Estado #8

¿Recuerdan la historia "La punta del viento"?; si la respuesta es afirmativa, quizá esto le interese: resulta que La Punta del Viento de verdad existe: es un mirador con una excelente vista panorámica hacia toda La Serena donde cualquier persona podía ir y sentarse a ver cómodamente el aterdecer sin ser molestado por nadie; y digo podía, tiempo pasado, porque ahora, gracias a la habilidad para arruinar fiestas que tienen ciertas personas autoritarias o con poder, el metro cuadrado en que consistía el mirador ha sido cerrado con rejas, trampas fabricadas con tecología rusa y otros explosivos aún más dañinos que los que mataron a Leonel. Triste, pero cierto: de a poco se van cerrando los espacios libres, los árboles de los parques van siendo talados sin consideración y todo lo verde se va transformando rápidamente en gris y opaco.
¿Qué hacemos entonces? ¿Nos rendimos y dejamos las cosas como éstan, o derribamos las rejas para seguir viendo más atardeceres en nuestra querida Punta del Viento?; porque en un principio es un simple mirador, pero no nos daremos ni cuenta cuando ya los ricos lo dominen todo, hasta el aire que creemos puro y que pronto cobrarán por utilizar.

Historia #36: El próximo chiste



Luego que todos rieran por el chiste sentados alrededor de la mesa llena de vasos y latas vacías, Alonso se incorporó un poco, lo suficiente como para demostrar que quería ser él quien contara el próximo.
−¿Se han preguntao’ por qué el Esteban se pesca puras chanchas care’ chancho?
Todos volvieron a reír a mandíbula batiente, todos excepto Esteban.
−¿Y vo’ hai’ pensao, güatón culiao, en que la’ amiga’ de tu polola piensan la misma güeá’ de ella?
En la sala se hizo un silencio sepulcral, como si alguien hubiera arrojado un hechizo silenciador en todo el metro cuadrado.
−Soy pesao’, Esteban, oh…

Cuento #33: Debía volver por Andrea



Esteban miró su reloj de pulsera por novena vez en treinta minutos.
            −¿Me vas a decir por qué miras tanto la hora? –le preguntó su madre sin dejar de masticar mientras hablaba.
            −Por nada –mintió Esteban, volviendo la atención hacia su plato de arroz con pollo asado mientras uno de sus tíos borrachos pedía hacer un brindis por la familia sosteniendo una lata de cerveza; entonces todos aplaudieron y la música ranchera volvió a inundar la parcela con su ritmo enfermizo. Esteban quería marcharse de ahí cuanto antes.
            −¿Vas a querer ensalada? –le volvió a preguntar su mamá, señalándole la bandeja llena de lechugas y algunos restos de otras verduras.
            −No, gracias, mamá, está bien así –respondió el joven, sintiendo el fuerte vibrar de su celular en el bolsillo de su pantalón; le había llegado un mensaje de Andrea que decía: “Mis papás se fueron. Estoy sola. Ven”−. ¡Mierda! –exclamó sobresaltado, sin poder evitarlo.
            −Qué te pasó.
            −Me pillé el dedo con la mesa.
            −Mmmm –Su mamá lo miró con cara de: “qué idiota es mi hijo”.
            Esteban volvió a leer el mensaje recibido sin poder creer en lo dual que se había tornado su suerte: los padres de Andrea, después de tanto aplazarlo, al fin se habían ido lejos, dejando la casa a su total disposición por todo lo que restaba de semana; sin embargo, él se encontraba a kilómetros de la ciudad y la casa de Andrea, celebrando una reunión familiar donde el miembro más pequeño tenía veinte años (el cual, cómo no, era él mismo) y nadie parecía estar en las condiciones reglamentarias como para manejar y llevarlo de vuelta a casa. Esteban ahogó un insulto y pensó en lo que podía hacer para salir de ahí aunque fuera lo último que hiciera.
            −Mamá, creo que me siento mal –rezongó el joven, dejando caer el tenedor a un lado del plato; un poco más allá, tres de sus tíos se abrazaban para cantar una canción de Los Charros de Lumaco.
