin embargo, para sorpresa de
Esteban, la camioneta logró cumplir con el objetivo del anciano.
−Ya queda poco,
muchacho –dijo el viejo, riéndose desdentado: ahora conducía por un estrecho
sendero entre los dos cerros anteriores. Esteban no podía saber a qué altura de
la carretera principal iban, pero por todos los minutos recorridos, pudo
concluir que fuera de todo el anciano no mentía: quedaba poco para llegar a la
ciudad.
El hombre sorteó un
par de baches en una curva y evitó atropellar a un grupo de asustadas liebres
que corrían en dirección contraria. Cuando esquivó el tercer bache del camino,
Esteban no pudo resistirlo más y comentó:
−¿Qué es ese olor?
Huele a quemado…
Por un instante pensó
que se trataba del motor de la camioneta, quien después de todo el esfuerzo
cometido, estaba a punto de irse al carajo; no obstante, se percató que en
realidad el olor a quemado parecía estar en todos lados, no solamente dentro de
la cabina de la camioneta.
−Parece un incendio,
o una quema de pastizales.
Esteban entonces así
lo creyó: esas cosas eran frecuentes en lugares lejanos y ocultos como por el
que estaba transitando en ese instante, por lo que no dejaba de tener sentido.
Sin embargo, cuando
hubieron llegado al término del camino, notaron que algo muy malo estaba
ocurriendo en la ciudad: a lo lejos, levantándose enérgicamente contra el
cielo, habían decenas de columnas de humo negras como la noche.
El anciano se detuvo
de sopetón, mirando la escena sin poder creerlo.
−¿Qué…, qué está
pasando? –preguntó el chico, sintiendo un extraño escalofrío.
Pero el hombre no le respondió;
sólo se limitó a hacer un gesto con la cabeza y se apeó del vehículo
lentamente, dejando entrar el penetrante olor a quemado que parecía reinarlo
todo afuera.
−¡Hey, espere!
–exclamó el chico, siguiendo al anciano; para cuando sus pies volvieron a tocar
tierra firme, tuvo la imperiosa necesidad de taparse la nariz con el cuello de
su polerón: ahí todo olía a fuego, destrucción y muerte−. ¿Qué pasa, qué está…?
Cuando Esteban llegó
a la cima de la loma en que el anciano se había detenido a observar lo que
acontecía, su mandíbula se desencajó grotescamente como si estuviera haciendo
un gesto estúpido con la cara. Más allá, la ciudad en la que había nacido, en
la que vivían miles de personas, estaba siendo atacada por una sombra gigante,
del tamaño de un edificio de cuatro o cinco pisos; lo destruía todo, arrancando
pedazos de las pocas construcciones que quedaban en pie a manotazos, pateando
todo lo que estuviera a su merced sin dejar de chillar en ningún momento.
−Jesús… −murmuró el
anciano, sin poder creer nada de lo que ocurría.
Esteban miró el
escenario sintiendo un enorme vacío en el estómago: por cómo estaban destruidas
las cosas, dedujo que la sombra gigante había aparecido por la costa, probablemente
desde el mar, iniciando ahí su camino de desastre hacia el centro de la ciudad,
donde se encontraba en ese preciso instante devastándolo todo.
El aire traía consigo
gritos de desesperación, dolor y ecos de distintas detonaciones producidas por
armas de fuego; algunas personas, después de todo, parecían estar haciéndole
frente a lo inexplicable.
−La bestia… −volvió a
farfullar el anciano, sin despegar la vista de la gran sombra−. La bestia
avanza hacia…
−…el valle –terminó
Esteban. Y así era: la sombra seguía un camino único, siempre en dirección
hacia el valle del que venía, siguiendo la ruta principal que todos conocían y
utilizaban.
Entonces volvió a
mirar hacia la costa, totalmente desesperanzado: todos los departamentos
levantados en aquél sector se hallaban caídos, humeando, pisoteados por la gran
sombra que lo aniquilaba todo a su paso. Con gran pesar, advirtió que uno de
aquellos edificios era en el que vivía Andrea, Andrea con sus gafas de montura
gruesa, su piel blanca, sola en casa porque sus padres por fin habían decidido
realizar el viaje que llevaban tanto tiempo planeando.
Esteban, sin poder
aguantarlo más, se derrumbó hasta quedar apoyado sobre sus rodillas, mirando
cómo la sombra gigante no dejaba de avanzar lanzando zarpazos, pateando,
chillando, probablemente exclamando insultos a los seres que se creían los
dueños de todo, cuando en realidad eran los dueños de nada.