Historia #217: Dormirse antes de tiempo

Apenas desperté me di cuenta que mi notebook reposaba a unos cuantos centímetros mío, en mi cama, cerrado y ubicado de manera que me pareció muy cuidadosa y sospechosa. Aunque bueno, no reparé en la forma en que éste estaba ubicado hasta que al minuto después de haber abierto los ojos fui siendo consciente que no recordaba nada de lo sucedido durante la noche anterior; claro, me acordaba de estar muy borracho en la fiesta de unos amigos y que a duras penas pude llegar a casa, pero de ahí, nada más: todo oscuro y sin más pistas sobre mis acciones.
            Corrí las frazadas que me cubrían y puse mis pies desnudos en el suelo, sintiendo el tacto extraño de un papel debajo de uno de ellos. Era una bola de papel higiénico pegoteada, muy particularmente seca.
            Entonces recordé lo que hice la noche anterior antes de quedarme dormido: estaba viendo porno en mi computador, acostado, gastando las últimas energías de mi cuerpo para expulsar toda la calentura de la noche afuera, cuando todo se fue a negro y me quedé profundamente dormido.
            Pensé en lo improbable que era haber actuado sonámbulo para cerrar mi computador, dejarlo a un lado con cuidado, limpiarme el miembro con el papel higiénico para luego arrojarlo al suelo y cubrirme con las frazadas al final para dormir tranquilamente. No, eso no era posible; al menos no así como me lo planteaban los detalles esa mañana.
            Abrí la pantalla de mi computador sólo para comprobar que éste seguía encendido y que la página que estaba viendo antes de cerrarlo era, efectivamente, una porno; de hecho, aparecía en pantalla la imagen en pausa de una mujer rubia abriendo su boca, chorreando algo parecido a un batido de clara de huevos.
            Tragué saliva y escuché a alguien deambulando por la cocina. Por la hora que era, con toda seguridad se trataba de mamá.
            Me puse las pantuflas y, respirando hondo, abrí la puerta de mi cuarto para ir por algo de comida a la cocina.
            Mi mamá no se dio cuenta que estaba detrás de ella hasta que volteó para alcanzar unas zanahorias sobre la mesa a su espalda. Ahogó un grito y desvió inmediatamente la mirada al suelo. “Me asustaste”, me dijo algo nerviosa antes de seguir con lo suyo. En cuanto a mí, puse un pan en la tostadora y esperé hasta que quedara muy crujiente y caliente. También esperé a que mamá me dijera algo, por supuesto, pero estaba más callada que de costumbre. Entonces, sin que me lo esperara, lanzó lo que tantas ganas tenía de decirme: “debes tener cuidado con dejar tu computador prendido en la noche. Puedes quemarte…, ya sabes, con la frazada y esas cosas”; habló rápido, de manera atropellada, como si sintiera mucha vergüenza de decirme lo que me decía.
Como es lógico no me bastó mucho devaneo de sesos saber que ella me había visto con el miembro asomándose fuera de las frazadas, con una porno reproduciéndose sin nadie que la mirara en mi computador. Supuse que ella fue la que se apiadó de mí, me limpió como un bebé y ordenó todo antes de marcharse fuera de mi habitación lamentando tener un hijo tan miserable como yo, dejándolo todo como si yo hubiera sido el responsable de tanto cuidado.

“Creo… creo que deberías apagar tu computador antes de quedarte dormido”, volvió a repetir y siguió con lo suyo, sin quitar la mirada del piso. Le dije que ya, que aquello dejaría de ocurrir para no preocuparla más, y me fui a mi cuarto con mis tostadas listas para ser engullidas. Sin embargo una vez encerrado ahí dentro, tomé el papel usado del suelo y reproduje nuevamente la porno de la noche anterior, desde el comienzo: esta vez sí estaba lo suficientemente consciente como para llegar hasta su esperado desenlace. 

Historia #216: Esos ofertones que te hacen cuando no tienes un puto peso en tus bolsillos