            −¡Eso es porque te comes la comida fría! Mejor dile a tu tía que te haga un agua de monte, o algo así.
            Esteban buscó con la mirada a su tía, recordando con esperanza que ella también sabía manejar; no obstante, al observar la mesa que tenía del otro lado, se percató que se encontraba durmiendo sobre su superficie como si estuviera inconsciente; su mano encerraba fuertemente una botella de vino por su cuello.  
            −Creo que no podrá hacer mucho por mí.
            −¿Cómo dices? –dijo su mamá, metiéndose el meñique en uno de sus oídos.
            −Creo que iré a buscar algo a la cocina.
            −Bueno, bueno; no vayas a quebrar nada, ¿eh?
            “Los borrachos son ustedes, malditas perras”, pensó el joven al levantarse de su asiento, haciendo como que sentía un gran dolor en el estómago. Al entrar a la casa de sus tíos, fue directamente hasta el cuarto de los invitados para buscar su mochila entre todas las demás pertenencias de sus otros familiares. Luego de meditarlo por unos segundos, sacó dinero de las billeteras de los que más mal le caían y trató de dejar todo lo más parecido a como estaba antes de su entrada. Miró por la ventana de la cocina hacia las mesas donde la gente no paraba de celebrar y, seguro de que nadie se acordaría de él hasta que ya fuera demasiado tarde, escribió un escueto mensaje en la pizarra del refrigerador explicando que se había ido a casa por sentirse terriblemente mal del estómago. Entonces cerró la puerta tras de sí y se marchó por el flanco de la casa donde nadie podía verlo salir. Para cuando llegó al paradero de la carretera, eran ya las cuatro de la tarde y la infernal música ranchera de la fiesta familiar seguía resonando como si los parlantes estuvieran ubicados a escasos metros suyos.
            Durante los primeros veinte minutos, Esteban se mostró positivo y paciente, evitando perder el control cada vez que se daba cuenta que lo que veía a lo lejos no eran los buses que necesitaba, sino furgones familiares repletos y camionetas llenas de cajas con frutas y verduras. Pero luego de recibir un segundo mensaje de Andrea, en el que decía expresamente que se estaba aburriendo sola en casa, el joven creyó que quizá fuera hora de acelerar un poco las cosas. Fue por eso que empezó a levantar el pulgar cada vez que un vehículo pasaba por su lado; pensó en mostrar los billetes robados para hacer que los conductores se fijaran de inmediato en él, pero tras reflexionar sobre la cantidad de asaltantes y cuatreros que vivían cerca del sector, optó por creer que aquello tal vez no fuera la mejor de las ideas.
            Transcurrieron alrededor de veinte minutos más, cuando por fin una camioneta vieja se detuvo en el arcén unos cuantos metros más allá.
            −¿A dónde vas? –le preguntó el chofer, un anciano de unos sesenta años. Le faltaban casi todos sus dientes, su piel parecía estar hecha de pergaminos y el interior de su camioneta, horriblemente ornamentada, olía a empanada de pino.
            −A la ciudad –dijo Esteban, ansioso.
            −Mmmm; creo que este no es tu día: llego hasta el pueblo que está antes, nada más…
            −Pero le puedo pagar –Esteban sacó los primeros cuatro billetes azules que encontró en su bolsillo−. Mire, son de verdad.
            −Vaya, vaya –El anciano lo meditó por un breve momento, mirando los billetes con la avidez de un hambriento−. Sube, muchacho, hagámoslo rápido.
            Esteban aguantó la respiración y se subió a la camioneta del hombre, contento de estar por fin rumbo a la casa de Andrea.
            Al principio el anciano se mostró un poco esquivo, concentrándose sólo en el camino que tenía al frente; sin embargo, cuando ya habían avanzado un cuarto del trayecto total, el hombre empezó a hacerle preguntas a Esteban sobre su vida personal.
            −¿Qué estudias?
            −Ingeniería.
            −¿Ingeniería en qué?
            −En informática.
            −¿Te falta mucho para terminar?
            −Un poco; éste es mi segundo año.
