Ignacia
y Fernanda están repasando los contenidos de la prueba que tendrán en unos
cuantos minutos más sobre el pasto del parque de la universidad, cuando de
repente la segunda se acuerda de algo y le dice a su amiga:
−No sé si te había contado, pero el otro día me
conseguí el número del mino que conocí en la disco la semana pasada.
−¿Ya, güeona, qué onda, quién te lo
dio?
−La Maca. Se lo consiguió con su
hermano; son compañeros de U.
−¡Oh, qué buena! ¿Y, lo agregaste?
−Obvio, pos. Pero adivina qué pasó
después.
−¿Qué, no era el número?
−No, algo mucho peor.
−¿Tenía polola; es papá; es gay?
Fernanda ríe.
−No, no, no, ninguna de esas –dice
luego−. Pero resulta que me equivoqué al agregar el número a Whatsapp y en vez
de aparecerme él, me apareció una mina que nada que ver.
−¿Cómo, agregaste mal el número?
−Así es; cambié los dos últimos
dígitos y todo se fue a la mierda. Cuando me puse a hablarle, pensé que lo
hacía con él (porque no me apareció su foto ni su estado a la primera), pero al
rato me respondió una mina con un mensaje de audio en no sé qué idioma.
−¡Ay, güeona, qué miedo!
−Sí, me dio mucho miedo en un
principio.
−¿Y qué te decía la galla esa?
−Nunca le entendí, pero no paró de enviarme
mensajes desde entonces; me mandaba audios hablando de lo más normal
durante el día, pero por la noche me llegaban gritos guturales y chillidos que
me ponían los pelos de punta –Fernanda e Ignacia se miran con los ojos muy
abiertos−. Algunas veces se escuchaban también gritos de otras personas atrás
suyo, como si estuvieran celebrando algo.
−Quizá algún rito satánico o algo
así.
−Tiene que haber sido una cosa
parecida, porque cuando revisé la foto de contacto de esta galla, aparecía una
mujer negra, gorda, con cara de pocos amigos y sonriendo, con un gato muerto
colgando de su mano, todo lleno de sangre.
−¿Me estai’…?
−No, lo peor de todo es que es verdad. La negra nunca dejó de molestarme: me hacía llamadas, los mensajes de
voz, las palabras que escribía y que no parecían ser de ningún idioma…
−¿Comprobaste eso del idioma?
−Sí: los copié y los pegué en el
buscador de Internet y no apareció nada… −Una pausa−. Bueno, nada excepto algo
que me desconcertó bastante.
−¿Qué cosa?
−Que esas palabras eran citas de un
antiguo manifiesto pagano.
−¿En serio? –Ignacia se ve realmente
asustada.
−En serio, no tendría por qué
mentirte con esto.
−¿Y por qué no me contaste en todo
este tiempo?
−Pasó hace un par de semanas, cuando
te fuiste a Cancún con tus papás.
−Pero podrías haberme avisado por
chat.
−Bueno, no sé, no se me ocurrió; en
realidad estaba muerta de miedo.
−¿Y qué hiciste con ella? ¿La
bloqueaste, la borraste, qué cosa?
Fernanda medita un poco y continúa.
−Una noche, la última vez que me
mandó mensajes por Whatsapp, fue el colmo de los colmos: eran como las 3 de la
mañana cuando empezó a molestarme como siempre…
−¿Aún no la tenías bloqueada…?
−…Como estaba en el computador, los
escuché para saber de qué se trataban esta vez…
−Pero si sabías de qué iban, ¿por
qué los contestaste…?
−…Y cuando lo hice, casi me caigo de
la silla: ¡parecía como si estuvieran matando a alguien!
−¿Eran gritos muy fuertes?
−No, eran gritos como si de verdad
estuvieran matando a alguien; de hecho, se escuchaba claramente como si alguien
estuviera pidiendo ayuda.
−¿Cómo sabías que estaban pidiendo
ayuda?
−Porque el hombre (sí, era un
hombre) gritaba en español.
Ignacia pone cara de no entender muy
bien.
−¿En español? –pregunta.
−Sí, en español. Gritaba: “¡ayuda,
por favor, por lo que más quieran!”, entre otras cosas.
−Qué miedo.
−Para morirse.
−¿Y qué hiciste al respecto?
−Cambié el chip de mi celular; por
eso perdí todos mis contactos.
−Ya entiendo… ¿Oye?
−¿Qué?
−¿No tendrías el número de la negra
por ahí, cierto?
−¿Para qué lo quieres?
−No sé, me gustaría ver la
posibilidad de jugarle alguna broma a mi hermano chico, o a mi ex; en una de
esas…
−Vaya que eres retorcida, mujer.
−¡Pero si es sólo para hacer una
broma, eso es todo!
−Bueno, ya –Fernanda toma su agenda
del interior de su bolso, llega hasta la última página y le dice−: Anota –dicta
los dígitos en cuestión uno por uno−; es el número del Giovanni, el mino de la
disco, pero si le cambiai’ los dos últimos dígitos, da el número de la negra
que te digo.
−Bien, bien –dice Ignacia, guardando
el contacto en su aparato−. Oye, no vas a creer, pero quedan menos de tres
minutos para la prueba. ¿Vamos?
−Ya, déjame guardar esto y vamos.
Fernanda e Ignacia se levantan
trabajosamente del pasto y juntas caminan hasta la sala donde deben rendir su
prueba, la última de estas con una gran sonrisa en el rostro: al fin se había
conseguido el número del mino de la disco que tanto quería.