Me gusta pronunciar tu
nombre en voz alta y llenar la estancia con él; me gusta acariciarlo, cantarlo,
pronunciar sus consonantes y luego cambiarlas, modificar su silencio y el
sortilegio que me paraliza entre estas hojas de té marchitas. Me gusta pronunciarlo,
escribirlo, hacerlo mío como yo soy tuyo, acariciar sus vocales y mezclarlo con
tu apellido. Por eso quiero que lo sepas, que tu nombre aleja otros nombres, y
que en esta estancia no resuena otro más que el tuyo, aún detrás de mi taza y en
el fondo más profundo de su contenido, cálido, ambarino y sereno, como siempre
ha sido tu nombre.