            −Yo tengo un hijo que también estudió lo mismo que tú; pero el muy vago se dedicó a tocar la guitarra y bueno, se fue…
            Entonces Esteban comenzó a concentrarse en el paisaje que los rodeaba, tratando de cerrarse a las palabras del desdentado viejo que lo llevaba; se imaginó a Andrea desnuda, sola en casa, masturbándose mientras lo esperaba, tocándose los pezones, lamiendo sus dedos para luego…
            −¡Malditos pacos! –exclamó el hombre, frenando fuertemente; Esteban, de no haber sido por que llevaba puesto su cinturón de seguridad, probablemente hubiera perdido una buena cantidad de dientes contra el salpicadero de la camioneta.
            −¡¿Qué pasó?! –quiso saber el joven, con el corazón en la garganta. Frente a ellos, por el carril de la carretera que les correspondía, se extendía una gran fila de vehículos; Esteban pudo reconocer entre ellos algunos de los que no le habían querido parar cuando estuvo esperando en el paradero.
            −No lo sé; pero no están dejando pasar a nadie.
            −A lo mejor fue un atropello, o algo así –aventuró el joven.
            −Entonces hay que esperar a que llegue la ambulancia.
            −¿Y eso va a demorar mucho? –Esteban sintió un nuevo vacío en su estómago.
            −Conociendo cómo funcionan las cosas acá, me temo que sí.
            Esteban estuvo a punto de soltar un grito de rabia mezclada con frustración. No podía creer su mala suerte.
            −¿Señor?
            −Sí, dime, muchacho.
            −¿Usted conoce algún atajo que nos saque rápido de aquí?
            El anciano se mantuvo en silencio mirando la larga fila de vehículos.
            −Sólo si agregas un par de billetes más a mi paga –dijo, sin quitar la vista del frente.
            Esteban no lo entendió muy bien en un principio; pero luego de encontrarle sentido a las palabras, sintió que una ira repentina estaba a punto de dominarlo. Entonces contó mentalmente hasta tres y revisó su bolsillo, sacando de él los dos billetes pedidos por el hombre. Eran los dos últimos que le quedaban.
            −Aquí están.
            −Gracias –dijo el anciano, sonriendo mientras revisaba ambos billetes a contraluz−. Bien, vamos.
            El anciano sacó el freno de mano y viró inmediatamente hacia la derecha, devolviéndose unos cuantos metros manejando por el arcén hasta que apareció un escondido pasaje entre frondosos árboles a su izquierda. Nadie más parecía saber de ése atajo.
            −¿Es seguro?; me refiero a este camino.
            −Tranquilo, chico, tranquilo.
            La camioneta avanzó por entre destartaladas casas, levantando grandes cantidades de tierra y polvo; si no fuera porque la gran mayoría de sus dueños se encontraban afuera tomando el sol, haciendo nada productivo, Esteban hubiera pensado que se encontraban totalmente abandonadas a su suerte. Al cabo de unos diez minutos, el camino torció a la izquierda, tornándose más sinuoso que antes. La camioneta saltaba para todos lados, haciendo que la cabeza del joven golpeara constantemente contra el marco de la puerta.
            −¡¿Está seguro que es por aquí?! –preguntó, tratando de hacerse oír por sobre el ajetreo del viaje.
            −¡He vivido toda mi vida por estos lares!
            Esteban tragó saliva.
            Llegó un punto, luego, que el camino empezó a ascender de manera pronunciada por entre dos cerros que el joven ni siquiera sabía que existían.
            “Por favor, que no nos matemos aquí, por favor”, pidió mentalmente el joven, cerrando los ojos al tiempo que la camioneta iniciaba su ascenso. Para cuando iban a la mitad de ésta, parecía que el vehículo ya no podía más; sin embargo, para sorpresa de Esteban, la camioneta logró cumplir con el objetivo del anciano.
            −Ya queda poco, muchacho –dijo el viejo, riéndose desdentado: ahora conducía por un estrecho sendero entre los dos cerros anteriores. Esteban no podía saber a qué altura de la carretera principal iban, pero por todos los minutos recorridos, pudo concluir que fuera de todo el anciano no mentía: quedaba poco para llegar a la ciudad.
