Historia #90: El mino de la disco



Ignacia y Fernanda están repasando los contenidos de la prueba que tendrán en unos cuantos minutos más sobre el pasto del parque de la universidad, cuando de repente la segunda se acuerda de algo y le dice a su amiga:

−No sé si te había contado, pero el otro día me conseguí el número del mino que conocí en la disco la semana pasada.

            −¿Ya, güeona, qué onda, quién te lo dio?

            −La Maca. Se lo consiguió con su hermano; son compañeros de U.

            −¡Oh, qué buena! ¿Y, lo agregaste?

            −Obvio, pos. Pero adivina qué pasó después.

            −¿Qué, no era el número?

            −No, algo mucho peor.

            −¿Tenía polola; es papá; es gay?

            Fernanda ríe.

            −No, no, no, ninguna de esas –dice luego−. Pero resulta que me equivoqué al agregar el número a Whatsapp y en vez de aparecerme él, me apareció una mina que nada que ver.

            −¿Cómo, agregaste mal el número?

            −Así es; cambié los dos últimos dígitos y todo se fue a la mierda. Cuando me puse a hablarle, pensé que lo hacía con él (porque no me apareció su foto ni su estado a la primera), pero al rato me respondió una mina con un mensaje de audio en no sé qué idioma.

            −¡Ay, güeona, qué miedo!

            −Sí, me dio mucho miedo en un principio.

            −¿Y qué te decía la galla esa?

            −Nunca le entendí, pero no paró de enviarme mensajes desde entonces; me mandaba audios hablando de lo más normal durante el día, pero por la noche me llegaban gritos guturales y chillidos que me ponían los pelos de punta –Fernanda e Ignacia se miran con los ojos muy abiertos−. Algunas veces se escuchaban también gritos de otras personas atrás suyo, como si estuvieran celebrando algo.

            −Quizá algún rito satánico o algo así.

            −Tiene que haber sido una cosa parecida, porque cuando revisé la foto de contacto de esta galla, aparecía una mujer negra, gorda, con cara de pocos amigos y sonriendo, con un gato muerto colgando de su mano, todo lleno de sangre.

            −¿Me estai’…?

            −No, lo peor de todo es que es verdad. La negra nunca dejó de molestarme: me hacía llamadas, los mensajes de voz, las palabras que escribía y que no parecían ser de ningún idioma…

            −¿Comprobaste eso del idioma?

            −Sí: los copié y los pegué en el buscador de Internet y no apareció nada… −Una pausa−. Bueno, nada excepto algo que me desconcertó bastante.

            −¿Qué cosa?

            −Que esas palabras eran citas de un antiguo manifiesto pagano.

            −¿En serio? –Ignacia se ve realmente asustada.

            −En serio, no tendría por qué mentirte con esto.

            −¿Y por qué no me contaste en todo este tiempo?

            −Pasó hace un par de semanas, cuando te fuiste a Cancún con tus papás.

            −Pero podrías haberme avisado por chat.

            −Bueno, no sé, no se me ocurrió; en realidad estaba muerta de miedo.

            −¿Y qué hiciste con ella? ¿La bloqueaste, la borraste, qué cosa?

            Fernanda medita un poco y continúa.

            −Una noche, la última vez que me mandó mensajes por Whatsapp, fue el colmo de los colmos: eran como las 3 de la mañana cuando empezó a molestarme como siempre…

            −¿Aún no la tenías bloqueada…?

            −…Como estaba en el computador, los escuché para saber de qué se trataban esta vez…

            −Pero si sabías de qué iban, ¿por qué los contestaste…?

            −…Y cuando lo hice, casi me caigo de la silla: ¡parecía como si estuvieran matando a alguien!

            −¿Eran gritos muy fuertes?

            −No, eran gritos como si de verdad estuvieran matando a alguien; de hecho, se escuchaba claramente como si alguien estuviera pidiendo ayuda.

            −¿Cómo sabías que estaban pidiendo ayuda?

            −Porque el hombre (sí, era un hombre) gritaba en español.

            Ignacia pone cara de no entender muy bien.

            −¿En español? –pregunta.

            −Sí, en español. Gritaba: “¡ayuda, por favor, por lo que más quieran!”, entre otras cosas.

            −Qué miedo.

            −Para morirse.

            −¿Y qué hiciste al respecto?

            −Cambié el chip de mi celular; por eso perdí todos mis contactos.

            −Ya entiendo… ¿Oye?

            −¿Qué?

            −¿No tendrías el número de la negra por ahí, cierto?

            −¿Para qué lo quieres?

            −No sé, me gustaría ver la posibilidad de jugarle alguna broma a mi hermano chico, o a mi ex; en una de esas…

            −Vaya que eres retorcida, mujer.

            −¡Pero si es sólo para hacer una broma, eso es todo!

            −Bueno, ya –Fernanda toma su agenda del interior de su bolso, llega hasta la última página y le dice−: Anota –dicta los dígitos en cuestión uno por uno−; es el número del Giovanni, el mino de la disco, pero si le cambiai’ los dos últimos dígitos, da el número de la negra que te digo.

            −Bien, bien –dice Ignacia, guardando el contacto en su aparato−. Oye, no vas a creer, pero quedan menos de tres minutos para la prueba. ¿Vamos?

            −Ya, déjame guardar esto y vamos.

            Fernanda e Ignacia se levantan trabajosamente del pasto y juntas caminan hasta la sala donde deben rendir su prueba, la última de estas con una gran sonrisa en el rostro: al fin se había conseguido el número del mino de la disco que tanto quería.