Cuento #56: Tarifa doble



Si Roberto no hubiera mirado su reloj de pulsera gracias a un puro acto reflejo, jamás se enteraría que llevaba más de una hora de retraso para llegar a su destino con la encomienda que llevaba en la parte trasera de su camión.
            −¡Conchetumare! –dijo, botando sin querer su vaso de cerveza al piso.
            −¡Mira que andai’ borracho, hombre! –le espetó su amigo, riendo a carcajadas. Gritar era la única forma para hacerse escuchar entre todo el bullicio reinante en el oscuro local: la música de Los Charros de Lumaco estaba por sobre todas las otras cosas.
            −¡Son la’ ocho ‘e la mañana! ¡Ya debería llevar un cuarto de camino recorrido! ¡Estoy atrasadísimo!
            Gaspar, su amigo, frunció el entrecejo (como si no creyera lo que acababa de escuchar) y se acercó para ver el reloj de pulsera que Roberto le extendía.
            −¡Tenís razón, güeón! ¡Son la’ ocho ‘e la mañana! –Gaspar se dio con una palma en la frente, abriendo mucho los ojos y le dio otro sorbo a su cerveza; acto seguido, con decisión, se echó el resto al estómago de un solo trago−. ¡Vai’ a tener que hacerla cortita!
            El hombre miró a todos lados tratando de ubicar al hombre de la barra, pero sólo dio con unos cuantos parroquianos desparramados sobre las mesas. Ninguno parecía estar consciente.
            −¡Dejémo’le la plata al lado de la caja nomá’! –dijo Roberto, sacando unos billetes de su cartuchera−. ¡Estamo’ má’ atrasao’ que la cresta!
            −¡Ojalá que ninguno de e’to’ curao’ culiao’ se la robe nomá’! –Gaspar juntó sus billetes con los de su amigo, los dobló por la mitad y los dejó a un lado de la caja−. ¡Ya, vamo’!
            Los dos hombres caminaron en dirección a la salida del local (esquivando a un hombre roncando apoyado en la base de una de las mesas aledañas) y descubrieron que del otro lado el sol llevaba ya un buen rato alzándose en dirección al cénit. Los autos pasaban zumbando por la carretera cercana como abejas decididas y trabajólicas.
            −¿Cómo te sentí’? –le preguntó Gaspar a Roberto, pasándose una mano por la boca.
            −Curao’ todavía; ¿y tú?
            −Igual.
            Roberto agachó la cabeza y echó una mirada atrás: sonrió al notar lo vivo que se notaba la fuente de soda que acababan de abandonar desde la fachada, con Los Charros de Lumaco sonando de fondo, cuando dentro todo estaba más muerto que soldado de la Guerra del Pacífico.
            −¿Estai’ seguro que podí’ seguir así? –dijo Gaspar, preocupado.
            −Ya lo he hecho ante’, no te preocupí’ –Roberto caminó hasta su camión (trastrabillando) y comenzó a subir por la escalerilla lateral hasta la puerta del chofer; cuando la abrió, se detuvo y agregó, mirando cómo su colega hacía lo mismo en su vehículo frente a él−: Aprovecha de dormir, culiao’; hazlo por mí.
            Gaspar levantó el dedo pulgar a la distancia y se despidió llevando sus dedos índice y corazón hasta su frente.
            −¡No’ vemo’, hombre: trata que no te pillen lo’ paco’! –Y abrió la puerta de su camión para desaparecer dentro de la cabina. Roberto le imitó con cierta dificultad y respiró hondo antes de echar a andar su vehículo.
            Mientras el motor se calentaba, ruidoso, limpió la humedad de su ventana con un paño sucio que encontró sobre el asiento del copiloto y dio con una botella de agua mineral (rellenada con agua del grifo) que vació de un solo trago. Siguió sintiéndose tan seco como un verdadero cactus.
            Apretó el volante con firmeza, y mirando cómo Gaspar le hacía una seña de despedida antes de cubrir las ventanas de su camión con sus respectivas cortinas, disponiéndose a dormir, susurró sintiendo un breve acceso de envidia nacer en su pecho:
−Qué rajudo, Gaspar y la conchasumadre.
Con los sentidos obnubilados y un cansancio atroz, el hombre hizo que el camión avanzara levantando la tierra que constituía el estacionamiento del local y se dirigió inmediatamente a la carretera, adentrándose en ella apenas tuvo la más mínima oportunidad. Llevaba ya una hora y muchos minutos de retraso, por lo que debía aprovechar cualquier segundo disponible para recuperarlos.