Clásico: te hacen pedazo de oferta justo cuando no tienes un puto peso en tus bolsillos; parece broma, pero es cierto; ¿a quién no le ha pasado?
            El asunto es que me estaban ofreciendo diez gramos de hierba por tan sólo diez lucas, un precio totalmente reducido del establecido por todos en esta ciudad (en que medio gramo cuesta cinco lucas); y como es lógico, no pude hacer otra cosa más que saltar de felicidad ante el ofertón y rebuscar entre los cajones de mi pieza algún dinero escondido o perdido por ahí. Desafortunadamente, como tanto temía, no encontré nada salvo polillas, mudas de araña y otras porquerías como botones sueltos y tuercas que no sabía por qué habían llegado a ese lugar.
            Entonces se me ocurrió preguntarle a mi hermano si tenía un billete de los azules que me prestara hasta la próxima semana, cuando me pagaran una pega hecha hacía un par de días.
            −Chúpamelo –me respondió, levantándome el dedo del medio sin quitar la vista de su computador.
            −Ya, qué onda, güeón –le dije–. ¿En serio?
            −En serio.
            −Ya, ¿y entonces qué hiciste? –le preguntó Elías con interés a su amigo−. ¿Pudiste comprar los diez gramos de hierba por diez lucas?
            −Sí –replicó Felipe−. Aunque tuve que fumarme dos gramos de una pa’ poder sacarme el sabor a pico de mi hermano de la boca…

            −…oh, mierda…

Historia #215: "Songs about Jane"

A menos que me dé Alzheimer o una enfermedad mental parecida, creo que jamás olvidaré la primera vez que escuché a Maroon 5; y es que This love fue la canción que me cautivó como Mario Casas haciendo el papel de chico malo a una niñita colegiala con todas sus hormonas revolucionadas.
            Recuerdo estar dando una prueba, en Quinto Básico, y que de fondo, gracias a un grupo de alumnos de un curso más avanzado en el patio, sonaba esta canción a días de haber sido lanzada en las radios. Después de escuchar su pegajoso primer coro y darme por vencido con las multiplicaciones y divisiones con muchos decimales, dejé el lápiz de lado y le presté toda la atención del mundo, tratando de entender qué decía su letra. Quise saber cómo se llamaba la banda y la canción, consciente que en aquellos tiempos de limitado acceso a Internet e información era una tarea difícil conseguirlo de una manera simple y directa, pero me fue imposible: apenas terminó This love, le siguió otra que no recuerdo, impidiendo que el locutor la volviera a presentar y yo supiera el nombre de tan maravillosa creación.
            Como era de esperar, en la prueba me fue horrible, muy, muy horrible –de hecho, creo fue mi primer uno en toda mi carrera escolar–, pero salí de la sala con esa sensación de frescura que te produce el escuchar algo nuevo y contagioso. Le pregunté a una compañera –que sabía mucho de música– que cómo se llamaba esa canción que sonó durante la prueba, pero ella había estado tan enfrascada en copiar sin ser descubierta, que ni se percató que en el patio los alumnos de otro curso escuchaban la radio a un volumen tan alto. Fue eso, sumado a mi gran mala suerte, que vine a saber su nombre casi seis meses después de ese acontecimiento –lo recuerdo bien porque, como mencioné anteriormente, fue mi primer uno durante mi carrera escolar–, cuando recibí la visita de un primo lejano como todos los veranos.
            Y ahora pienso, estoy seguro, que si no fuera por él, no tendría el gusto por la música que hoy en día me agiliza las horas y me acompañan durante el día; no sé qué podría haber sucedido en un universo paralelo en que él nunca hubiera concretado sus vacaciones estivales en nuestra casa: quizá ahora fuera hip hopero, o una de esas personas que no dejan de ir a las discos los fines de semana a bailar reggeatón y los hits pachangeros de turno. Pero bueno, el asunto es que este primo, que en su hogar lejano contaba con Internet y métodos para grabar música en archivos, traía montones de discos llenos de un montón de canciones sacadas de la radio y otro puñado de álbumes de variados artistas.
            Fue una noche, mientras explorábamos sus discos de música en mi computador, que di con la canción que llevaba meses buscando infructuosamente. No pude evitar ponerme contentísimo y decirle que dejara el álbum entero, de principio a fin, y explicarle que llevaba un buen tiempo tratando de dar con su nombre. Me explicó que era una banda nueva y que ya tenían otros cuantos sencillos dando vuelta por ahí en las radios. Ni idea que tenían más canciones rotando por ahí, le dije, pero una vez terminaron las doce canciones que lo componen, supe que éste se había tornado uno de mis favoritos de la vida.
            Y es que escucharlo me trae tantas buenas sensaciones, que no puedo evitar volver a él sin sentir una especie de suave frescura, una sensación que no envejece y se mantiene; y cosa curiosa que sólo me suceda con éste, el primer disco de la banda; y es que su evolución y la popularidad que ganó Adam Levine como uno de los hombres más sexys del mundo provocó ciertos cambios bruscos en la visión y la manera que la banda tenía para presentar sus nuevas canciones –que dicho sea de paso, son todas una única canción fragmentada que trata de amores violentos e infelices una y otra vez–, optando por nuevos cauces que no son de mi gusto.

