Historia #91: Una carta para decir adiós



−Buenas tardes, señorita –le saludó el chofer apostado en la entrada del bus estacionado−, ¿tiene su pasaje a mano?

            −Sí, está por acá –Angélica sacó la billetera de su chaqueta y la examinó hasta dar con su boleto doblado en muchas partes; se percató que al lado de éste había un papel que no había visto hasta ese momento. Tomó nota mental de revisarlo cuando estuviera sentada en su puesto.

            El chofer revisó el pasaje, asintió un par de veces en silencio, y le dijo:

            −Sí, este es. Adelante.

            Angélica encerró el boleto en su mano y subió por las escaleras hasta el segundo piso del vehículo. Caminó por el pasillo sin concentrarse en las caras de los demás hasta llegar a su asiento, guardó sus cosas en el portaequipajes superior y se sentó casi desparramándose sobre éste. Con el corazón latiéndole de una manera casi animalesca, volvió a extraer su billetera del bolsillo y revisó el papel en el que no había reparado hasta ese entonces. Era una hoja de cuaderno universitario doblado en cuatro partes de aspecto muy manoseado. Conociendo lo que iba a encontrar escrito en él, lo tomó con una mano temblorosa, lo sacó para extenderlo y comenzar a leerlo.





            Angélica, amada Angélica:





            ¿Por qué nunca me hablaste de esto, de escapar, de huir de todo, de no ser parte de nada? Por un momento creí que me llevarías contigo, que lo haríamos juntos, que nos olvidaríamos de todo y comenzaríamos por fin otra historia. Pero veo que tus palabras eran como granos de arena, frágiles y olvidables, como en realidad lo es todo en este miserable mundo.

            Supe que partirías hace dos semanas; lo noté en tu cara, en la forma en la que me mirabas, en la manera en que me hacías el amor; cuando dos personas llevan demasiado tiempo juntas, detalles como esos salen fácilmente a la luz y no es problema ubicarlos para poder saber contra qué nos enfrentamos. Pero fingí, fingí todo este tiempo que no lo sabía, por si te echabas atrás y decidías quedarte conmigo. Sin embargo, me imagino ahora estarás ya sentada en el bus (vi el boleto por casualidad en tu billetera, cuando me pediste que le pagara al tipo de ChileExpress mientras estabas en la ducha, por eso puse esta carta ahí, junto con ella), respirando nerviosa, pero segura siempre de querer seguir adelante y dejarlo todo atrás.

            No te escribo esto para obligarte a que te quedes y nos demos una nueva oportunidad: soy fiel creyente de que la gente es libre y puede hacer lo que quiera con la vida que se les ha dado, y que nadie en realidad debe ser el carcelario de ninguna otra persona, y eso tú lo sabes bien, estoy seguro, porque te lo repetí hasta el cansancio; además, el mundo es para recorrerlo, para conquistarlo, para engullirlo, no para admirarlo desde una ventana cerrada y sucia. Me alegra mucho que hayas tenido las agallas (los huevos, como decía tu padre) para decidir irte lejos, no sé dónde. Pero me duele un montón que no lo hagas conmigo.





            Angélica volteó la hoja. Sus dedos temblaban enérgicamente.





            Debo decir que no dejo de pensar en lo mucho que extrañaré tus lunares en tus pechos, tus besos por la mañana para despertarme, tu pelo desordenado al levantarte, tus dientes parejos al reírte, tus ojos entrecerrados cuando te hago cosquillas; lo hago incluso ahora, sabiendo que son los últimos días en que podré observarlo todo, y eso me destroza el corazón.

            Moriría ahora, en este mismo instante, en la mesa donde desayunamos todas las mañanas antes de partir al trabajo, a veces en silencio, a veces riéndonos con la mejor de las esperanzas para los días nuevos, esos llenos de incertidumbre que se nos venían encima, pero lo haría acá, ahora, mientras te escucho dormir en nuestra pieza, con el eco de tu risa resonando entre mis sienes por culpa de esa estúpida broma que lanzó tu madre durante los fuegos artificiales de Año Nuevo; ¡qué manera de reír ese día, qué manera de reír! Y qué lástima saber ahora que esos momentos no se podrán repetir jamás…, al menos con nosotros como protagonistas.

