−Buenas tardes, señorita –le
saludó el chofer apostado en la entrada del bus estacionado−, ¿tiene su pasaje
a mano?
−Sí, está por acá –Angélica sacó la billetera de su
chaqueta y la examinó hasta dar con su boleto doblado en muchas partes; se
percató que al lado de éste había un papel que no había visto hasta ese
momento. Tomó nota mental de revisarlo cuando estuviera sentada en su puesto.
El chofer revisó el pasaje, asintió un par de veces en
silencio, y le dijo:
−Sí, este es. Adelante.
Angélica encerró el boleto en su mano y subió por las
escaleras hasta el segundo piso del vehículo. Caminó por el pasillo sin
concentrarse en las caras de los demás hasta llegar a su asiento, guardó sus
cosas en el portaequipajes superior y se sentó casi desparramándose sobre éste.
Con el corazón latiéndole de una manera casi animalesca, volvió a extraer su
billetera del bolsillo y revisó el papel en el que no había reparado hasta ese
entonces. Era una hoja de cuaderno universitario doblado en cuatro partes de
aspecto muy manoseado. Conociendo lo que iba a encontrar escrito en él, lo tomó
con una mano temblorosa, lo sacó para extenderlo y comenzar a leerlo.
Angélica, amada
Angélica:
¿Por qué nunca me hablaste de esto,
de escapar, de huir de todo, de no ser parte de nada? Por un momento creí que me
llevarías contigo, que lo haríamos juntos, que nos olvidaríamos de todo y
comenzaríamos por fin otra historia. Pero veo que tus palabras eran como granos
de arena, frágiles y olvidables, como en realidad lo es todo en este miserable
mundo.
Supe que partirías hace dos semanas;
lo noté en tu cara, en la forma en la que me mirabas, en la manera en que me
hacías el amor; cuando dos personas llevan demasiado tiempo juntas, detalles
como esos salen fácilmente a la luz y no es problema ubicarlos para poder saber
contra qué nos enfrentamos. Pero fingí, fingí todo este tiempo que no lo sabía,
por si te echabas atrás y decidías quedarte conmigo. Sin embargo, me imagino
ahora estarás ya sentada en el bus (vi el boleto por casualidad en tu
billetera, cuando me pediste que le pagara al tipo de ChileExpress mientras estabas en la ducha, por eso puse
esta carta ahí, junto con ella), respirando nerviosa, pero segura siempre de
querer seguir adelante y dejarlo todo atrás.
No te escribo esto para obligarte a
que te quedes y nos demos una nueva oportunidad: soy fiel creyente de que la
gente es libre y puede hacer lo que quiera con la vida que se les ha dado, y
que nadie en realidad debe ser el carcelario de ninguna otra persona, y eso tú
lo sabes bien, estoy seguro, porque te lo repetí hasta el cansancio; además, el
mundo es para recorrerlo, para conquistarlo, para engullirlo, no para admirarlo
desde una ventana cerrada y sucia. Me alegra mucho que hayas tenido las agallas
(los huevos, como decía tu padre) para decidir irte lejos, no sé dónde. Pero me
duele un montón que no lo hagas conmigo.
Angélica volteó la hoja. Sus dedos temblaban
enérgicamente.
Debo decir que no
dejo de pensar en lo mucho que extrañaré tus lunares en tus pechos, tus besos
por la mañana para despertarme, tu pelo desordenado al levantarte, tus dientes
parejos al reírte, tus ojos entrecerrados cuando te hago cosquillas; lo hago
incluso ahora, sabiendo que son los últimos días en que podré observarlo todo, y
eso me destroza el corazón.
Moriría ahora, en este mismo
instante, en la mesa donde desayunamos todas las mañanas antes de partir al
trabajo, a veces en silencio, a veces riéndonos con la mejor de las esperanzas
para los días nuevos, esos llenos de incertidumbre que se nos venían encima,
pero lo haría acá, ahora, mientras te escucho dormir en nuestra pieza, con el
eco de tu risa resonando entre mis sienes por culpa de esa estúpida broma que lanzó
tu madre durante los fuegos artificiales de Año Nuevo; ¡qué manera de reír ese
día, qué manera de reír! Y qué lástima saber ahora que esos momentos no se
podrán repetir jamás…, al menos con nosotros como protagonistas.
Me duele un montón todo esto, debo
decirlo, pero creo que no puedo hacer nada más al respecto.
Sólo queda decirte una última cosa:
Te amo como nunca lo hice con nadie
más.
Y si te dejo ir sin siquiera hacer
un esfuerzo por tratar que te quedes conmigo, es porque quiero que seas la
persona más feliz del mundo.
PD: Cuando despiertes, me
encontrarás. El camino a casa siempre será el mismo.
Angélica sintió un nudo inmenso en la garganta; sus ojos
le escocían; el corazón le latía demente. Entonces recordó que se hallaba sobre
un bus que la llevaría lejos, muy lejos de donde estaba. Miró a todos lados y
sólo vio gente acomodándose en sus asientos preparándose para partir. Sus
sentimientos se habían hecho una mezcla fangosa en su pecho, y respirar le
parecía una tarea casi imposible de cumplir; si no hubiera sido por los
manchones que se extendieron por sobre la tinta de la carta que leía, Angélica
jamás se percataría que estaba llorando sin tener consciencia de hacerlo. Se
enjugó los ojos y sintió el súbito deseo de bajarse del bus y mandar todo su
plan a la mierda; sin embargo justo cuando hacía el ademán de levantarse, el
vehículo dio un fuerte tirón y empezó a moverse para salir del terminal.
Angélica se sintió desesperada, sin saber qué hacer. Pensó rápidamente en las
consecuencias superficiales de lo que estaba haciendo y se quedó trabada en la
nada; no sabía qué hacer.
Entonces miró por la ventana colindante hacia el exterior
y vio cómo un montón de personas se despedían de sus seres queridos que iban en
el mismo bus que ella; cuantas despedidas, el mundo está lleno de ellas, pensó,
antes de darse cuenta que entre ellos estaba Gaspar con sus ojos clavados en su
puesto. Parecía destrozado, un alma en pena, pero aun así levantó su mano y
comenzó a agitarla en su dirección, moviendo su boca como si no parara de decir
“te amo” con cierto dolor. Angélica se pegó al vidrio y comenzó a golpearlo
bajo la expectante mirada de los demás pasajeros. Pero el bus, como era de
esperar, nunca se detuvo, así como tampoco el brazo ni los labios de Gaspar.