La carretera (con doble vía a ambas direcciones) estaba bordeaba por sendas paredes de piedra que te hacían pensar en lo fuerte que era la ambición del ser humano; al menos así lo escuchó decir una vez a una hermosa jovencita universitaria que acarreó de un punto a otro en su cabina, cosa que se le quedó grabada en su memoria y que siempre repetía cuando tenía la oportunidad de mencionarlo.
Roberto se pasó una mano por el rostro, tratando de mantenerse cuerdo y despierto lo máximo posible; luego bostezó y pestañeó unas tres veces. Se acordó de Gaspar, quien debía estar recostado sobre su litera, acomodándose de la mejor manera para empezar a dormir mientras él tenía que seguir manejando por esa carretera que parecía no tener fin.
El hombre rezongó, intentó dar con otra botella de agua dentro de la cabina y se dio cuenta que aquella era una misión casi imposible de cumplir. Entonces pensó más profundamente en el agua y en lo tonto que había sido al no ir al baño antes de haber abandonado la fuente de soda para beber un poco de ella… y también haber orinado, por supuesto, todo el alcohol que tenía dentro y que parecía querer ser expulsado violentamente en ese mismo momento.
La cabeza le daba vueltas mientras no dejaba de apretar cada vez más el acelerador, haciéndole competencia a los autos particulares que intentaban repasarlo (que de todas maneras terminaban repasándolo), envidiando a Gaspar otro poco y arrepintiéndose de no haber aprovechado el tiempo libre de la madrugada recién pasada para descansar un poco antes de seguir con su viaje.
Roberto se restregó los ojos, se dio cuenta que a ratos se salía un poco de la línea de la carretera y siguió apretando el volante con sus dos manos. El reloj digital de su radio le indicaba que ya habían pasado veinte minutos y en su cabeza creía tener la sensación de no avanzar nada a pesar que físicamente avanzaba mucho. Tenía la boca reseca, su lengua casi pegada al paladar. El hombre hubiera dado lo que fuera por un poco de agua…, pero el agua no era de lo que en realidad había que preocuparse, elementalmente: se lo decía a cada rato con tal de tener consciencia que podía fallar en la entrega de su encomienda por culpa de una noche de diversiones que jamás debió haber sucedido.
El alcohol no dejaba de hacer efecto en su organismo, nublando sus sentidos y sus reflejos: lo tenía mareado, somnoliento, cansado, hecho esa clase de estropajo de persona que parece luchar constantemente entre la sobriedad y el darse por vencido ante su efecto destructivo.
Pero ahí estaba Roberto, dando la pelea al cien por ciento, pellizcándose cada vez que sentía que parpadeaba más de dos veces o que pasaban más de dos segundos sin tener plena claridad sobre lo que hacía. Y así se la llevó unos cuantos minutos hasta que vio en lontananza las casetas de peaje reflejando los matutinos rayos del sol levantándose.
El hombre se relamió los labios, se miró en el espejo retrovisor para checar los estragos de la fiesta en su rostro y trató de actuar lo más tranquilamente posible.
Cuando el auto frente a él avanzó por debajo de la barrera de contención del carril que había elegido, Roberto avanzó un poco su camión (hasta quedar lo más cerca posible de la caseta) percatándose que el joven peajista que lo iba a atender miraba boquiabierto el parachoques de su vehículo.
−Buenos días –saludó el hombre tratando de modular lo mejor que pudo, rebuscando unos cuantos billetes bajo el mantel que cubría parte del salpicadero; pero el joven no despegaba su mirada del parachoques del camión: seguía ahí, con la mirada clavada en él−. Buenos días, joven, acá tiene el dinero, voy apurado…
−Caballero –le dijo el aludido, mirándolo con temor.
−Qué sucede, dime, no tengo todo el tiempo.
El peajista volvió a mirar lentamente hacia el parachoques del vehículo, terminando por hacer una fuerte arcada.
Roberto, impaciente, abrió la puerta de su lado y se bajó (tropezando tontamente en el segundo escalón de la escalerilla) para ver la razón del asco de su interlocutor. Sorpresa fue lo que sintió al ver que debajo del parachoques se encontraba completamente mutilado lo que hacía unos cuantos minutos atrás había sido un ser humano y su bicicleta; todo estaba salpicado de sangre.
El conductor miró al joven y con cierto aire enojado le dijo:
−¿Qué, acaso debo pagar doble tarifa?