            Me duele un montón todo esto, debo decirlo, pero creo que no puedo hacer nada más al respecto.

            Sólo queda decirte una última cosa:

            Te amo como nunca lo hice con nadie más.

            Y si te dejo ir sin siquiera hacer un esfuerzo por tratar que te quedes conmigo, es porque quiero que seas la persona más feliz del mundo.





            PD: Cuando despiertes, me encontrarás. El camino a casa siempre será el mismo.





            Angélica sintió un nudo inmenso en la garganta; sus ojos le escocían; el corazón le latía demente. Entonces recordó que se hallaba sobre un bus que la llevaría lejos, muy lejos de donde estaba. Miró a todos lados y sólo vio gente acomodándose en sus asientos preparándose para partir. Sus sentimientos se habían hecho una mezcla fangosa en su pecho, y respirar le parecía una tarea casi imposible de cumplir; si no hubiera sido por los manchones que se extendieron por sobre la tinta de la carta que leía, Angélica jamás se percataría que estaba llorando sin tener consciencia de hacerlo. Se enjugó los ojos y sintió el súbito deseo de bajarse del bus y mandar todo su plan a la mierda; sin embargo justo cuando hacía el ademán de levantarse, el vehículo dio un fuerte tirón y empezó a moverse para salir del terminal. Angélica se sintió desesperada, sin saber qué hacer. Pensó rápidamente en las consecuencias superficiales de lo que estaba haciendo y se quedó trabada en la nada; no sabía qué hacer.

            Entonces miró por la ventana colindante hacia el exterior y vio cómo un montón de personas se despedían de sus seres queridos que iban en el mismo bus que ella; cuantas despedidas, el mundo está lleno de ellas, pensó, antes de darse cuenta que entre ellos estaba Gaspar con sus ojos clavados en su puesto. Parecía destrozado, un alma en pena, pero aun así levantó su mano y comenzó a agitarla en su dirección, moviendo su boca como si no parara de decir “te amo” con cierto dolor. Angélica se pegó al vidrio y comenzó a golpearlo bajo la expectante mirada de los demás pasajeros. Pero el bus, como era de esperar, nunca se detuvo, así como tampoco el brazo ni los labios de Gaspar.

Historia #90: El mino de la disco



Ignacia y Fernanda están repasando los contenidos de la prueba que tendrán en unos cuantos minutos más sobre el pasto del parque de la universidad, cuando de repente la segunda se acuerda de algo y le dice a su amiga:

−No sé si te había contado, pero el otro día me conseguí el número del mino que conocí en la disco la semana pasada.

            −¿Ya, güeona, qué onda, quién te lo dio?

            −La Maca. Se lo consiguió con su hermano; son compañeros de U.

            −¡Oh, qué buena! ¿Y, lo agregaste?

            −Obvio, pos. Pero adivina qué pasó después.

            −¿Qué, no era el número?

            −No, algo mucho peor.

            −¿Tenía polola; es papá; es gay?

            Fernanda ríe.

            −No, no, no, ninguna de esas –dice luego−. Pero resulta que me equivoqué al agregar el número a Whatsapp y en vez de aparecerme él, me apareció una mina que nada que ver.

            −¿Cómo, agregaste mal el número?

            −Así es; cambié los dos últimos dígitos y todo se fue a la mierda. Cuando me puse a hablarle, pensé que lo hacía con él (porque no me apareció su foto ni su estado a la primera), pero al rato me respondió una mina con un mensaje de audio en no sé qué idioma.

            −¡Ay, güeona, qué miedo!

            −Sí, me dio mucho miedo en un principio.

            −¿Y qué te decía la galla esa?