            En fin, This love se ha convertido en un himno de karaoke –junto a She will be loved– que sigue evocando buenos recuerdos en quienes la escuchan, sobre todo cuando la pillan de casualidad en alguna emisora. Porque a la larga eso es la música: va más allá de una banda, las generaciones y años, más allá de una carrera posterior llena de discos empalagosos y malos; no, la música es más que eso, más allá de un momento grabado en la cabeza, más allá de una prueba horrible de matemáticas y tu primer uno, más allá de un verano en que ella misma te voló la cabeza.

Historia #214: Principio de intolerancia

Dos amigos, Álvaro y Daniel, se encuentran sorpresivamente haciendo fila para entrar a un concurrido pub donde tocarán sus bandas favoritas. Son cerca de las diez de la noche y se saludan de manera efusiva, como siempre lo han hecho tras no verse en un periodo largo de tiempo.
            −¡Güena, maricón! –le dice el primero al segundo, antes de darle un apretón de manos y el consiguiente abrazo de rigor.
            Daniel le responde con el mismo gesto, sonrisa en boca, antes de verse ambos separados por un tipo de la misma edad que ellos (digamos, unos veintiséis años), violenta e inesperadamente. Tiene algunos mechones de pelo teñidos de rojo, un piercing en la ceja izquierda y viste una chaqueta de cuero y apretadísimos pantalones oscuros. Les dice:
            −¡Qué se han imaginado tratarse así de maricones, como si fuera malo!
            El par de amigos se percata sin mucho esfuerzo que el joven que les dirige la palabra está algo bebido y fumado; su mirada algo perdida, su modular y sus pasos un poco erráticos así lo dejan en claro.
            Álvaro y Daniel se miran y no saben qué decir; el segundo, que está un poco más animado (o menos cansado que el primero, por decir), sonríe y le contesta:
            −No pasá ná’. Nos tratamos así de chicos.
            Pero el joven del pelo teñido se indigna aún más y dice en voz alta:
            −¡Claro po’, ustedes los machitos tratando de maricones a otros siempre en tono peyorativo, ¿no?! Se creen los reyes del mundo por sentirse hombrecitos.
            Álvaro está anonadado. Daniel, en cambio, parece un poco más dispuesto a entender que ya, está bien, el joven de gestos afeminados está algo pasado de copas y un poco acalorado, pero que viniera con argumentos como aquellos por la enraizada costumbre de saludar a otro afectuosa, casi cariñosamente, llamándolo “maricón”, le parecía un poco absurdo, quizá hasta fuera de lugar.
            Daniel piensa hacérselo saber a su interlocutor cuando, sin que nadie pueda preverlo siquiera, un rápido pero inseguro puñetazo traza un ángulo contra su rostro, impactando en su mejilla izquierda; el golpe lo propinó uno de los acompañantes del joven de pelo teñido. Álvaro alcanza a tomar a su amigo por las axilas para evitar que este caiga al suelo; por fortuna, el puñetazo no dejó ninguna herida aparente.
            −¡Cállense, homofóbicos culia’os! –les grita el que había golpeado, con voz un poco temblorosa. Pero aquello fue suficiente para hacer que las demás personas que los rodeaban se sobresaltaran y comenzaran a tomar cartas en el asunto; y esta vez, por desgracia para Álvaro y Daniel, enfocando toda su atención en su contra.
            −¡Sí, homofóbicos culia’os! –dice una joven de manera mucho más segura que el primero en gritar. Ni Álvaro ni Daniel consiguieron dar con ella oculta entre la gente de la fila.
            Un empujón descargado por alguien a su espalda hace que Álvaro esté a punto de caer sobre su amigo; luego otro, casi ocho segundos después, provoca algo parecido, esta vez con Daniel cayendo sobre Álvaro.
            Así se alzan más gritos e insultos, todos tomando parte del joven del pelo teñido, quien dicho sea de paso, parece mucho más seguro y victorioso que en un principio; sus amigos también se ven más seguros e incluso arrogantes que antes.
            Álvaro y Daniel no lo pueden creer, encuentran que lo que está sucediendo es imposible. ¿Desde cuándo que ya nadie tolera nada?
            Una lata de cerveza pasa rozando la cabeza de Daniel, repartiendo gotas de líquido por sobre su hombro.
            Daniel intenta explicar una vez más que todo no es más que un error, un malentendido, pero un golpe en su cabeza (que identificó como a palma extendida) le impide hacerlo.
            “Ya no hay vuelta atrás”, piensa Álvaro, consciente que el conflicto se dirige a otros derroteros mucho más graves y complicados que lo que fueron en un comienzo.
            Por lo mismo toma a su amigo por los hombros y lo saca de ahí, evitando, por pura suerte, un montón de latas vacías arrojadas contra ellos y unos cuantos manotazos de personas que no logran identificar.
            Así y todo, consiguen llegar hasta una calle tranquila y de ambiente más cálido donde se ubican la mayoría de los pubs para treintañeros y cuarentones. Álvaro y Daniel al fin pueden respirar tranquilos. Evalúan los daños en sus cuerpos y se percatan que sólo los han manchado con cerveza y arañado el pelo. Sin embargo no pueden creer el extremo al que llegó la situación en la fila por algo que les parecía tan corriente y sin importancia.
            −La gente se ha vuelto una intolerante de mierda –dice Daniel, ofuscado.
            −Así son los tiempos modernos –le responde Álvaro, sosteniendo la idea en mente que dentro de poco llegará un momento en la historia (que esperaba no fuera eterno) en que nadie podría decir nada que no fuera públicamente correcto. Piensa eso y se le ocurre de manera irremediable la Inquisición y sus tiempos oscuros. Pero prefiere dejar esos pensamientos de lado e invitar a su amigo a una cerveza dentro de uno de los pubs que tienen cerca.