            El hombre sorteó un par de baches en una curva y evitó atropellar a un grupo de asustadas liebres que corrían en dirección contraria. Cuando esquivó el tercer bache del camino, Esteban no pudo resistirlo más y comentó:
            −¿Qué es ese olor? Huele a quemado…
            Por un instante pensó que se trataba del motor de la camioneta, quien después de todo el esfuerzo cometido, estaba a punto de irse al carajo; no obstante, se percató que en realidad el olor a quemado parecía estar en todos lados, no solamente dentro de la cabina de la camioneta.
            −Parece un incendio, o una quema de pastizales.
            Esteban entonces así lo creyó: esas cosas eran frecuentes en lugares lejanos y ocultos como por el que estaba transitando en ese instante, por lo que no dejaba de tener sentido.
            Sin embargo, cuando hubieron llegado al término del camino, notaron que algo muy malo estaba ocurriendo en la ciudad: a lo lejos, levantándose enérgicamente contra el cielo, habían decenas de columnas de humo negras como la noche.
            El anciano se detuvo de sopetón, mirando la escena sin poder creerlo.
            −¿Qué…, qué está pasando? –preguntó el chico, sintiendo un extraño escalofrío.
            Pero el hombre no le respondió; sólo se limitó a hacer un gesto con la cabeza y se apeó del vehículo lentamente, dejando entrar el penetrante olor a quemado que parecía reinarlo todo afuera.
            −¡Hey, espere! –exclamó el chico, siguiendo al anciano; para cuando sus pies volvieron a tocar tierra firme, tuvo la imperiosa necesidad de taparse la nariz con el cuello de su polerón: ahí todo olía a fuego, destrucción y muerte−. ¿Qué pasa, qué está…?
            Cuando Esteban llegó a la cima de la loma en que el anciano se había detenido a observar lo que acontecía, su mandíbula se desencajó grotescamente como si estuviera haciendo un gesto estúpido con la cara. Más allá, la ciudad en la que había nacido, en la que vivían miles de personas, estaba siendo atacada por una sombra gigante, del tamaño de un edificio de cuatro o cinco pisos; lo destruía todo, arrancando pedazos de las pocas construcciones que quedaban en pie a manotazos, pateando todo lo que estuviera a su merced sin dejar de chillar en ningún momento.
            −Jesús… −murmuró el anciano, sin poder creer nada de lo que ocurría.
            Esteban miró el escenario sintiendo un enorme vacío en el estómago: por cómo estaban destruidas las cosas, dedujo que la sombra gigante había aparecido por la costa, probablemente desde el mar, iniciando ahí su camino de desastre hacia el centro de la ciudad, donde se encontraba en ese preciso instante devastándolo todo. 
            El aire traía consigo gritos de desesperación, dolor y ecos de distintas detonaciones producidas por armas de fuego; algunas personas, después de todo, parecían estar haciéndole frente a lo inexplicable.
            −La bestia… −volvió a farfullar el anciano, sin despegar la vista de la gran sombra−. La bestia avanza hacia…
            −…el valle –terminó Esteban. Y así era: la sombra seguía un camino único, siempre en dirección hacia el valle del que venía, siguiendo la ruta principal que todos conocían y utilizaban.
            Entonces volvió a mirar hacia la costa, totalmente desesperanzado: todos los departamentos levantados en aquél sector se hallaban caídos, humeando, pisoteados por la gran sombra que lo aniquilaba todo a su paso. Con gran pesar, advirtió que uno de aquellos edificios era en el que vivía Andrea, Andrea con sus gafas de montura gruesa, su piel blanca, sola en casa porque sus padres por fin habían decidido realizar el viaje que llevaban tanto tiempo planeando.
            Esteban, sin poder aguantarlo más, se derrumbó hasta quedar apoyado sobre sus rodillas, mirando cómo la sombra gigante no dejaba de avanzar lanzando zarpazos, pateando, chillando, probablemente exclamando insultos a los seres que se creían los dueños de todo, cuando en realidad eran los dueños de nada.