            −Nunca le entendí, pero no paró de enviarme mensajes desde entonces; me mandaba audios hablando de lo más normal durante el día, pero por la noche me llegaban gritos guturales y chillidos que me ponían los pelos de punta –Fernanda e Ignacia se miran con los ojos muy abiertos−. Algunas veces se escuchaban también gritos de otras personas atrás suyo, como si estuvieran celebrando algo.

            −Quizá algún rito satánico o algo así.

            −Tiene que haber sido una cosa parecida, porque cuando revisé la foto de contacto de esta galla, aparecía una mujer negra, gorda, con cara de pocos amigos y sonriendo, con un gato muerto colgando de su mano, todo lleno de sangre.

            −¿Me estai’…?

            −No, lo peor de todo es que es verdad. La negra nunca dejó de molestarme: me hacía llamadas, los mensajes de voz, las palabras que escribía y que no parecían ser de ningún idioma…

            −¿Comprobaste eso del idioma?

            −Sí: los copié y los pegué en el buscador de Internet y no apareció nada… −Una pausa−. Bueno, nada excepto algo que me desconcertó bastante.

            −¿Qué cosa?

            −Que esas palabras eran citas de un antiguo manifiesto pagano.

            −¿En serio? –Ignacia se ve realmente asustada.

            −En serio, no tendría por qué mentirte con esto.

            −¿Y por qué no me contaste en todo este tiempo?

            −Pasó hace un par de semanas, cuando te fuiste a Cancún con tus papás.

            −Pero podrías haberme avisado por chat.

            −Bueno, no sé, no se me ocurrió; en realidad estaba muerta de miedo.

            −¿Y qué hiciste con ella? ¿La bloqueaste, la borraste, qué cosa?

            Fernanda medita un poco y continúa.

            −Una noche, la última vez que me mandó mensajes por Whatsapp, fue el colmo de los colmos: eran como las 3 de la mañana cuando empezó a molestarme como siempre…

            −¿Aún no la tenías bloqueada…?

            −…Como estaba en el computador, los escuché para saber de qué se trataban esta vez…

            −Pero si sabías de qué iban, ¿por qué los contestaste…?

            −…Y cuando lo hice, casi me caigo de la silla: ¡parecía como si estuvieran matando a alguien!

            −¿Eran gritos muy fuertes?

            −No, eran gritos como si de verdad estuvieran matando a alguien; de hecho, se escuchaba claramente como si alguien estuviera pidiendo ayuda.

            −¿Cómo sabías que estaban pidiendo ayuda?

            −Porque el hombre (sí, era un hombre) gritaba en español.

            Ignacia pone cara de no entender muy bien.

            −¿En español? –pregunta.

            −Sí, en español. Gritaba: “¡ayuda, por favor, por lo que más quieran!”, entre otras cosas.

            −Qué miedo.

            −Para morirse.

            −¿Y qué hiciste al respecto?

            −Cambié el chip de mi celular; por eso perdí todos mis contactos.

            −Ya entiendo… ¿Oye?

            −¿Qué?

            −¿No tendrías el número de la negra por ahí, cierto?

            −¿Para qué lo quieres?

            −No sé, me gustaría ver la posibilidad de jugarle alguna broma a mi hermano chico, o a mi ex; en una de esas…

            −Vaya que eres retorcida, mujer.

            −¡Pero si es sólo para hacer una broma, eso es todo!

            −Bueno, ya –Fernanda toma su agenda del interior de su bolso, llega hasta la última página y le dice−: Anota –dicta los dígitos en cuestión uno por uno−; es el número del Giovanni, el mino de la disco, pero si le cambiai’ los dos últimos dígitos, da el número de la negra que te digo.

            −Bien, bien –dice Ignacia, guardando el contacto en su aparato−. Oye, no vas a creer, pero quedan menos de tres minutos para la prueba. ¿Vamos?

            −Ya, déjame guardar esto y vamos.

            Fernanda e Ignacia se levantan trabajosamente del pasto y juntas caminan hasta la sala donde deben rendir su prueba, la última de estas con una gran sonrisa en el rostro: al fin se había conseguido el número del mino de la disco que tanto quería.