Si Roberto no hubiera mirado
su reloj de pulsera gracias a un puro acto reflejo, jamás se enteraría que
llevaba más de una hora de retraso para llegar a su destino con la encomienda
que llevaba en la parte trasera de su camión.
−¡Conchetumare! –dijo, botando sin querer su vaso de
cerveza al piso.
−¡Mira que andai’ borracho, hombre! –le espetó su amigo,
riendo a carcajadas. Gritar era la única forma para hacerse escuchar entre todo
el bullicio reinante en el oscuro local: la música de Los Charros de Lumaco
estaba por sobre todas las otras cosas.
−¡Son la’ ocho ‘e la mañana! ¡Ya debería llevar un cuarto
de camino recorrido! ¡Estoy atrasadísimo!
Gaspar, su amigo, frunció el entrecejo (como si no
creyera lo que acababa de escuchar) y se acercó para ver el reloj de pulsera
que Roberto le extendía.
−¡Tenís razón, güeón! ¡Son la’ ocho ‘e la mañana! –Gaspar
se dio con una palma en la frente, abriendo mucho los ojos y le dio otro sorbo
a su cerveza; acto seguido, con decisión, se echó el resto al estómago de un
solo trago−. ¡Vai’ a tener que hacerla cortita!
El hombre miró a todos lados tratando de ubicar al hombre
de la barra, pero sólo dio con unos cuantos parroquianos desparramados sobre
las mesas. Ninguno parecía estar consciente.
−¡Dejémo’le la plata al lado de la caja nomá’! –dijo
Roberto, sacando unos billetes de su cartuchera−. ¡Estamo’ má’ atrasao’ que la
cresta!
−¡Ojalá que ninguno de e’to’ curao’ culiao’ se la robe
nomá’! –Gaspar juntó sus billetes con los de su amigo, los dobló por la mitad y
los dejó a un lado de la caja−. ¡Ya, vamo’!
Los dos hombres caminaron en dirección a la salida del
local (esquivando a un hombre roncando apoyado en la base de una de las mesas
aledañas) y descubrieron que del otro lado el sol llevaba ya un buen rato
alzándose en dirección al cénit. Los autos pasaban zumbando por la carretera
cercana como abejas decididas y trabajólicas.
−¿Cómo te sentí’? –le preguntó Gaspar a Roberto,
pasándose una mano por la boca.
−Curao’ todavía; ¿y tú?
−Igual.
Roberto agachó la cabeza y echó una mirada atrás: sonrió
al notar lo vivo que se notaba la fuente de soda que acababan de abandonar
desde la fachada, con Los Charros de Lumaco sonando de fondo, cuando dentro
todo estaba más muerto que soldado de la Guerra del Pacífico.
−¿Estai’ seguro que podí’ seguir así? –dijo Gaspar,
preocupado.
−Ya lo he hecho ante’, no te preocupí’ –Roberto caminó
hasta su camión (trastrabillando) y comenzó a subir por la escalerilla lateral
hasta la puerta del chofer; cuando la abrió, se detuvo y agregó, mirando cómo
su colega hacía lo mismo en su vehículo frente a él−: Aprovecha de dormir,
culiao’; hazlo por mí.
Gaspar levantó el dedo pulgar a la distancia y se
despidió llevando sus dedos índice y corazón hasta su frente.
−¡No’ vemo’, hombre: trata que no te pillen lo’ paco’! –Y
abrió la puerta de su camión para desaparecer dentro de la cabina. Roberto le
imitó con cierta dificultad y respiró hondo antes de echar a andar su vehículo.
Mientras el motor se calentaba, ruidoso, limpió la
humedad de su ventana con un paño sucio que encontró sobre el asiento del
copiloto y dio con una botella de agua mineral (rellenada con agua del grifo) que
vació de un solo trago. Siguió sintiéndose tan seco como un verdadero cactus.
Apretó el volante con firmeza, y mirando cómo Gaspar le
hacía una seña de despedida antes de cubrir las ventanas de su camión con sus
respectivas cortinas, disponiéndose a dormir, susurró sintiendo un breve acceso
de envidia nacer en su pecho:
−Qué rajudo,
Gaspar y la conchasumadre.
Con los
sentidos obnubilados y un cansancio atroz, el hombre hizo que el camión avanzara
levantando la tierra que constituía el estacionamiento del local y se dirigió inmediatamente
a la carretera, adentrándose en ella apenas tuvo la más mínima oportunidad.
Llevaba ya una hora y muchos minutos de retraso, por lo que debía aprovechar
cualquier segundo disponible para recuperarlos.