Procura sentarse a beber y hablar a un volumen moderado, no vaya a ser que alguien lo juzgara por las cosas que comentaba con su amigo.

Historia #213: Tu nombre

Me gusta pronunciar tu nombre en voz alta y llenar la estancia con él; me gusta acariciarlo, cantarlo, pronunciar sus consonantes y luego cambiarlas, modificar su silencio y el sortilegio que me paraliza entre estas hojas de té marchitas. Me gusta pronunciarlo, escribirlo, hacerlo mío como yo soy tuyo, acariciar sus vocales y mezclarlo con tu apellido. Por eso quiero que lo sepas, que tu nombre aleja otros nombres, y que en esta estancia no resuena otro más que el tuyo, aún detrás de mi taza y en el fondo más profundo de su contenido, cálido, ambarino y sereno, como siempre ha sido tu nombre. 

Historia #212: Drogas medicinales

En el supermercado donde trabajo como empaquetador, frecuenta un vejete de mierda que no hace otra cosa más que molestar a los que lo atienden. A un compañero le dice el Guatón de la Fruta (por el Guatón de la Fruta), a otro el pastero, a otro el curao’, y así etcétera, etcétera. Yo no tenía muy claro quién era hasta que un día mi hermano (que trabaja conmigo) lo apuntó mientras un compañero nuestro lo atendía. “Ese es el viejo culiao’ que nos molesta”, me dijo, y yo traté de recordar su cara para que no me pillara desprevenido cuando fuera mi turno para atenderlo.
            Pasaron las semanas hasta que un lunes o martes por la mañana, no me acuerdo bien, lo vi acercarse con unos cuantos productos a la caja registradora frente a mí. Me froté las manos y lo saludé educadamente como saludo a todos los clientes. Me examinó con su mirada de viejo de mierda y, pasando por alto las instrucciones que le daba la cajera para operar con su tarjeta de débito, me dijo: “ah, tú tenís cara de volao’. De seguro que te gastai’ toda la plata en drogas, ¿no, marihuanero estúpido?”. “Sí, eso mismo hago”, le respondí. “Me gasto toda la plata en drogas porque de lo contrario no podría controlarme y evitar así violar ancianos tan encantadores como usted”. Hice una pequeña pausa sólo para saborear la expresión desfigurada de su cara. “Y es que no puedo no hacerlo: si no fuera por las drogas, de seguro su pantalón ya estaría abajo y mi pene introduciéndose en su ano. Así que dé gracias que consumo drogas, porque de lo contrario… ya sabe”.
            El viejo no supo qué decir, estaba descolado. Dio un ligero respingo a los segundos después y pagó con su tarjeta lo más rápido que pudo. Tomó sus bolsas y salió de ahí despavorido. La cajera me miró risueña y el día siguió como si nada.
            Lo más raro de todo, sin embargo, fue que a la semana siguiente el mismo viejo se acercó a mí, y en vez de insultarme o decirme algo pesado, me extendió un trozo de papel sin decir nada y se fue. Casi me pongo a vomitar ahí mismo cuando me di cuenta que todos los dígitos anotados en él formaban su propio número de teléfono.