La carretera
(con doble vía a ambas direcciones) estaba bordeaba por sendas paredes de
piedra que te hacían pensar en lo fuerte que era la ambición del ser humano; al
menos así lo escuchó decir una vez a una hermosa jovencita universitaria que
acarreó de un punto a otro en su cabina, cosa que se le quedó grabada en su
memoria y que siempre repetía cuando tenía la oportunidad de mencionarlo.
Roberto se pasó
una mano por el rostro, tratando de mantenerse cuerdo y despierto lo máximo
posible; luego bostezó y pestañeó unas tres veces. Se acordó de Gaspar, quien
debía estar recostado sobre su litera, acomodándose de la mejor manera para
empezar a dormir mientras él tenía que seguir manejando por esa carretera que
parecía no tener fin.
El hombre
rezongó, intentó dar con otra botella de agua dentro de la cabina y se dio
cuenta que aquella era una misión casi imposible de cumplir. Entonces pensó más
profundamente en el agua y en lo tonto que había sido al no ir al baño antes de
haber abandonado la fuente de soda para beber un poco de ella… y también haber
orinado, por supuesto, todo el alcohol que tenía dentro y que parecía querer
ser expulsado violentamente en ese mismo momento.
La cabeza le
daba vueltas mientras no dejaba de apretar cada vez más el acelerador, haciéndole
competencia a los autos particulares que intentaban repasarlo (que de todas
maneras terminaban repasándolo), envidiando a Gaspar otro poco y arrepintiéndose
de no haber aprovechado el tiempo libre de la madrugada recién pasada para descansar
un poco antes de seguir con su viaje.
Roberto se
restregó los ojos, se dio cuenta que a ratos se salía un poco de la línea de la
carretera y siguió apretando el volante con sus dos manos. El reloj digital de
su radio le indicaba que ya habían pasado veinte minutos y en su cabeza creía
tener la sensación de no avanzar nada a pesar que físicamente avanzaba mucho. Tenía
la boca reseca, su lengua casi pegada al paladar. El hombre hubiera dado lo que
fuera por un poco de agua…, pero el agua no era de lo que en realidad había que
preocuparse, elementalmente: se lo decía a cada rato con tal de tener
consciencia que podía fallar en la entrega de su encomienda por culpa de una
noche de diversiones que jamás debió haber sucedido.
El alcohol no
dejaba de hacer efecto en su organismo, nublando sus sentidos y sus reflejos:
lo tenía mareado, somnoliento, cansado, hecho esa clase de estropajo de persona
que parece luchar constantemente entre la sobriedad y el darse por vencido ante
su efecto destructivo.
Pero ahí estaba
Roberto, dando la pelea al cien por ciento, pellizcándose cada vez que sentía
que parpadeaba más de dos veces o que pasaban más de dos segundos sin tener
plena claridad sobre lo que hacía. Y así se la llevó unos cuantos minutos hasta
que vio en lontananza las casetas de peaje reflejando los matutinos rayos del
sol levantándose.
El hombre se
relamió los labios, se miró en el espejo retrovisor para checar los estragos de
la fiesta en su rostro y trató de actuar lo más tranquilamente posible.
Cuando el auto
frente a él avanzó por debajo de la barrera de contención del carril que había
elegido, Roberto avanzó un poco su camión (hasta quedar lo más cerca posible de
la caseta) percatándose que el joven peajista que lo iba a atender miraba
boquiabierto el parachoques de su vehículo.
−Buenos días
–saludó el hombre tratando de modular lo mejor que pudo, rebuscando unos
cuantos billetes bajo el mantel que cubría parte del salpicadero; pero el joven
no despegaba su mirada del parachoques del camión: seguía ahí, con la mirada
clavada en él−. Buenos días, joven, acá tiene el dinero, voy apurado…
−Caballero –le
dijo el aludido, mirándolo con temor.
−Qué sucede,
dime, no tengo todo el tiempo.
El peajista
volvió a mirar lentamente hacia el parachoques del vehículo, terminando por
hacer una fuerte arcada.
Roberto,
impaciente, abrió la puerta de su lado y se bajó (tropezando tontamente en el
segundo escalón de la escalerilla) para ver la razón del asco de su
interlocutor. Sorpresa fue lo que sintió al ver que debajo del parachoques se
encontraba completamente mutilado lo que hacía unos cuantos minutos atrás había
sido un ser humano y su bicicleta; todo estaba salpicado de sangre.
El conductor
miró al joven y con cierto aire enojado le dijo:
−¿Qué, acaso
debo pagar doble tarifa?